Desde donde está puede ver el sendero y el muro de su casa a través de las interferencias de la lluvia. La vida se ha vuelto una cinta de vídeo vieja. Entre estornudos, el hombre piensa: No, dios no, todo lo contrario. Ni hombre. Más bien un gusano.
Pero sigue teniendo la caja de marfil. La caja empezó a ayudarle desde que era niño: la apretaba con todas sus fuerzas mientras su madre estaba con los hombres; la apretaba en el colegio, cuando las risas lo dejaban solo; la apretaba cuando vio a su madre agonizando en aquella triste residencia de escaleras blancas; la apretó cuando por fin le dijeron que podía trabajar en un estudio cinematográfico (su sueño), y cuando vendió sus primeras fotos.
La caja de marfil es todo lo que le queda, lo único que le ayuda y le protege, lo más íntimo de su remota intimidad, lo que de verdad yace en su interior. Ni siquiera el ángel que la sostiene le sirve. Lo demás son las historias. Pero las historias lo han degradado porque cuentan la verdad, lo han convertido en lo que es, en lo que fue desde un principio, en lo que siempre ha sido.
El gusano sigue esperando junto al perro.
– Acabo de recordar que en esta casa vive un testigo que la policía interrogó -dijo Quirós-. Voy a hacerle un par de preguntas… a lo mejor consigo algo. No es conveniente que venga conmigo: podría pensar que no soy policía y no abrirme. ¿Sabe conducir?
– Saqué el carnet, pero hace tiempo que no conduzco. -Ella hablaba casi a gritos, bajo el aguacero, cubierta por la chaqueta de Quirós.
– No creo que lo haya olvidado. Tome las llaves y regrese al pueblo.
– ¡Puedo esperarlo en el coche…!
– No sé cuánto tardaré. Vaya al hostal. Si no logro que me lleve nadie, regresaré dando un paseo. Esta lluvia no durará mucho.
– Pero…
– ¡Haga lo que le digo alguna vez! -exigió Quirós.
Nieves Aguilar sonrió. Le tendió una mano. Quirós la envolvió dentro de la suya como si hubiese cogido un puñado de nieve. Luego la vio alejarse dando saltos hacia el recodo del sendero, tratando de esquivar los charcos, con la chaqueta alzada por encima de la cabeza, como una monja huyendo de la clausura. Cuando la perdió de vista abrió la valla de madera y entró en la propiedad.
Había tenido que mentirle otra vez, pero no deseaba meterla en la boca del lobo. Y aquello era la boca del lobo. Estaba seguro.
Se cercioró antes de seguir avanzando: un sofá de grotesco color amarillo chillón al lado de la ventana sin cortinas. Lo había visto cuando se detuvo para auxiliar a la mujer, pero solo en la cueva lo había relacionado con las polaroids que Gaos contemplaba.
De repente la casa le parecía muy grande, llena de sombras, siluetas, cristales; una mansión desproporcionada.
Su sombrero estaba calado y derramaba agua por la visera, también su camisa de manga corta. Todo eso lo pagaría con creces después, porque la humedad le provocaba reuma y agravaba su ahogo, pero en aquel momento era lo que menos le importaba.
Tenía que encontrarla.
En otras circunstancias no lo hubiera hecho. Su trabajo había terminado: solo necesitaba marcharse y cobrar. Pero ahora era diferente. Se lo debía a la mujer. Se lo debía, también, a Marta y a la pequeña Tina. Estaba seguro de que ya era demasiado tarde, pero, incluso aunque fuera así, deseaba intentarlo.
Caminó hacia el porche sin una idea concreta sobre lo que iba a hacer. Un todoterreno y un turismo estaban aparcados bajo un techo de juncos con un millar de goteras. Debe de estar dentro, pensó. Decidió buscar alguna puerta trasera. Subió al porche y caminó pegado al alero.
No tenía miedo. Todo lo contrario: se sentía capaz de cualquier cosa. Recordaba los momentos en la cueva, junto a la mujer, como un sueño. Hasta comprendía el porqué de aquella increíble casualidad que en los días anteriores lo había atormentado: encontrar a la niña de Marta convertida en una adolescente. De esa forma se le había ofrecido la oportunidad de saldar parte de su deuda con Marta. No sabía si había hecho bien pidiéndole a Gaos que la acusara frente al chico y le advirtiera que no le pusieran la mano encima. Sospechaba que sí. En cualquier caso, no se le había ocurrido mejor forma de ayudarla sin delatarse. Confiaba en que la apartaran de la pandilla y Tina fuese capaz de ver el lado bueno de su nueva situación.
Ahora tenía que encontrar a la muchacha. Le debía eso a Nieves, que confiaba en él. Se lo debía a Marta. En cuanto a él, nada le importaba ya. El miedo más intenso lo había sufrido en la cueva, cuando la mujer empezó a llorar en la oscuridad. Pero había sido, también, su momento más feliz. Así era Quirós.
Llegó a la parte trasera. Procuraba moverse sin ruido pese a que la lluvia los ahogaba todos. Vio un huerto convertido en pantano, limoneros enfermos, un columpio oxidado, un telescopio bajo un plástico y la protección del alero y un cobertizo de madera anaranjada sin ventanas. La puerta del cobertizo tenía un grueso y reluciente candado. Siguiendo el porche halló otra puerta, la abrió. El olor a comida estropeada mezclado con café le hizo detenerse un instante. Pero no había nadie a la vista. Entró, cerró la puerta. La lluvia quedó fuera desovillando su incesante historia.
Era una cocina. Sobre el fregadero, una pila de platos sucios. El motor de una nevera sonaba como el de un coche en una cuesta. Un pasillo al fondo daba a un salón, quizá el sitio donde se encontraba el sofá amarillo. Y montones de libros, en la cocina y el pasillo: columnas enteras y desparramados por el suelo, tantos como el polvo que los cubría. Todos los «esnupis» eran muy cultos, muy lectores. Y todos, sin excepción, estaban locos.
Llegó a una bifurcación, vio puertas. La casa tenía una sola planta, de modo que aquello debían de ser «los aposentos», como decían los mayordomos de los grandes señores para los cuales trabajaba Quirós. Abrió una y se asomó. Oscuridad. Encontró un interruptor. La luz era una bombilla pelada. La decoración: cuatro focos de estudio fotográfico, un televisor con vídeo, cintas, un catre en el suelo, una pantalla negra a modo de escenario, una mesa con utensilios de «esnupi». Sin ventanas. Se acercó a la mesa y cogió uno de los látigos, sopló y levantó polvo. El resto del equipo parecía igualmente intacto. Ello no quería decir nada, porque los «esnupis» solían improvisar con el material, pero se encontraba tan optimista que el detalle le pareció esperanzador.
Cogió el mando a distancia del televisor, anuló el volumen y lo encendió. Esperaba encontrar cualquier cosa salvo un documental sobre animales. Un águila descendiendo en picado. Una zorra agazapada bajo un árbol. Siete bestias cornúpetas, quizá retoños de rinoceronte. Una araña con un ojo en el vientre avanzando por la filigrana de la tela. Debajo, una muchacha mirando con cara de disgusto, pero no era nadie que Quirós conociera. En una esquina, el símbolo de National Geographic. Apagó el televisor y quitó la cinta. Había más, apiladas en una rejilla inferior, pero no quiso verlas. Mostraban títulos tales como: «Nebulosa de Serpens», «Asteroides de la Nube de Oort», «Escarabajos peninsulares».
Todos los «esnupis», por definición, eran unos pirados.
¿Dónde la tendría? En el cobertizo, lo más probable. Pero antes de entrar allí tenía que asegurarse de que no había nadie en la casa. O de que, si había alguien, dejara de haberlo pronto.
Se disponía a salir del cuarto de los juguetes cuando oyó un ruido. Abrió la puerta unos milímetros. Nada parecía distinto. Apagó la luz, salió y regresó al pasillo. Miró hacia la cocina. No percibió ningún cambio. Sin embargo, estaba seguro de que algo había cambiado. Se asomó al salón.
Nieves Aguilar estaba allí, mirándole. Aún llevaba su chaqueta sobre los hombros, pero todo el cabello se le aplastaba, chorreante, en la cabeza. Quirós se quedó contemplando aquella aparición repentina. Ella también lo miraba.