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Contempló la cama. Era pequeña, de colcha abullonada. Parecía ocultar un cuerpo deforme pero solo ocultaba alambres deformes. Recordó haber asesinado a un hombre en una cama similar. Se llamaba Bronconte. Era un tipo que acostumbraba vestir ropa femenina porque afirmaba que así el espectro de su madre podía poseerlo. Pero no le había bastado aquella idiotez: también se había follado a otra mujer, mucho menos espectral, propiedad absoluta de uno de los grandes señores de Quirós. Bronconte se ocultaba en un motel andrajoso de provincias. Quirós entró en la habitación mientras dormía. No fue un trabajo complicado: Bronconte roncaba y Quirós se limitó a cubrirle los ronquidos con las bragas de la mujer de su cliente, tal como este deseaba. Recordaba perfectamente el catre y hasta la flor de plástico de la mesilla: eran semejantes a los de aquel cuartucho.

La mujer y la chica parecían amigas de toda la vida. Habían estado hablando mientras Quirós registraba. La mujer dijo:

– ¿No ha terminado? Le espero abajo.

Quirós las siguió pero se detuvo en el segundo piso. Le habían dicho que el baño era compartido y quería verlo. Avanzó por un pasillo oscuro con paredes acribilladas de mensajes y dibujos. O no del todo: algunas puertas entreabiertas cortaban la penumbra como los rayos láser de ciertas películas que Quirós no veía desde hacía mucho tiempo. A través de las rendijas observó pies descalzos, piernas, muslos, una espalda, un bikini puesto a secar. Escuchó ronquidos. Allí se levantaban tarde, porque estaban de vacaciones y eran jóvenes; tenían todo el sueño por delante.

Aquel mundo se asemejaba al de los ricos, pensaba Quirós: era el de los hijos de los ricos, pero poseía idénticas contradicciones y misterios. Allí se iban los hijos de los ricos a… ¿A qué? A dormir en camas de colcha abullonada y alambres retorcidos. A respirar azufre. A sufrir los estragos del calor y el contacto físico. Los hijos de los ricos vivían en aquel subsuelo abonado por sus padres, reciclando los residuos paternos hasta que la edad les hacía volar por su cuenta y vivir en el aire acondicionado y el lujo de los áticos.

La puerta del baño estaba trabada, pero la venció de un empujón. Encontró a Jesucristo coronado de espinas y fumando canutos. Otro póster mostraba a un bicho muerto, quizá una comadreja, a quien alguien se aprestaba a arrancar la piel. «Qué cosas te suceden a causa de los átomos», rezaba el título de otro cuyas imágenes consistían en meros dibujos: latas de salchichas bicolores, animales mutantes, antenas verdes en la cabeza de la gente. No había luz eléctrica, pero la natural entraba desde un cristal esmerilado. Por lo demás, un baño bastante limpio, de ducha diminuta.

Regresó a la escalera. En el rellano se asomó a una ventana y observó el perfil del pueblo, la sierra sombría, motos aparcadas junto al albergue y un grupo de jóvenes sentados frente a frente en dos pequeños muros de un patio trasero. Se caló las gafas negras, bajó los últimos peldaños y salió por la puerta del patio. Los jóvenes no se movieron.

– Estoy buscando a esta chica. Se hospedó aquí… ¿Alguien de vosotros la recuerda? ¿Alguien la conoció? -Paseó la fotografía frente a las miradas, primero el grupo de la derecha, luego el de la izquierda. Los jóvenes eran pálidos y silenciosos. Fumaban. Quirós observó cuánto se esforzaban en disimular sus cortas edades con objetos: collares de cuero, cadenas, botas, tatuajes. Algunos tenían la cabeza rapada. Supuso que entre ellos estaría el descerebrado que había tachado con esvásticas el letrero de la carretera, pero prefirió olvidar ese particular-. ¿Ninguno la conoció? ¿No la visteis? ¿Nadie la vio?

– Estuvo aquí -dijo uno.

– Y se fue -añadió otro.

– ¿Alguien habló con ella? -insistió Quirós.

Una chica pelinaranja pareció querer decir algo, pero lo que hizo fue mostrar que en la lengua tenía un clavo.

La fotografía desfiló frente a una muchacha de asombrosa belleza y se detuvo en un chaval de pelo revuelto y oscuro. Ocupaba el último puesto de la izquierda y en él se agotaban las posibilidades. Parecía el más joven de la pandilla. Cogió la foto pero no la miró. Miró a Quirós. Sonrió.

– Qué pinta tienes, tío. ¿Eres madero?

– Es soldado, Borja -replicó un rapado-. Como tu padre.

– Vete a la mierda, Chester.

– Esta chica ha desaparecido -dijo Quirós recobrando la foto-. Su familia la busca… -Oyó preguntar a alguien por una recompensa. Siguió hablando por encima de las risas-. Si alguien la recuerda… Si quiere decírmelo… Estoy en el hostal de la playa. Me llamo Quirós.

– ¿Me prestas tu sombrero, Quirós? -preguntó el chaval.

– No -dijo Quirós.

El chaval estaba recostado con los codos apoyados en el muro, pero se las arreglaba para llevar una mano al muslo de la Chica Más Bella del Mundo. Quirós pensó que había comprado un chaleco dos tallas más pequeño para que pudieran rebosarle los bíceps. Supuso que se trataba de una especie de líder y aquella chica era su botín.

– Anda, préstamelo.

– No.

Los demás fumaban.

El chaval se incorporó, alargó el brazo, cogió el sombrero, se lo probó. La visera le resbaló hasta las cejas.

– Hostia, mirad esto. -Dio la vuelta, tambaleándose. Intentó ponérselo al chico que había mencionado a su padre-. Oye, ¿por qué no nos dices lo que comes, tío? ¡Para que Chester lo coma también y le crezca la cabeza! -El aludido se descubrió de un manotazo. Quirós sonrió de buena gana. No le gustaba que nadie tocase su sombrero, pero sí que los chavales rieran. Momentos antes le habían parecido muertos; ahora temblaban de vida. A Quirós le gustaba más la vida que la muerte. Así era Quirós.

El chaval había recuperado el sombrero y pretendía coronar a su chica, que se había levantado para la ocasión. Ella lo rechazaba. Borja, déjame. Ya vale, Borja, gilipollas. Al fin, fue el chaval quien se quedó con el sombrero en la mano. Lo contempló como si fuera algo al mismo tiempo deleznable y gozoso, dañino e inofensivo.

– ¿Por qué usas sombrero? Ya no se llevan.

Lo lanzó al aire, como una moneda. Quirós lo vio caer a un par de metros. Cuando se agachaba a recogerlo, otra clase de voz dijo desde la puerta:

– Lo estaba buscando. ¿Ha terminado? ¿Nos vamos?

Mientras Quirós y la mujer se alejaban el chaval habló de nuevo. Esta vez era algo referente a la mujer, una observación relacionada con la posibilidad de que Quirós y ella formaran pareja y él la aplastara al acostarse juntos. Quirós sé detuvo, dio media vuelta, regresó al patio, se acercó al chaval.

– Con las señoras no te metas, Borja -le aconsejó.

Luego regresó junto a la mujer, que lo aguardaba en el interior del albergue.

– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó ella en tono de incredulidad.

– ¿Qué?

– A ese chico. El del chaleco. ¿Por qué lo ha golpeado?

Quirós no contestó. Bajaron despacio la cuesta hacia el mar destellante. La mujer miraba a Quirós. Cuando se situaron de perfil a la playa, el viento azotó su rostro, pero ella siguió con la cara vuelta hacia Quirós.

– ¡Lo ha golpeado en el vientre!

– Le di un pellizco. -Quirós torció el pulgar y el índice en el aire-. Pellizcos así me los llevaba yo cuando niño por no decir buenos días.

La mujer estaba roja. La calma de Quirós parecía exasperarla.

– ¡Era solo un chaval! ¡Estaba bromeando…! ¡Es usted un bestia…!

Con un impulso inesperado, las bombillas colgadas de las farolas se encendieron. Arriba graznaron gaviotas. La mujer las miró un instante, Quirós no.

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