Mi mano dejó de golpear la nariz para atacar la mesa. Las letras de la sopa bailaron.
– ¡Pero qué miraba, Felipe! -estallé-. ¡Haga memoria! ¿Qué miraba? ¡Usted tuvo que fijarse, hombre!
Comprendí que había provocado un pequeño desastre. Algunos clientes, incluso, volvieron la cabeza para observarnos. El encargado me contemplaba muy erguido. Le pedí excusas y le rogué que continuara leyendo. Lo hizo, pero de mala gana, con aire de dignidad ofendida. Pasó con rapidez un par de páginas y recitó sin entonación, de carrerilla. Logré entresacar los siguientes datos: que al pedir la cuenta, escribí algo en una libreta de mi propiedad; que de pronto me interrumpí, guardé el bolígrafo y la libreta, me puse en pie, pagué en efectivo, dejé una cuantiosa propina y corrí hacia las escaleras, «como si estuviera siguiendo a alguien que se marchaba» (y en este punto la esperanza me hizo sonreír, pero Felipe añadió enseguida: «o como si hubiera recordado algo; o como si huyera de algo que le perseguía; o como si una idea luminosa hubiera agitado las alas dentro de él»). La narración finalizaba con estas palabras: «Adiós, señor Cabo, le dije. Vuelva pronto, señor Cabo. Usted me ha enseñado lo que significa ser un gran escritor».
Tras esta última frase, cerró la libreta y se sumió en un silencio digno. «Esto es todo», parecía querer decirme. «Ahora es su turno. Crucifíqueme si desea.» Un camarero aprovechó la pausa para abandonar el segundo plato: solomillo con patatas cortadas en forma de letras. Pero la habilidad del cocinero sólo había conseguido crear jotas y aes.
– Muy bien. -Pinché una J y una A; luego otra J y otra A-. Escribe usted muy bien, Felipe.
Su reacción fue extraña, como si hubiera sospechado mis verdaderos sentimientos. Se envaró y frunció el ceño.
– Le recuerdo al señor que no soy curioso. La corneja, asegura la fábula, se volvió negra porque era curiosa. Si las piedras hablaran, dice el refrán, Dios sabe lo que dirían. Pero yo no soy piedra, y por lo tanto no hablo. Tampoco puedo adivinar el futuro. Vivo feliz y no envidio a nadie. A nadie, señor. Perdone usted.
Y tras decir todo aquello hizo una reverencia y se alejó. Saqué la libreta de la clínica y me apresuré a dedicarle el cuarto puesto de «Personas»:
4. Felipe: narigudo, insoportable, loco.
Me sentí mucho mejor. Aunque no recuperara la memoria, aquella libreta serviría, al menos, para desahogarme.
Una voz femenina empezó a cantar «Ansiedad» en una pésima grabación donde la palabra sonaba «Anedá». Pensé que me hallaba como al principio. El relato del encargado era ambiguo: yo podía haber estado contemplando a una mujer fascinante, sentido una súbita inspiración o disimulado un repentino cólico. Cualquier cosa era posible, y hasta probable, a juzgar por aquel texto. Y lo del oso me desconcertaba. Barajé diversas explicaciones: que era un párrafo irónico o simbólico; que se trataba de un apunte para una novela experimental; que era una broma; que no era nada.
De pronto, algo rozó mi mejilla. Una nariz. La brusca reaparición de su propietario casi me hizo saltar del asiento.
– Pero, en fin, si lo que desea usted es saber quién ocupó la mesa 15 aquella noche…
– Eso es exactamente lo que deseo saber -dije.
– Pues nada más fácil. ¿Ve a aquel señor? -Señalaba a un anciano calvo de gafas gruesas y aspecto humilde que inclinaba su oronda cabeza, como un toro manso, sobre las cuartillas en un velador del fondo-. Se llama Modesto Fárrago y es uno de nuestros mejores clientes. Viene cada noche y se dedica a describir a todos los comensales, mesa por mesa. Venga conmigo. Se lo presentaré.
III LO QUE ESCRIBIÓ MODESTO FÁRRAGO
– El señor Juan Cabo, el señor Modesto Fárrago.
Nos estrechamos la mano y el anciano me invitó a sentarme. Sobre la mesa se aglomeraban las cuartillas. El oso abrazaba jacintos de papel. Le expliqué el problema sin ofrecer demasiados detalles, pensando que pondría reparos a que un extraño revisara sus notas. Pero se alegró al saber que alguien deseaba leer algo suyo, y le pidió a Felipe las hojas del 13 de abril. Mientras aguardábamos me convidó a vino, y los camareros trasladaron allí mi segundo plato. Tuve tiempo de conocer a mi interlocutor: era un anciano robusto, casi completamente calvo, de cabeza amelonada, patillas níveas y piel muy tostada. El ostentoso armazón de las gafas denunciaba una miopía no menos notoria, pero ésta no parecía interferir en su labor. Afirmaba que era portero jubilado y que, en realidad, no había cambiado de oficio: seguía mirándolo todo «como una serpiente, sin parpadear», y contándole a los demás lo que veía.
– Nací en Ciudad Real. -Hizo una pausa, como si quisiera otorgarme tiempo para que asimilara este dato.
Y después:
– Yo no escribo, mire usted, yo describo. Me he recorrido España entera y he visto muchísimas cosas. Soy de los que han nacido para mirar y reflejar lo que ven… Me he dejado los dientes en esto. Cada uno tiene su historia -agregó. Ignoro si aún seguía refiriéndose a sus dientes-. Eso sí, se lo juro por la Santísima Virgen, jamás he mirado nada que fuera prohibido o pecaminoso. Hay cosas que no se deben ver, y cosas que se ven mejor con los ojos cerrados. No sé si me explico… Quiero decir que lo importante es escribir, no curiosear. Yo me siento y escribo. Por eso vengo aquí cada noche, porque aquí puedo hacerlo sin ofender a nadie. La gente viene a los restaurantes a ser mirada, ¿no cree?
Y al decir «no cree» sonreía con ternura y su rostro adoptaba una llamativa expresión de bondad que, misteriosamente, parecía legítima. Como si, a fuerza de mirar sin pasión, Modesto se hubiera convertido en una cosa que podía conocerse por completo sólo con mirarla desapasionadamente. Tenía que esforzarme en pensar que no era así, que aquella tranquila cazurrería poseía más de dos dimensiones. No hay alma que se muestre desnuda a disposición de unos ojos: esto lo sabía yo a pesar de mi amnesia. En sus guiños, en su lenguaje aparentemente improvisado, aquella Salomé tenía que reservarse, al menos, un pequeño velo. Pero sus tiernas sonrisas me provocaban a resumirlo. Y escribí, mientras él no miraba, en «Personas»:
5. Modesto: miope, «abuelo bondadoso».
La única concesión que hice al escepticismo fueron las comillas. Entre tanto, un camarero había traído una carpeta similar a la mía pero con el adhesivo: «Modesto Fárrago. 13 de abril. Noche».
– Lea lo que usted quiera, hombre -dijo el anciano, pasándomela-. Si esa mujer estuvo aquí, estará ahí.
Eran unas treinta cuartillas escritas por ambas caras. La letra era legible pero monótona, fruto de una intensa aunque rutinaria experiencia, como la del chapucero que coloca siempre los tornillos de la misma forma, a la vez irregular y perfecta. Las descripciones estaban encabezadas por el número de mesa, desde la primera hasta la última. Cada comensal merecía un solo párrafo. Si otro cliente había ocupado el mismo lugar, se le otorgaba un nuevo párrafo bajo idéntico epígrafe. Como es natural, había mesas dedicadas a los asiduos (como el propio Modesto, que ocupaba la 2, la única que no describía), y Fárrago los despachaba con breves líneas. En ocasiones, incluso sabía sus nombres. Por ejemplo, en la 5:
Mesa 5
Otra vez el desagradable de Gaspar Parra viene a practicar su deporte favorito. Ahí lo veo: pide sus cuartillas y aguarda la llegada de su primera presa.
La mesa 5 se hallaba cerca de la nuestra. Un individuo calvo y demacrado se erguía detrás, escribiendo con parsimonia mientras paladeaba una copa de pacharán. Quizá fuera Gaspar Parra, aunque yo ignoraba cuál era el «deporte favorito» al que aludía Modesto. Pasé la página, postergando adrede el descubrimiento de la mesa 15. Mientras tanto, castigaba con el pulgar la punta de mi nariz y mi pierna derecha desataba su seísmo particular.