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Al descorrerse las franjas de papel, Cabo se sintió el único actor de una obra cuyo texto había olvidado. Musa lanzó un grito horrísono y retrocedió. Bruscamente, un deseo poderoso, mamífero, tensó las entrañas de Cabo. Pero al arrojarse sobre ella golpeó con el vientre la maqueta del Teatro Real, provocando que el techo se abriera y surtiera a chorro la obertura de Carmen. Su víctima, aprovechando la oportunidad, huyó de la habitación. Cabo la siguió tambaleándose. Tac, tac, tac, tac. Los zapatos de ella dejaron de resonar por los pasillos. Sus gritos se deshilacharon a kilómetros de distancia. Pronto, nuestro héroe comprendió que la había perdido. Corredores y puertas, bifurcaciones y paredes, surgían al azar en cada esquina. Pero Cabo se fijó en las líneas de colores que surcaban el parqué, y, poseído por una idea repentina, se dedicó a estudiar sus recorridos: unas se desviaban por la primera bifurcación, otras por la segunda, el resto continuaba hacia el fondo. Pensó en la posibilidad de que se tratara de una especie de pista. Acaso Musa tenía la casa preparada para ese juego. Eligió la línea roja (quizá porque en aquel momento lo veía todo de ese color), fina como un hilo o como el subrayado de un texto, y la siguió, caminando encorvado para distinguirla. Dos pasillos más allá, la línea doblaba en dirección a una puerta cerrada. Todo era silencio. Cabo abrió la puerta de improviso. Vio un dormitorio. La cama era redonda y verdosa, como las paredes; el techo y el suelo, negros; los muebles y biombos, carmesíes. Musa se hallaba sentada en la cama, las manos en las rodillas, la falda replegada en la cintura, el torso jadeante. Al ver a Cabo, lanzó un nuevo alarido, dio un brinco (se había quitado los zapatos) y corrió hacia un rincón, apoyando la espalda contra la pared. Él se acercó, encorvado y resollando (en parte por fatiga, en parte por asustarla) y ella se llevó una mano a los pechos y otra al pubis y los amasó como pan tierno por encima del conjunto beige y revuelto. «¡No, no, atrás! -clamaba-. «¡No, por favor! ¡No, por favor!». (Él sospechó que la habitación estaba insonorizada.) Tras un instante de vacilación, Cabo flexionó las piernas, tomó impulso y dio un salto selvático. Musa se arqueó, golpeando con el hombro un espejo en forma de sol que colgaba de la pared, al tiempo que alzaba una rodilla y soltaba un aullido extrañamente realista. Cabo descubrió entonces que, al saltar, había aterrizado sobre uno de sus pies descalzos. Percatarse de aquella inefable torpeza extinguió su energía por completo, de cabo a rabo y de rabo a cabo. Y otro detalle: el suelo del dormitorio -ahora se fijaba- se hallaba decorado aquí y allá con huellas blancas de pies y líneas rojas y verdes, como los planos sobre los que aprenden a moverse los bailarines. En la esquina en que se encontraban ambos podían apreciarse dos pares de huellas enfrentadas: Musa pisaba, casi exacta, un par, pero las plantas de Cabo reposaban completamente fuera de las que, acaso, les correspondían. «Por eso la he pisado», pensó, y se movió para corregir el fallo. Al levantar de nuevo la vista, observó por casualidad el espejo que ella había golpeado.

Y sorprendió al hombre.

Se hallaba a su espalda, asomado tras uno de los biombos. Sostenía pluma y cuaderno y tomaba notas mientras contemplaba a la pareja. Su brazo derecho parecía sufrir una crisis epiléptica de inspiración. De sus labios colgaba un hilo de saliva. No se trataba de aquel a quien Cabo apodaba «Cara Fofa» sino de otro, no menos repugnante, sin embargo: de pelo blanco cortado a cepillo, mandíbula prominente y ojos diminutos y bestiales. Su mirada era una enciclopedia de la crueldad. Jamás (podemos asegurarlo) se había sentido Cabo más ridículo en toda su vida. Se volvió hacia el hombre, que, al darse cuenta de que había sido descubierto, desapareció tras el biombo. Cuando retornó a Musa, comprobó que ésta había interrumpido la actuación y lo observaba pálida y tranquila como un maniquí. Los ojos de Cabo, inundados, hicieron trizas el hermoso semblante de la chica.

– Juan, por favor, sigamos -musitó ella-. No te preocupes por él: es un cliente.

Se preguntó si aquel tipo también había exigido que fuera él, Juan Cabo, quien interpretara el papel del violador, o era idea de la maravillosa Musa Gabbler Ochoa, murmullo, estallido de burbuja y aliento final. «De esta forma, un mismo tío te sirve para dos sesiones, ¿eh?», pensó. La rabia le impedía formar palabras; sus labios se movían en el aire como las manos de un ciego. Dio media vuelta y salió corriendo de la habitación, no sin antes propinarle una fuerte patada al biombo, que tembló de arriba abajo sin caerse, como él mismo. Musa lo llamaba. La ignoró. Regresó sobre sus pasos observando el subrayado rojo. Nadie lo seguía. En un momento dado, miró al suelo y ya no vio la línea conductora. Atravesó paredes amarillas, puertas azules, esculturas rosadas. Aquella casa le asqueaba. «¿A cuántos más habrá invitado a copiar la escena?», se preguntaba. Veía escritores en las tres dimensiones: aplanados bajo la alfombra; cilíndricos, tras las cortinas; esféricos y encaramados como arañas en las lámparas del techo. Los veía camuflados, irisados, teñidos como camaleones, burbujeantes como espejismos, azogados en los espejos, fundidos en el diseño. Escritores que miraban, escritores que escribían, escritores, escritores.

– ¡Escritores! -aulló, al mismo tiempo que un diablo barbudo lo gritaba desde una repisa. Cabo cogió un cenicero de piedra y destrozó su rostro (que era el mío, o sea, el de él, el de Juan Cabo) en el pequeño espejo camuflado. Aquel estúpido desahogo lo calmó un poco. Advirtió entonces una puerta doble, la abrió, era el salón.

Recogió la chaqueta y las gafas y se largó.

En el Madrid nocturno, una luminosa valla publicitaria se erguía sobre los edificios. Cabo la vio desde el taxi. Mostraba el anuncio de Salmerón: el Ojo Escritor. La valla parecía mirarlo a él mientras él la miraba a ella. Recordó que la colección Madrid en tiempo real se presentaría aquella misma mañana de domingo en el Parque Ferial, a las doce, y que él tenía la obligación de asistir. «¡Escritores, literatura, ficción, mentiras!», pensaba. Su estado era lo más parecido al del hombre que se vuelve alérgico a sí mismo. Y cuando el taxi se detuvo en un semáforo, aulló (pero no, no lo gritó, sólo lo pensó como un grito; ahora yo me desahogo por él, otorgándole un sonido desgarrador):

– ¡FIN DEL CAPÍTULO, ESCRITORES!

IX LA LITERATURA ES UN LABERINTO

Dormí mal, me levanté tarde. Era un domingo soleado y algo frío. Me vestí maquinalmente para acudir a la presentación en el Parque Ferial. Después abrí la libreta y anoté «vacía» junto a «perfecta» en la línea de Musa Gabbler. «Perfecta» y «vacía» eran las palabras que mejor la resumían. No me dolía tanto su engaño como el motivo de éste; si lo hubiera hecho para su disfrute personal no me hubiera importado, pero que lo hiciera por su trabajo resultaba denigrante. Ahora ya me daba todo igual. El hipotético falsificador de cuartillas, el supuesto asesino de Grisardo…, todo me traía sin cuidado. El lunes llamaría a Neirs para decirle que dejara el caso. Ya sabía lo que quería saber: quién era ELLA. Y mejor hubiera sido, concluí, si no lo hubiera sabido nunca.

El sol arañador y el torrente de viento frío que penetraba por la ventanilla del taxi hicieron que me sintiera mejor. La entrada sur del Parque Ferial asemejaba una gloria pequeña: banderines agitándose como alas de ángeles; fanfarria de coches y autocares; policías resplandecientes; periodistas enarbolando cámaras y micrófonos plateados. Era como entrar en Camelot. De forma absolutamente imprevista, aquella visión me reanimó.

En el interior del vasto recinto reinaba ambiente de aeropuerto. El espectro científico del aire acondicionado me estremeció. Letreros azules colgados del techo promovían un bilingüismo equitativo: Entradas, Tickets; Acreditaciones, Registrations. Flechas y símbolos lógicos desafiaban la inteligencia abstracta. MADRID EN TIEMPO REAL, LA LITERATURA DEL NUEVO MILENIO, se leía en una inmensa pancarta situada detrás de los mostradores. Flotaban los flases en la distancia como una tormenta de juguete. Las azafatas, anguilas en azul sonriente, se deslizaban aquí y allá, portando papeles y peinados. Una de ellas me colocó un adhesivo en la chaqueta con las frases publicitarias de la colección.

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