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– Juan, quería decirte… quería que supieras que…

Titubeó, como si la confesión que iba a hacerme fuera especialmente vergonzosa.

– Juan, la mujer de tu párrafo soy yo.

VIII EL AMOR ES UN LABERINTO

La revelación me dejó asombrado.

Sí, habíamos coincidido la noche del 13 de abril en La Floresta Invisible. Ella había llegado antes y me había visto entrar. Me recordaba perfectamente, porque, debido a su trabajo, conocía a casi todos los escritores profesionales. Moño y vestido eran los mismos que llevaba aquella mañana en las oficinas de Neirs. La única diferencia: no se había sentado en la mesa 15. Pero desde mi sitio era perfectamente posible ver su espalda, de modo que no era erróneo afirmar que ella ocupaba «una mesa solitaria frente a la mía». Qué coincidencia. Las coincidencias son como el amor y la literatura, igual de absurdas y desatinadas. Las coincidencias son la novela de Dios, que también es escritor, como todo el mundo.

Se había enterado de mi caso a través de Neirs. El detective, a quien ella visitaba regularmente para obtener nombres de futuros clientes, había notado mi asombro al verla al fondo del pasillo. Cuando me marché, le comentó mi problema. Neirs sabía que Musa, debido a su profesión, frecuentaba lugares como La Floresta. «Ya tenemos solapa, Musa: eres tú», le había dicho. Lo único que restaba por aclarar eran los detalles literarios: la repetición de frases, los párrafos posiblemente enmendados, etcétera, pero Neirs sospechaba que todo esto tendría una explicación muy fácil. Le había pedido a la modelo que no me dijera nada todavía, pero ella había decidido quebrantar su voto de silencio.

– ¿Por qué? -pregunté.

Entornó los párpados, jaspeados de tonos ocres.

– Porque leí lo que escribiste sobre mí.

Neirs le había mostrado el párrafo de la libreta. Ya podía imaginarme, dijo, ¡había leído tantas cosas sobre su persona!… Estaba acostumbrada a su propia descripción. Pero la sencillez, la espontaneidad de aquellas tranquilas frases -Me he enamorado de una mujer desconocida-, aún la fascinaba. No recordaba haber despertado jamás una pasión tan repentina. Y mientras decía esto, su cabeza de cabellos lacados asentía, y sus ojos se licuaban de admiración, y de amor, y de literatura, y de coincidencias.

Yo la escuchaba emocionado. Mi corazón latió voluptuosamente durante los 10 minutos que duró su confesión. Un detalle me agobiaba, sin embargo. Musa parecía considerar el párrafo como una declaración sincera procedente de un alma arrobada. Yo no estaba tan seguro. Quiero decir que era lógico pensar que el 13 de abril yo había sufrido un flechazo al contemplar aquella silueta con olor a perfumería, ojos abovedados de azul grisáceo, busto cimero y voz con matices de alfombra o abrigo de pieles. Un testigo imparcial hubiera elegido a Musa entre mil como protagonista indiscutible de «Me he enamorado de una mujer desconocida». Pero en aquel momento, en aquel preciso momento del café de Ópera, los ecos de mi presunta pasión habían desaparecido. Juro que me esforzaba por volver a experimentarla, por reconocer que el amor no es amnésico y ha de persistir -como la cicatriz de una quemadura- en algún repliegue del alma. Pero, a bote pronto, sólo lograba identificar una erección. Miraba a Musa, escuchaba a Musa, suspiraba y sonreía en simetría con Musa, pensaba: «¡Es ELLA! ¡Por fin!», pero lo único que percibía era que mi pene (que no tiene ojos y no sabe lo que es la literatura) tensaba peligrosamente la bragueta.

Y no podía olvidar a Don Cara Fofa, que seguía mirándome y deslizando la pluma sobre el cuaderno. «Quizá es este tipo quien me impide emocionarme», razoné. Porque él había organizado aquella cita (aunque Musa insistía en que me habría llamado de todas formas), y eso, naturalmente, restaba espontaneidad a la situación. Por si fuera poco, ignoraba si la modelo era sincera. Sin ir más lejos, aquella misma tarde la había visto improvisar una escena de magreos invisibles para un japonés. «Quizá haya recibido instrucciones para mirarme así -pensaba-, o para ejecutar este simple gesto que acaba de hacer ahora con la mano Hasta puede que haya memorizado un guión.» La angustia empezaba a resultarme insoportable. No podía saber si lo que ella me había dicho ya estaba escrito.

– ¿Te pica la nariz? -preguntó de repente.

– No. -Detuve mi tic-. Es que estaba pensando.

– ¿En qué?

– Me molesta un poco la presencia de ese hombre -dije en voz baja-. ¿No podríamos irnos a otro sitio?

Consultó la hora en su fina muñeca. «No te preocupes -dijo-. Ya terminó el trabajo.» Y como si la hubiera oído, Don Cara Fofa cerró el cuaderno y bajó del taburete.

– Por favor, Juan, no le digas nada. Ni siquiera lo mires. -Musa hospedó mis manos entre las suyas-. Ya terminó todo. El se marchará y nosotros también. No ha sido tan malo, ¿verdad?

Sí, había sido muy malo, pero no quería decírselo. Con el rabillo del ojo espié a Cara Fofa mientras se iba, y hube de hacer verdaderos esfuerzos para ignorarlo. «En otro momento averiguaré lo que buscas de mí», pensé. Desvié la atención hacia los ojos de Musa y vi pura belleza azul pigmentada por los destellos de la lámpara, como el visitante de un acuario asomado al estanque de peces tropicales. Pero sólo eso: belleza. ¿Hasta qué punto hay sinceridad en tu mirada?, me preguntaba. Cuando el hombre desapareció, nos pusimos en pie. Los zapatos de tacón la elevaban a lo inaccesible; yo llegaba un poco más arriba de sus generosos pechos. Los pezones, punzando la tela del jersey, me miraban como ojos vendados.

– Te invito a tomar la última copa en mi casa -dijo mientras recogía el bolso y el tabaco. Pero en vez de caminar hacia la salida se dirigió al fondo del café, hacia unas cortinas rojas.

– Vivo aquí -comentó. Y apartó las cortinas.

Vislumbré el interior de un portal. Subimos en un ascensor casi instantáneo hasta un brillante pasillo con una sola puerta al fondo, de color violeta. Sus tacones se hundieron en el felpudo de la entrada. El piso olía a perfumes encerrados. Las paredes, de colores chillones, estaban horadadas de nichos con figuras. El sofá parecía la mesa; la mesa, de espumillón rosado, semejaba la almohada. Las cortinas de papel mostraban un dibujo a tinta china de Picasso sobre toros y minotauros. Musa las descorrió electrónicamente. Refulgió bajo la noche el resplandor horizontal de la Plaza de Oriente.

– ¿Te gusta mi guarida? -preguntó.

Asentí. Claro que me gustaba; estaba fascinado.

Abandonó la boquilla en un cenicero que temblaba como un náufrago sobre la balsa rosada de la mesa; se quitó el fular y dejó que planeara hacia el sofá. Entonces se acercó a un mueble de curioso diseño. Era una maqueta del Teatro Real del tamaño de un velador de baja altura. Abrió el techo, y el interior fulguró de bombillas y espejos y expulsó la obertura de Carmen a través de altavoces en miniatura. Se inclinó y sacó una botella de martini, otra de champán y otra de whisky. Volvió a cerrar la tapa y la música cesó. «Un mueble bar precioso», comenté por decir algo. Sonrió y dijo que un decorador alemán lo había diseñado expresamente para ella. Durante un par de minutos contemplé cómo se dedicaba, con gran habilidad, a preparar la bebida. Molió hielo y agitó una coctelera sobre una barra color verde hierba. Abanicos de luz desvelaban, en la pared, la colosal foto de estudio de una mujer desnuda y arrodillada, los brazos envolviendo las rodillas, el rostro oculto entre las piernas, un moño pequeño como un chichón, todo el cuerpo en azul pavo real sobre fondo blanco. Demoré un instante en percatarme: era Musa. La Musa real, de pie frente a la foto, parecía lejana comparada con aquella enorme anatomía.

– A ver si te gusta. -Me entregó el cóctel-. Dicen que lo preparo bien.

El vaso (no podía ser menos) parecía la copa del Grial; su borde estaba repintado de oro. La vi arrellanarse en un diván rojo, cruzar las piernas y dejar caer una guinda en la bebida (hizo «pluc»). Alabé el cóctel sin exagerar. Ella sonrió, y una de sus bellísimas rodillas, al alzarse, imitó la forma y el paisaje de una cremosa cumbre nevada de montaña. ¿Me apetecía cenar? Podía preparar algo en un minuto. No, no, gracias, yo ya había cenado (era mentira; en realidad no sentía hambre, ni siquiera sed). La bebida me mareaba, también la decoración. Pero lo peor era Musa: sus largos muslos revelados por la tensa gruta de la minifalda; su sonrisa cazadora, disparada con puntería hacia mis ojos como un perfecto fogonazo. Me entraron unas ganas enormes de escribir: casi se igualaron a las que tenía de orinar y de satisfacer mis impulsos eróticos. En aquella casa, con aquella mujer, bebiendo aquel filtro, la ficción literaria surgía casi sin esfuerzo. Comencé a mover una pierna en un tic mecanográfico.

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