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Cerró los ojos y volvió a ver el velo. Pero esta vez ocultaba algo. No bailaba: se retorcía morosamente sobre la tarima de la clase, un espacio estrecho formado por tablas anaranjadas. Entonces el velo descendió revelando el cuerpo de la muchacha, que se encontraba de espaldas y miraba hacia las tablas. O no: estaba escribiendo. Se acercó para ver lo que escribía, pero la muchacha se levantó inesperadamente, bajó de la tarima y huyó. Espera, le dijo.

Corrió por pasillos atestados de gente que también corría. ¡Rápido, rápido! Salió al exterior, era de noche. La muchacha le llevaba mucha ventaja. Iba desnuda, salvo el colgante de estrella. Pero eso no era obsceno, se dijo, porque se trataba de una niña: los pechos eran simples dibujos; el pubis no tenía pelo; el útero era blanco e incapaz de engendrar. Ella corría tras la niña en medio del bosque. Por suerte, el velo la ayudaba a no perderla de vista. En el bosque había sillas, sofás de piel, divanes y camas, todos quietos e invitadores bajo la noche. También cámaras, la actriz era ella. O las dos: la niña, que era hija de un empresario despiadado y se llamaba Alice, y ella, que se llamaba Hiedra. La niña corría para alcanzar una estrella que iba delante. Nunca había tenido relaciones íntimas con aquella niña, lo juraba sobre la Biblia.

El velo y la estrella se apagaron.

Escuchó unas cuantas palabras; vio una mano enorme colocando una bolsa en su cabeza. No: en la mesilla de noche.

– Le he traído esto de la farmacia. No pude venir antes… Tuve que encontrar una de guardia… Hoy domingo…

Otra cosa era el pudor, que nunca enfermaba. Pensó en las zonas de su carne que podían quedar a la vista y procuró taparlas. Estaba hecha una piltrafa, pero seguía siendo una piltrafa moral.

– Beba solo esto. En la farmacia me han dicho que es lo único… No agua… Y no coma nada.

– Manzanas -murmuró ella-. Arroz.

– Nada. -La voz era inflexible-. Nada durante un día.

Le escocía el… esfínter, así se llamaba. Se puso bocabajo. Descubrió que era una postura muy desagradable. No podía pensar en comida. La simple idea de ensaladilla rusa le repugnaba. ¿Se iba a morir? Tenía la vaga idea de que ciertas intoxicaciones con alimentos eran muy peligrosas. Quiso ir al baño, pero debía esperar a que él se marchara. No, no podía esperar. Abrió los ojos. Estaba sola.

Cuando regresó del baño recordó vagamente que Quirós había muerto.

Durante un rato, ya acostada, se aturdió con esta y otras posibilidades. Por ejemplo, que hubiese sido ella la que había recibido la paliza a través del cuerpo de Quirós. No en lugar de sino a través de, como si Quirós fuese un témpano y la enfriase a ella por simple contacto. O que aquella habitación fuese el purgatorio (ella no se merecía el infierno) y a él lo hubiesen condenado a ayudarla y a ella a soportar sus idas y venidas. O bien que solo fuera él quien estuviera muerto y la visitara como los sueños a las conciencias culpables.

Atardecía. Sentía calor. El azul del sol entraba por la ventana (porque el sol siempre es azul para los enfermos, se decía). Se destapó. Pero oyó la puerta y volvió a taparse. Quirós entró de perfil, con el sombrero ladeado. De sus inmensas manos colgaban varias bolsas.

– La señora Ripio me ha dejado una copia de la llave… Es para que usted no… Espero que no le importe.

– Al contrario -murmuró ella. Su presencia le daba miedo. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuáles eran sus intenciones? Se cubrió la cabeza con la sábana.

– ¿Cómo se siente?

– Mejor.

– Encontré una tienda abierta… Le he traído algo de comida, pero para mañana: jamón de York, manzanas, yogures. Le dejaré uno o dos yogures y el resto los guardará la señora Ripio en el frigorífico…

Se asomó tímidamente por el borde de la sábana y vio a Quirós agachado, de espaldas, manipulando algo. Su chaqueta tenía un descosido a la altura del hombro.

– Revistas de cotilleos… No sé si a usted… Bueno, aquí están. Lo de los libros es otro cantar. No hay ni una sola librería en todo el pueblo, y hoy domingo ya comprenderá… La señora Ripio me ha prestado uno. Se titula El… El abad…

– El abad de San Zeno -leyó ella desde la cama.

– En fin, ahí se lo dejo. Usted es la que entiende.

– Gracias, pero no tendría que haberse molestado… -Estaba fascinada con su enorme espalda. Quirós olía a colonia a granel; ella (y sus sábanas) a sudor.

– No es molestia. Luego vendrá la camarera a ver si necesita algo… Y la señora Ripio le hará mañana una sopa de arroz. Yo volveré al mediodía…

– Espere.

Tenía que preguntarlo, aunque no sabía cómo. Estaba inmersa en una sensación de completa irrealidad, como si participara en unas pruebas para interpretar un papel. El guión la obligaba a hacer una pregunta absurda: ¿Está usted muerto? Pero había cosas que recordaba claramente: los puños hundiéndose en el cuerpo de Quirós, y quizá también las navajas. Es cierto que todo había sucedido muy rápido y ella estaba borracha, pero aun así creía haberlo visto. Y ahora se percataba, además, de otro detalle sospechoso: aquella chaqueta no era la que él llevaba siempre, de color crema, sino una de color azul, más vieja.

– Déjeme verle -exigió.

Él se había puesto de pie. En ese momento giró hacia ella.

– Señora…

– Quítese el sombrero y las gafas.

– No me ha pasado nada…

– Quíteselos, por favor.

Pensó algo extraño: Qué avaro, quiere quedarse para él solo con todo el dolor…

– No me han hecho nada -insistía Quirós. Se quitó las gafas, pero no el sombrero-. Un par de cardenales… Eran casi niños… No llore… ¡No llore, caramba! -Hizo un gesto brusco, se marchó.

Regresó al anochecer. Ella estaba más tranquila. Creía haberse acostumbrado ya a las hebras y costras color lirio que puntuaban el rostro de Quirós. Se equivocaba. Volvió a llorar de forma subrepticia. Pensó en un símbolo que las monjas de su infancia le habían mostrado en el colegio: la lujuria, tuerta, tullida, tartamuda, coloreada como una sirena solo a ojos de quienes caen en tentación.

– ¿Ha ido a la policía?

– No he necesitado ni ir a una clínica a que me den puntos -dijo Quirós-. Vamos, por favor…

– Le hirieron con navajas…

– No, qué va.

Está mintiendo, pensó ella. ¡Quítese la chaqueta!, quería ordenarle. ¡Está usted muerto!, le diría. ¡Mire esas heridas abiertas, mire la sangre! Pero lo que dijo fue:

– Debí haberle ayudado.

– Por Dios, ¿qué iba a hacer? Usted no podía…

– Estaba borracha…

– Vamos, no diga eso… Además, me ayudó aunque no lo crea… Al aparecer usted, esos cobardes salieron por pies, ¿no lo recuerda? -Ella sacudió la cabeza. No recordaba nada, salvo los sueños-. No se preocupe más. He venido a darle una buena noticia. Mañana lunes viene un especialista…

– No lo necesito.

– No, no. Me refiero a… Ya sabe, a lo de Soledad. Es inspector de policía, un profesional con experiencia… Él se encargará de buscarla. Seguro que dentro de poco…

Ella se quedó mirándolo sin contestar.

Después escuchó el mar y supo que Quirós se había ido. La sed la abrasaba, pero solo bebió unos cuantos sorbos de suero. Tenía un sabor dulzón y denso de sirope que no dejaba de resultarle agrada ble. Se levantó y fue al baño. En el espejo contempló su rostro perfilado por la delgadez, los ojos como abalorios sueltos, la sobrefaz del sudor. Se vio enferma y solitaria, como arrojada desde kilómetros de altura a aquel cuartucho de hostal. Regresó a la cama y cogió el teléfono. Por favor, nunca te lo he rogado, pensó. Nunca lo he necesitado tanto como ahora. Por lo que más quieras, aunque eso que mas quieras no sea yo.

Dos timbres, tres. Su voz en el contestador automático. Decidió no dejar ningún mensaje. No quería regalarle, para su solaz, unas cuantas palabras quejumbrosas.

La verdad, temible, purificadora.

La desconocida del fular rojo que retiró la mano de su hombro en aquella exposición (¿era sobre Arnold Böcklin?) cuando ella se acercó; el hueco de silencio que obtuvo al contestar al teléfono cierta vez; los viajes imprevistos de fin de semana, las reuniones tardías que se prolongaban hasta la madrugada… Todo eso era la verdad.

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