– ¿Por qué?
– No lo sé -dijo Safiya y se lo entregó-. No lo he leído. Pero la señora Ripio sí, y dice que nadie debería leerlo.
El jueves por la mañana las nubes oscuras, casi negras, que parecían haberse levantado de la sierra para avanzar hacia el pueblo, hicieron pensar a Quirós que la tormenta estaba cerca. Pocas veces había visto nubes tan ásperas y arrugadas, y tan negras, en increíble contraste con el cielo de verano que las rodeaba, aún resplandeciente y casi dorado.
Mientras se dirigía al ayuntamiento, sacó el móvil de Casella y buscó posibles mensajes. No había nada. El teléfono no había sonado en todo el día, Quirós lo sabía porque lo mantenía encendido. Tampoco el suyo había dado señales de vida: aquel doble silencio no le gustaba.
Menos aún le gustó ver tantos uniformes rondando cerca. Furgonetas oscuras se apiñaban junto a la puerta trasera, que estaba abierta, y por la que no dejaban de entrar y salir guardias civiles, policía nacional, municipal, incluso algunos militares. Todos parecían nerviosos y al mismo tiempo alegres, pero mudos, como si compartieran algún júbilo secreto, alguna fiesta sorpresa que se proponían dar a alguien y de la que Quirós no podía enterarse. Pero esa inquietud general le sirvió para poder entrar sin que le pidieran explicaciones. Halló a Gaos en la habitación de costumbre abrigado por una servilleta. En la mesa, un pollo extendido sobre una fuente plateada.
– ¿Cómo se dice? -preguntó Gaos retóricamente-. Hemos «incautado», ¿no, Centeno…? Hemos incautado dos docenas de pelis y más de tres centenares de polaroids… ¡Vaya material el del gemelo Casella…! Tienes manchas en la chaqueta…
Quirós observó la manga de su chaqueta azul.
– No tengo otra -dijo-. ¿Y las pelirrojas? -preguntó para cambiar de tema.
– Hummm, nos hubiese gustado incautarlas también, ¿eh, Centeno? Pero hemos tenido que despacharlas a Madrid en una furgoneta, acusadas de algo que en los libros de Derecho se llama de otra manera, pero que yo llamo «la complicidad del imbécil». El sueldo que les pagaba Casella no valía esos sofocos… De todas formas, gracias por avisarnos, Quirós… Moja el muslo en esta salsa y luego dime cómo está…
En otra mesa, el técnico Arcedo, recién llegado de Madrid, clasificaba las cubiertas de los deuvedés y los grupos de fotos manipulándolos con sus manos envueltas en látex. Trataba las fotos como si fuesen naipes triunfadores en una jugada decisiva de póquer cubierto: las miraba y depositaba, una a una, bocabajo, en tres columnas distintas. Arcedo era prognato y de calva aplastada como el cuerpo de un rodaballo. También estaba Centeno, de pie en un rincón, en mangas de camisa, frente a su ordenador portátil.
– ¿Qué habéis encontrado? -preguntó Quirós mientras robaba un muslo de pollo y lo impregnaba de salsa.
– A la nórdica. Ancha. -«Anja con jota», corrigió Centeno-. Y a otra del verano anterior, una ucraniana guapísima. -«Katya Kalasnikov», dijo Centeno-. Ambas viajaban solas, se hospedaron en el albergue y desaparecieron como si se las hubiese tragado la tierra. Pero resulta que la tierra era nuestro «esnupi». Cuéntale, Jaime.
– Tiene imaginación, el chaval -dijo Arcedo. Como tantos individuos feos, Arcedo era proclive a la suspicacia: lanzó una mirada titubeante a Gaos cuando oyó que este se reía-. Probaré el pollo, si me permites.
– Pero ¡cuéntale!
– Que mire las fotos. Hablan por sí mismas.
Quirós no las miró. En cambio, buscó una servilleta, porque la salsa le resbalaba por la barbilla.
– Y no solo eso -dijo Gaos-. Nuestra «prospección inversa» ha dado resultado. Díselo, Centeno.
– Cinco chicas más, de edades comprendidas entre los quince y los veinte, desaparecidas durante los últimos veranos en esta zona.
– ¿Qué te parece? -sonrió Gaos limpiándose los dedos-. Me refiero al pollo.
– Es bueno -dijo Quirós.
Como tantos hombres proclives a la suspicacia, Arcedo era proclive a la ironía. En aquel momento dijo:
– Para pollo, el tipo ese. -Señaló hacia algún lugar. Quirós no comprendió su gesto ni su broma, pero Gaos y Centeno lo celebraron con carcajadas.
De repente Gaos se puso serio.
– Compañeros, condenadme si queréis, pero os puedo jurar que al ver las de la ucraniana, sobre todo las de la ucraniana, atada con cuerdas negras a la cama, abierta de piernas…
Algo lo interrumpió. Se abrió bruscamente la puerta por la que había entrado Quirós y dos policías mantuvieron una apresurada conversación con Gaos que este zanjó con monosílabos. Cuando se marcharon, Quirós preguntó:
– ¿Por qué hay tantos policías? -Al tiempo que preguntaba se dirigía a la habitación de los interrogatorios, pero Centeno le bloqueó el paso.
– ¿Le descubrimos el plato principal, Centeno? -Gaos esbozó una amplia sonrisa-: Lo hemos arrestado esta mañana. Sí, al «esnupi». Debería llamarlo «presunto», pero tú me entiendes. En serio, no pongas esa cara. Cuéntale, Centeno.
– Los perros encontraron su ropa esta madrugada. Hecha una pelota. Estaba dentro de un cubo en el patio de la casa.
– La ropa es la que llevaba puesta la hija de Olmos, lo hemos confirmado -dijo Gaos-. Estaba toda, hasta sus braguitas y un pequeño cinturón, muy fino, que todavía me pregunto para qué le serviría… En casa del señor Teobaldo. -«Teologales», dijo Centeno-. Aún no sabemos dónde ha ocultado el cuerpo. Centeno lleva haciéndole preguntas mucho tiempo, quizá demasiado, incluso para un sordomudo de verdad… Pero terminará cantando saetas en la procesión, te lo juro.
Quirós se asomó por la puerta. El sordomudo del cementerio estaba sentado en una silla, desnudo de cintura para arriba. Aún era bizco. Sangraba. Hacía el mismo ruido al respirar que la punta de un cuchillo sobre un papel de lija. Tenía la boca llena de rosas rojas, frescas. Parecía un búcaro inclinado.
– Las heridas se las ha hecho él mismo -dijo Gaos-. Le gusta automutilarse, como a la novia de Bukowski en esa película vieja que se titula… Bueno, no lo recuerdo… -«¿Bueno, no lo recuerdo? No la he visto», bromeó Arcedo. Gaos pasó por encima de su estúpida burla sin detenerse-. En cuanto a las rosas, los vecinos nos dijeron que le dan ataques de asma cada vez que las huele. Por eso le hemos dado a probar algunas. ¿Para qué mancharnos las manos si podemos aprovechar una tara?
– Es el guarda del cementerio, y es sordomudo de verdad -dijo Quirós-. Si estás esperando a que hable, es que eres más imbécil que yo.
Gaos se rió hacia dentro.
– Pero qué pringado eres… Ya te lo he dicho: encontramos la ropa de la chica en su casa. No solo eso. Cuéntale, Jaime.
– También varias pelis -dijo Arcedo.
– Alguien las dejaría ahí para despistar -dijo Quirós-. Casella me aseguró que al «esnupi» lo protege mucha gente.
– Quirós. -Gaos lo miró con placidez-: Eres una mierda seca. ¿Lo sabías? Seca y vieja.
Quirós empezaba a enfadarse. Siempre le ocurría lo mismo con Gaos. A pesar de que sabía que eso era, precisamente, lo que Gaos pretendía, no podía evitar un punto de irritación. Recordó que, en su departamento, a Gaos lo apodaban «Caos».
– Quizá todavía siga viva… Y tú estás perdiendo el tiempo con un sordomudo.
– ¿Viva? -Gaos miró a su alrededor, como si no conociera el significado de la palabra-. ¡Viva…!
Tras arrojar los restos de pollo a un cubo, Arcedo había desgarrado otra bolsa de guantes de látex. En aquel momento sonrió, y su sonrisa sonó a desgarro.
– Quirós, Quirós… -Se lamentaba Gaos-. Hablamos de un «esnupi…» Secuestró a la hija de Olmos hace más de dos semanas. Hemos encontrado su mochila y sus ropas… ¿Crees que han estado jugando al mus?
– Tendrías que ver las películas -dijo Arcedo-. Casi es mejor que ya esté muerta.
– Tales of ordinary madness -dijo Centeno-. Es la película sobre Bukowski.
– Ah, sí -dijo Gaos mordisqueando una pechuga-. Gracias, Centeno.