Y de repente, como la fanfarria que anuncia la llegada del héroe:
– Lo cierto es que me las llevo a casa… y por eso nadie ha modificado las que escribí la noche del 13 de abril.
Me precipité al vacío, y el auricular, de pronto, era la única rama a la que podía aferrarme.
– ¿Cómo dice?
– Hombre, está claro, ¿no?… Hum… Cuando usted leyó el párrafo de Modesto y el suyo… y después escuché el de Gaspar… Me di cuenta enseguida, porque soy poeta…
– ¿De qué se dio cuenta?
– Los tres acaban en la misma frase… Como un estribillo…
Las cuartillas seguían en mi chaqueta, que estaba en el dormitorio. El teléfono era inalámbrico, así que corrí hacia allí mientras Grisardo hablaba.
Me bastó una ojeada para comprobar que tenía razón (tú, lector, ya lo sabrías, porque lo habrás leído): «repleto de fantasía», decía el final de mi párrafo; «repleta de fantasía», decía el final de los otros dos.
– En mi opinión, los ha escrito la misma persona, y ésa es su firma… Hum… Lo que no comprendo es por qué lo ha hecho. ¿Qué se gana sustituyendo unas cuartillas por otras?
«Suprimir las que hablaban de esa mujer», pensé.
– ¿Y usted? -pregunté con un hilo de voz-. ¿Escribió algo sobre la mesa 15?
– Claro que sí.
Hubo una pausa de «hums». Durante ella me convertí en piedra. El teléfono se hallaba empastado en mi oreja de cemento. Sólo Grisardo podía liberarme si pronunciaba las palabras exactas. Y he aquí que el bendito poeta las pronunció. -Usted tenía razón: había una mujer en la mesa 15. Yo le dediqué un poema.
V LO QUE ESCRIBIÓ GRISARDO
Luces, cristales, penumbra, quietud, recuerdos como fantasmas o como fotos con flas: el universo del insomnio es complejo y literario. Apostaría, lector, a que me abordas en la tensa placidez de tu dormitorio durante una noche sin sueño, quizá para cogerlo, quizá para postergarlo. El ocio actual es nocturno; ahora las musas son lechuzas. Cines, exposiciones, dramas, ballets, libros, sexo, fantasía… ¿Qué otras horas, si no las lunares, nos reserva esta diurna sociedad para practicarlo todo? Cultura, placer y bostezos se han hecho, por fin, inseparables. Recuerdo mi batalla sobre la almohada aquella noche, después de que Grisardo telefoneara. Pero luchar contra el insomnio es perder de antemano, porque nadie puede dormirse luchando. Harto de espiar el camuflaje de sombras de las paredes, me levanté y fui al despacho. Trabajé durante el resto de la oscuridad que quedaba. El texto fue apareciendo a golpe de tecla en la luminosa ventana del ordenador. Hablé de ella, del poema que Grisardo aseguraba haberle dedicado, del supuesto falsificador de cuartillas del restaurante (¿sería el encargado?, ¿o el tipo de la cara fofa?) y de los oscuros motivos que habría podido tener para suprimir los párrafos que se referían a la mesa 15. Me pregunté muchos porqués a los que apenas supe dar respuesta. Concluí que no, que no estaba enamorado (¿de qué iba a estarlo?, ¿de una espalda y un moño?). Que entre una mujer desconocida y la soledad, prefería esta última. Que lo mío era sólo intriga.
Naturalmente, fue entonces cuando me dormí. Ninfa me rescató a la mañana siguiente, viernes 23 de abril, soleado y azul 23 de abril, sombrío e inolvidable 23 de abril, cuando entró en el despacho con el correo.
– Ay señor, que se ha dormido escribiendo.
En efecto, la mejilla derecha me dolía. Palpé huellas de diminutas lápidas alfabéticas en la piel del rostro. El ordenador seguía encendido y yo me había dormido de bruces sobre el teclado. En la pantalla se hallaba el absurdo resultado de mis cabeceos (lo archivé como curiosidad):
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¿El guión de mi inconsciente? ¿Un simple desatino de mis pómulos y la gravedad? ¿Cómo podía definirse aquello? Fuera lo que fuese, razoné que era un texto tan válido como cualquier otro. Había «salido» directamente de mi cabeza, sin el auxilio de la inspiración o la experiencia, sin la falacia de la gramática, siquiera sin el concurso útil pero equívoco de las manos. Aquél era el párrafo más sincero, más intensamente personal que podía producir un escritor, pensé. Un psicoanalista tendría un orgasmo leyéndolo. Y quién sabe si un Joyce no tendría otro plagiándolo. Pero mi desaforada percepción quiso encontrar orden en el misterioso revoltijo, y señalé conjuntos (en el texto que he reproducido van en mayúsculas) que convenían a mi hipótesis. ELLAYO. YOELLA. Deduje que el azar del sueño lo atestiguaba: estábamos indisolublemente unidos, ella y yo, yo y ella.
Durante el tardío desayuno:
– Ay señor, se me olvidaba. El señor Salmerón llamó dos veces anoche. Le dije que usted había salido a cenar y me dijo que volvería a llamar hoy.
Consulté la hora y decidí que lo más urgente en aquel momento era acudir a la cita con el joven Grisardo. Nuestra conversación telefónica había terminado así: yo deseaba conocer el poema y él me había invitado a su casa aquella mañana. Pedí a Ninfa que me excusara ante Salmerón si volvía a llamar. «Dígale que sigo durmiendo. O que he tenido que ausentarme.» Pensé que si mi criada aducía ambas explicaciones estaría diciendo la exacta verdad, porque me sentía, a la vez, ausente y dormido, dormido y ausente. En el taxi, azotaba mi nariz con el pulgar mientras hacía temblar la pierna derecha. La impaciencia por conocer el poema me devoraba. ELLAYO. YOELLA. Y después, aquellos extraños celos… ¿Literarios? ¿Amorosos? No lo sabía, pero me irritaba imaginar a Grisardo inspirándose en ella al mismo tiempo que yo. El poeta y el novelista, interesados en la misma dama. Pero era el poeta quien la recordaba. Era el poeta quien la ensalzaba. El poeta había descubierto al falsificador de cuartillas. Si YO encontraba a ELLA alguna vez, sería -no podía dejar de pensarlo- gracias al poeta.
La zona era la de Malasaña, en una calle donde la basura y los escombros competían por la supervivencia. Deduje el portal por eliminación, ya que el número estaba borrado. Cuando me disponía a entrar, un anciano de pelo blanco alborotado apareció en el umbral. Nos dimos los buenos días. «¿A quién busca?», preguntó. Y cuando se lo dije:
– Ah, usted debe de ser Juan Cabo.
Asentí, sorprendido. El viejo me miró fijamente y me pasó una mano por el hombro, invitándome a acompañarlo. Olía a naftalina. Me dijo que se llamaba Eustaquio Cuadrado y era vecino de Grisardo. Se dirigía a un bar cercano a jugar al dominó. Añadió:
– Tengo que darle una mala noticia.
Me lo explicó por el camino. Todo había sucedido aquella misma mañana. Ya se habían marchado los últimos testigos de la tragedia: la ambulancia, el forense, la policía y el juez. Grisardo había elegido un libro para suicidarse. Lo cortó por la mitad, para que le cupiese en la boca, y lo deglutió con fúnebre paciencia, mascando y empujando con los dedos hasta que las páginas rebasaron la úvula y lo ahogaron entre una explosión de náuseas. Dejó una nota manuscrita confesando sus intenciones. Tuvo la precaución de llamar a la policía para que vinieran a recoger su cadáver: no quería molestar al vecindario con un hedor demorado. Siempre había sido muy cuidadoso. Incluso se preocupó de suministrar, en nota aparte, información bibliográfica sobre el libro en cuestión: título, año de edición, autor. Yo había estado escuchando al viejo con el sentimiento de incrédulo horror que cabe suponer, pero al llegar a este punto no pude evitar pensar que acaso se trataba de una de mis obras. Supongo que debe considerarse la reacción típica de cualquier novelista: nos duele que el libro mencionado no sea nuestro. Pero era -dijo Eustaquio- un breve ensayo titulado La ilusión, de un filósofo cuyo nombre no recordaba. Quizá Grisardo lo había escogido por la brevedad, ya que así podía partirlo más fácilmente. O quizá había querido elaborar con el título un triste juego de palabras o una parábola, vaya usted a saber.