– Tengo el gusto de presentaros Madrid en tiempo real. ¿Qué es?, os preguntaréis. Pues ni más ni menos que la primera novela de la historia escrita por casi un centenar de autores… -Se desataron murmullos. Por lo visto, nadie esperaba semejante información-. Así es, amigos: una novela. O, más bien, la primera parte de lo que será, sin duda, la novela del futuro. Como todas las grandes obras clásicas, comienza con el «érase una vez», el tiempo y el espacio de la acción: 13 de abril de 1999, a las 8 de la noche, en Madrid. -La mención de aquella fecha me sobresaltó. Escuché con renovada atención-. Decenas de escritores se han dedicado, durante esa única noche, a observar la ciudad desde diversos puntos y registrar los sucesos, nimios o importantes, que en ella han tenido lugar. Cada libro abarca 12 horas: hasta las 8 de la mañana siguiente. Ésta es, pues, la primera entrega. En poco tiempo aparecerá la segunda, con la descripción del personaje protagonista. Entonces vendrán los personajes secundarios. La novela irá surgiendo a golpes de azar, como la vida. Estará escrita a ciegas. Siempre soñé con editar una novela a ciegas. -Las carcajadas premiaron aquel curioso cinismo-. ¿Alguna pregunta, amigos? -Hubo una avalancha. Salmerón sonreía con aires de cofre cerrado-. No puedo adelantaros más. Eso sí, os diré que en Salmacis nos hemos fijado un objetivo primordial: que la creación sea rápida y, al mismo tiempo, perfecta. En nuestra época, la rapidez no debe estar reñida con la maestría. Y ahora, si queréis, pasaremos a…
– ¿Cuándo aparecerá el protagonista? -inquirió una de las voces desde el bosque de brazos alzados.
– Dentro de muy poco, os lo aseguro. El autor designado ya está trabajando en ello. Y no se tratará de un personaje simple: os encontraréis con una verdadera creación literaria, un individuo real, de carne y hueso, lleno de detalles humanos…
– ¿Será hombre o mujer?
Por la forma en que Salmerón sonrió, dio la impresión de que quería morder el aire.
– No puedo decirlo. Pero os aseguro que será perfecto. Y ahora, si tenéis la bondad de acompañarme…
Se apartó de los micrófonos y la rueda de prensa se deshizo. Todos corrían hacia la sala de exhibición. Intenté no quedarme atrás. Aquel absurdo discurso había despertado mi interés.
Atravesamos un amplio pasillo al aire libre flanqueado de tuberías y ventanas redondas como un transatlántico de lujo. Puertas de hangar permitían el acceso a la gigantesca sala, de techo cuajado de barras de metal y luces, como unos estudios de cine. El frescor y la sombra erizaban la piel; los focos hacían parpadear.
Pero la exhibición de libros era lo más increíble. Ni siquiera las hiperbólicas palabras de Salmerón habían preparado al público para aquel decorado.
Bajo la vigilancia del Ojo Escritor se extendía un gigantesco plano de la ciudad de Madrid. Ocupaba casi la mitad del suelo, más de 60 metros de largo de un extremo a otro. Encima de las calles, de los jardines dibujados, de las plazas y monumentos célebres, se hallaban los libros, encuadernados en tapas negras sin ilustraciones y reunidos en columnas o muros, como otra ciudad de ladrillos negros y páginas blancas alzada sobre la primera. Cada volumen se hallaba situado sobre el lugar que describía. Si éste era relativamente amplio o interesante, los libros se arracimaban como hormigas sobre una semilla pesada. Las carreteras perdidas, los extrarradios y las urbanizaciones residenciales contaban apenas con un ejemplar solitario en medio de un amplio vacío. Cordones de museo rodeaban aquel insólito espectáculo. Era una visión fascinante.
– Por supuesto, no están representadas todas las calles -explicaba un empleado de la editorial-. Tampoco todos los barrios. Hubiera sido imposible.
– Ése de ahí es mío. -Un individuo bajito con gafas gruesas señalaba un volumen disperso en la zona de Legazpi-. Doce horas viendo a la gente pasar y escribiendo mis impresiones… ¡Una jornada memorable!
– ¿Y la fecha de las descripciones es siempre el 13 de abril? -pregunté.
El empleado de la editorial y el individuo bajito asintieron.
La noche de mi accidente. La noche en que comenzó todo para mí. Observaciones sobre lo sucedido en diversos puntos de la ciudad.
Una idea se abría paso en mi cerebro con obstinada violencia.
Me acerqué al cordón de seguridad y me asomé de puntillas. El plano era fácil de rastrear, de colores y contornos precisos. No tardé en localizar la pequeña calle cercana a Alcalá donde se hallaba el restaurante La Floresta Invisible. Mi corazón era un tambor de pesados mazos. Sí, allí estaba, y había un solo libro sobre ella…
– Perdone. -Me dirigí al empleado-. ¿Cómo puedo examinar uno de los libros de la colección? -Hombre, depende. Algunos los tenemos a disposición del público, en aquellos mostradores. -Indicó la otra mitad del salón, donde se aglomeraban azafatas y mesas-. Pero todos, lo que se dice todos, sólo en el mapa. ¿Qué ejemplar desea en concreto?
Lo señalé, pero el hombre no se enteraba. Mencioné entonces el nombre de la calle, y el tipo se alejó en dirección a los mostradores. Me quedé contemplando aquel punto negro y lejano, aquella isla en medio del oleaje de calles pintadas. ¿Quién sería el autor? Daba igual. Quienquiera que fuese, rezaba para que sus palabras no me traicionaran, para que derrotaran mi amnesia y constituyeran mi memoria perdida, mi solapa. «Una solapa, una solapa, mi reino por una solapa», pensé. Recordé entonces al individuo que hacía de Shakespeare y me pregunté por qué me parecía tan importante averiguar su identidad. Lo busqué en vano entre la muchedumbre.
El empleado regresó meneando la cabeza. Lo sentía mucho, aquel ejemplar no estaba en los mostradores.
– ¿Y no sería posible cogerlo del mapa?
– Oh no, señor Cabo. Los libros del mapa están destinados sólo a exhibición. Pero no se preocupe: tendremos mucho gusto en enviarle uno a su domicilio.
Se lo agradecí; se alejó sonriente. Sin dudarlo un instante, alcé un pie, luego el otro, y atravesé la barrera acordonada.
«Es una locura -pensé-. Pero todo ha sido una locura desde que encontré ese párrafo en la libreta.»
Al principio mi timidez no puso objeciones: nadie se había percatado del delito. Comencé a avanzar hacia mi objetivo con la prudencia de un soldado en un campo de minas. La empresa se me antojaba muy semejante a desplazarme por el verdadero Madrid a determinadas horas: caminos bloqueados, densa lentitud, vacilaciones sobre la dirección a seguir… Las filas de libros edificaban un verdadero laberinto y yo debía elegir el mejor sendero para evitar tocarlos con el pie (lo que menos deseaba era ensuciarlos). Desde mi estratosférica altura distinguía nombres de autores y títulos, pero no tenía tiempo de saber qué zonas habían inmortalizado con sus plumas. Lo único que me importaba era no pisarlos.
No sé cuánto trecho recorrí hasta darme cuenta de que todo el mundo me observaba. Creo que me hallaba en Moncloa, o había alcanzado ya Princesa. Percibí entonces el novísimo silencio, la extinción de los ecos, el calor de las miradas que me oprimían sin tocarme. No quería alzar la vista, pero lo hice. Escritores verdaderos y falsos, dispuestos alrededor del cordón de seguridad, contemplaban mis evoluciones con el detenimiento y la seriedad de lápidas de cementerio. Hasta Homero se había puesto a observarme con ojos desmesurados, abandonando todo intento de fingir ceguera. Atrapado con un pie de puntillas sobre Callao y otro encajado en Princesa, erguido sobre los libros, yo no podía hacer otra cosa que sonreír, y mi mueca otorgó -creo- mayor ambigüedad a la aventura. Parte del público me devolvió la sonrisa, como si sospechara una inmensa broma. Incluso escuché débiles amagos de aplauso.
Finalmente llegué a la meta y extendí el brazo en medio de un silencio tal que me pareció que me sumergía en un lago.