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No imaginaba, por ejemplo, que la niña dormiría en la misma habitación que la madre.

– No molestará, te lo aseguro -dijo Marta-. Tiene el sueño muy profundo y le di de comer antes de que llegaras. Pero no quiero llevarla a otro cuarto, por si se despierta. -Quirós la vio inclinarse hacia la cuna y mirar con ojos parpadeantes-. Es lo único bueno que me dejó ese cabrón.

No molestó, tal como la madre aseguraba. Solo durante un momento de la noche Marta abandonó las sábanas para librarla de una pesadilla pasajera. Era una niña pulcra y tranquila como la conciencia de un ángel. Quirós se dijo, además, que era una niña con suerte: porque hasta entonces había podido disponer de los pechos tiernos, la carne firme, los labios, las caricias del cuerpo de Marta.

– Comprendes, ¿verdad? -Se disculpó ella por la presencia de su hija.

– Sí.

Comprendió muchas cosas esa noche. La más importante, quizá, fue esta: que el amor podía experimentarse en un solo instante, y a partir de ahí cambiaba todo. El amor era como una cima en mitad de un camino recto; aislada, solitaria, luminosa. La meta de la vida no tenía por qué hallarse al final: podía estar en medio del trayecto. Luego la carrera proseguía, pero en dirección opuesta.

A partir de ese punto sus recuerdos se fragmentan: cree que vio a Marta sonreírle mientras iba de un lado a otro del dormitorio, desnuda, recopilando objetos para ducharse. También recordaba el instante en que regresó envuelta en una larga toalla blanca que caía hasta sus pies con el mismo húmedo abandono que su cabello rubio recién lavado. No era capaz, en cambio, de recordar qué estaba diciéndole ella en aquel momento. Pero se acuerda perfectamente del desconcierto que reflejó su rostro al descubrir que él ya estaba vestido, con el sombrero puesto, sosteniendo una columna de pañales y una caja de toallas higiénicas.

– ¿Qué haces? -Y de repente el terror de la comprensión arrancándole el color de la cara-. No -gimió, o quizá ni siquiera llegó a formar esa palabra, solo exhaló el aire como se exhala la mirada, con la misma terrible sencillez-. A ella no.

– Su padre la quiere -dijo Quirós guardándolo todo en la bolsa de tela que había encontrado junto a la cuna.

En la ventana parecían nevar flores. Es otro recuerdo de Quirós: la luz brillaba en las pelusas de primavera que llegaban del bosque cercano. «No puede llevársela -la oyó murmurar-, obtuve su…» Y de repente se detuvo frente a las palabras que empezaban a formarse: custodia legal. Un segundo después ella misma se echaba a reír ante el eco de aquella estúpida frase. Claro que podía. Lo legal nunca había estorbado a Aldobrando. «Por el amor de Dios -susurró, paralizada-. Por el amor de Dios.»

– Él es su padre -dijo Quirós.

– Es un monstruo. No puedes… No vas a entregársela.

Recordaba, igualmente, aquella furia que crispó las manos de ella, en nada parecida a la dulzura nocturna que le había ofrecido. Los empujones, los golpes rebotando en su pecho, los gritos: «¡No te la llevarás! ¡No se la darás! ¡Soy su madre! ¡Tendrás que matarme!». Y el nuevo peldaño de comprensión que alcanzó en ese instante, y que la hizo detenerse como si Quirós hubiese respondido a sus golpes con un puñetazo. Pero Quirós se limitaba a mirarla. Solo el silencio era brutal.

– Ya -dijo ella-. Ya -repitió-. Claro. Claro.

Sin duda, vio algo en la mirada de él que ni siquiera había visto en los momentos más intensos, con los ojos de ambos casi rozándose en medio de la noche. Quirós recuerda que estuvo a punto de preguntarle: ¿Qué ves en mi mirada? Le hubiese gustado saberlo para conocerse mejor a sí mismo. Puede que ella advirtiera la certidumbre, la solidez del guardián que, apostado junto a la puerta en arco de la torre, y únicamente tras un atento y despiadado escrutinio, deja pasar solo a los elegidos sin importarle a quién rechaza o admite. O puede que vislumbrara su lealtad ante los grandes señores, su obediencia ciega. Fuera lo que fuese, se supo indefensa. A partir de entonces ya no le exigió: solo le rogó.

Ciertamente, aquel no iba a ser un trabajo fácil.

– No me está escuchando.

– ¿Qué?

– Le preguntaba si cree que empezará a llover antes de que lleguemos.

– Depende de lo lejos que esté… Pero esas nubes tienen mal aspecto.

Mentía. O no contaba toda la verdad. Estaba seguro de que, antes que anocheciera, iban a quedar calados hasta los huesos. Pero no deseaba que la mujer pensara que se había arrepentido de acceder a su petición. Lo cual sí que era cierto por completo. Se había arrepentido desde el mismo instante de atacarla, pero no había tenido elección porque ella le había amenazado con ir sola. Y la conocía lo bastante para saber que lo haría.

La mujer estaba tensa. Quirós observaba de reojo cómo apretaba el bolso con aquellas manos pequeñas que ya no podían blanquearse más. Todo se debía a esa obsesión con el libro que la camarera le había entregado por la noche. Obsesión tanto más inexplicable para Quirós, cuanto que el libro, según le había dicho ella misma, no contenía nada.

– Dentro de la caja había una carpeta de anillas -le había explicado-. Faltaban todas las hojas salvo una. Safiya, que lo ignoraba, sospechaba que la señora Ripio las había destruido, pero no se atrevía a preguntarle para que no descubriera que me lo había enseñado. Vive atemorizada, la pobre muchacha. Da la impresión de que la dueña también la compró a ella cuando compró el hostal. Me harté, y esta mañana hablé con la señora Ripio personalmente. No mencioné a Soledad, no se preocupe. -Hizo un gesto tranquilizador hacia Quirós-. Le dije que era profesora de literatura, que estaba haciendo un estudio sobre Guerín y necesitaba datos. La presioné hasta que confesó. Cuando heredó los recuerdos de la antigua dueña, se creyó capaz de seleccionarlos. Descubrió esas páginas, empezó a leerlas y, según dice, sintió «vergüenza ajena» y las echó al fuego. ¿Se imagina? Qué burra. Asegura que eran pura pornografía. El propio Guerín destruyó todas las copias que tenía, salvo la que le regaló a don Francisco. La única hoja que encontré tenía una nota de puño y letra de Guerín. La he copiado.

Se la leyó, pero a Quirós no le importó, ni siquiera la entendió. Solo le importaba la mención de la cueva de la sierra. Era el mismo lugar que Casella le había dicho.

Decidió que lo mejor que podía hacer era acompañarla.

Y allí estaba, tirando de su coche como de un carro, subiendo la pendiente en medio de aquel asfalto curvo que cada vez se angostaba más. Para colmo de absurdos, no se sentía del todo triste: también albergaba cierta expectativa de misteriosa felicidad, como el niño al que han prometido que verá el mar por primera vez. Así era Quirós.

– ¿En qué pensaba?

– En nada. En la carretera.

– Ahí está el letrero -dijo ella-. Y ese debe de ser el camino.

El letrero contaba los kilómetros que faltaban hacia Ollero. El camino partía del arcén y se internaba en la sierra. Quirós se introdujo por él. Empezaron a brincar. Troncos rectos de árboles flanqueaban la vereda, tan rectos y casi tan lisos como los postes de un club de gogós en el que Quirós, una vez, había entrado a matar a un hombre. Llegaron a un cruce. Se abría otra vereda hacia una granja, pero continuaron por la misma. Avistaron el sendero y Quirós detuvo el coche. Tendrían que seguir a pie.

El aire parecía cargado de vigilancia. No le gustó aquella sensación. Filosas rachas de viento amenazaban su sombrero y hacían flotar la coleta rubia de la mujer. Los árboles se movían bajo el empedrado de nubes. Hacía bochorno, como el que precede a cualquier gran acontecimiento humano.

Quirós rebasó a la mujer, que había iniciado la marcha. Tendría que ser precavido, se dijo. Lo mas probable era que el «esnupi» no diera señales de vida, pero aun así, y yendo con ella, sería preciso andar con pies de plomo.

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