Se disponía a acercarse a Borja cuando oyó:
– Esperad. -Era Belén, aún sosteniendo a Michigan-. Que nadie se vaya. La foto de despedida.
Se trataba de una costumbre del albergue. Luego la enmarcaban y colgaban en la pared del vestíbulo, como si fuera una promoción estudiantil. Volvieron a reunirse de pie sobre la arena, algo más juntos esta vez. De nuevo le tocó al lado de Fernanda y Mónica. (Ah, pero tu amor sigue estando bastante cerca, pasaréis a la posteridad.) «¡Hasta el próximo verano!», gritó alguien. «Vivan los novios», bromeó el barrigudo de las bermudas, el fotógrafo a quien Igg encargaba los trabajos, mientras apuntaba con la lente. «Decid "queso" todos a la vez.»
¿Falta algo más?, pensó casi con rabia cuando incluso las fotos terminaron. ¿Una entrevista para el periódico? ¿Un interrogatorio? ¿Alguien que deba demostrar su inocencia? La playa comenzaba a herir la vista como un trozo de hierba en el ojo. El grupo volvió a dispersarse y ella corrió detrás de Borja.
– Me han dicho que te marchas hoy, quería despedirme…
Años después, cuando se hizo adulta, llegó a recordar aquel momento de hielo como algo definitivo, una llegada o una sentencia. Él no contestó. O lo hizo con los ojos: la miró como si hubiese sorprendido los intentos de un insecto por saltar desde la hierba a su bota. Luego siguió caminando hacia el albergue, un brazo enroscado a la flexible cintura de Paz.
– Borja…
Lo vio desaparecer por las escaleras. ¿Qué le ocurría? Por un instante se quedó quieta. Siempre se quedaba quieta y callada, era su manera de responder a los acontecimientos. Pero entonces decidió hacer algo: entró en el albergue, subió al primer piso, se plantó en su habitación. Entre tú y él está esta puerta, se dijo.
Abrieron al primer golpe. «Quería despedirme de Borja», dijo. Los rasgados ojos de Paz la oteaban desde su perfecta altura; en ellos reinaba algo superior al desprecio: la ira de los dioses. Luego se apartó y terminó de abrocharse los vaqueros. «Te espero abajo, Borja», anunció.
El mundo se derrumbaba a su alrededor.
– Borja…
Él le daba la espalda mientras guardaba ropa en una bolsa. Su indiferencia era lo peor. Al menos ódiame, pensaba.
De repente él se volvió y la complació.
– ¿Cómo te sientes? Después de habernos traicionado, me refiero. -No le dio tiempo a replicar: la cubrió de insultos; a ella, pero también a sus padres, a todos los que habían tomado parte, alguna vez, con la imaginación o el deseo, en su concepción o su existencia-. ¡Has contado que participé en el sorteo! ¡Que me fui con Nuño y los otros esa noche! ¡Se lo contaste a ese policía calvo…! -«No», dijo ella-. ¿Sabes lo que me ha dicho que hará? ¿Lo sabes? -Le espetó. Su odio era feroz-. ¡Va a apuntarme en una lista de violentos y se la enviará a mi padre…! ¡A mi padre…! -Casi lloraba; al menos, respiraba llanto-. ¡Hija de puta, gorda de mierda…!
De repente, tras aquel estallido, pareció calmarse. Ella también estaba bastante tranquila, dadas las circunstancias. Sentía frío, un helor espantoso, pero eso era normal.
– Yo no hablé -dijo-. No conté nada.
– Lárgate. Para siempre. No quiero verte nunca. Ya no eres del grupo.
– Yo no hablé.
– Lárgate.
– Yo no hablé.
Se dio cuenta de que no era ella la que bajaba las escaleras sino sus pies, o sus zapatos de plataforma, que no le pertenecían. En el vestíbulo, Igg y Belén charlaban con el fotógrafo. Belén giró la cabeza y la miró por encima del hombro. Tuvo que apartarse para que Mario y Esteban entraran con la pancarta por la puerta. La pancarta decía: NO A LA VIOLENCIA. Al salir al exterior vio un campo de trigo azul peinado por el viento. Encendió la música en sus oídos mientras se dirigía a aquel trigal por el camino del espigón, deseosa de tenderse sobre las mieses y flotar en ellas.
El miércoles Nieves Aguilar decidió resucitar. Se duchó, se lavó el pelo, se puso una blusa sin mangas y un pantalón fino de color blanco. Al salir de la habitación sintió un mareo, pero no fue duradero. Jacinto, el hijo de la señora Ripio, se encontraba en la recepción, y su expresión embobada manifestó pocos cambios al verla. Ella se alegró mucho más cuando el sol y la brisa la rodearon. Solo hizo una parada para untarse crema protectora y ponerse unas gafas de cristales negros. Desde las alturas le llegaban rumores de ladridos y campanas. Llegó a tiempo a la misa, rezó, pidió por la muchacha, comió sin saborearlo el cuerpo de Cristo y, tras el oficio, aguardó un instante y entró en la sacristía. El padre Sebastián Toro se hallaba en el patio regando macetas en mangas de camisa.
– Tiene que haber otro libro -le dijo-. No pueden ser solo esos, padre. Algo que ella leyera y le impresionara tanto que le hiciera ir a algún sitio. Estaba en la caja de cartón, pero no entre los que usted me envió.
– ¿Y por qué tiene que ser un libro? -preguntó el padre Toro sin interrumpir su actividad.
– Porque ella le hacía más caso a los libros que a las personas. Y ahora es más urgente que nunca encontrar ese libro. Ayer me dijeron… -Se detuvo. Contempló las flores goteantes-. Me dijeron que habían hallado su mochila en la hierba…
– Su mochila -repitió el padre Toro-. En la hierba
– Estaban todas sus pertenencias, pero ni un solo libro, ni un cuaderno… -Le había preguntado aquel detalle a Quirós, y a él le había bastado una llamada para averiguarlo-. Nunca iba a ninguna parte sin sus cuadernos… Ayúdeme, por favor, padre. Me siento perdida… No sé qué hacer… Jamás me había pasado algo así… Pienso en ella, no puedo pensar en otra cosa, recuerdo su voz cuando me llamó… Es como si yo tuviera la culpa de todo… -Los sollozos comenzaron a derrumbarla. No llorarás, se había ordenado a sí misma antes de entrar en la sacristía, pero no podía impedirlo.
Algo la detuvo, sin embargo. En la cúspide de una flor, una cosa se retorcía con vellos erizados. El miedo, como un microscopio, le ofreció detalles terribles de unos ojos aceitosos y equívocos, una trompa hendiendo la suavidad, cartílagos atronadores. Ahogó un gemido. El padre Toro hizo un gesto y el insecto se elevó con un rugido diminuto.
– Mira esto -dijo.
No quería mirar: quería huir. Pero sabía que si abandonaba, si desperdiciaba esa última posibilidad de ayudar a la muchacha y se dejaba llevar por el miedo, nada de cuanto había hecho en aquel pueblo, ni siquiera su decisión de venir, serviría para algo. Perdería a Soledad por completo.
Se acercó, procurando que el padre Toro no percibiera la repugnancia aterradora que la invadía. En el aire flotaban susurros tenues, como aleteos de seda.
– Mira -repitió el cura. Ella se inclinó sobre su hombro. En la tierra de una de las macetas distinguió algo increíble: un cuerpo blanco, del tamaño de la mitad de su meñique, con prolongaciones que parecían mínimas extremidades. Era como una persona diminuta, un soldado de juguete desnudo y abandonado por un niño que, dotado de vida, se retorciera bajo los tallos-. Saxagenia Lia. A veces es una epidemia: va de planta en planta. Existe una larva gemela, la Rachelia, más pasiva. Lia y Rachelia. Los antiguos creían que provocaban sueños proféticos. Las abejas las transportan de un sitio a otro, ellas se introducen en las flores y ahí se quedan, creciendo y multiplicándose. -El padre Toro se incorporó. Hacía tiempo que había vaciado la regadera, pero seguía inclinándola, como si quisiera aprovechar hasta la última gota-. Este mundo es extraño. A mí me gusta la naturaleza, pero reconozco que hasta el paraíso tiene misterios, cosas ocultas. Y ya te lo dije: en este pueblo hay un mal… Aparenta ser pequeño, pero es como una epidemia…
Nieves Aguilar se dio cuenta de que el sacerdote la miraba por encima del hombro, muy quieto, mientras hablaba. De algún modo su quietud se asemejaba a la de una salamanquesa que brillaba como plata en la pared del patio.