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El vestíbulo estaba abarrotado. La gente alzaba la mano ejercitando ese acto de juramento social que es el saludo a distancia: «Hola, juro que desearía hablar contigo, pero ahora no dispongo de tiempo». Algunos individuos se detenían para interesarse por mi salud. Mi amnesia no me permitió reconocerlos, y «bien» y «gracias» se convirtieron en las palabras que más veces pronuncié durante todo aquel vagabundeo. En cambio, identifiqué a varios escritores muertos. Estaban mezclados con los vivos, y sólo se diferenciaban por el traje de época y el libro que llevaban bajo el brazo. Deduje que constituían parte de la promoción publicitaria: pobres diablos disfrazados de celebridades. La confusión surgía, inevitablemente, con los más modernos. Dante, Quevedo y Balzac, por ejemplo, no ofrecían grandes problemas de reconocimiento. Pero a partir del siglo XX todo se volvía más difícil. El libro se convertía en la única pista, de modo que no era raro que el escritor en cuestión pasara desapercibido hasta que se acercaba lo bastante como para que el título de su obra resultara legible. De esta forma, sólo un codazo casual del hombre que portaba Trópico de Cáncer me hizo advertir la presencia de Henry Miller. Albert Camus me alcanzó, muy solícito, un folleto de la presentación, y en ese momento detecté La peste en su mano izquierda. A Borges le recogí sus Ficciones, que dejó caer a mi lado. Con Kafka tropecé dos veces: el actor que lo interpretaba, muy joven, se abanicaba con El proceso. El colmo del absurdo era Pirandello: se trataba de un viejecito calvo que aferraba Seis personajes en busca de autor, pero que no se cansaba de repetir que se llamaba Jacinto Díaz, profesor de literatura, y que su parecido físico con Pirandello y el libro eran pura casualidad. Naturalmente, todo el mundo sospechaba una ingeniosa mentira, y el viejo (que, en mi opinión, decía la verdad) empezaba a irritarse.

Lo más curioso era que no lograba aislar a los escritores «de verdad». Mejor dicho, que no había nadie que no pareciera serlo. Azafatas, camareros, vigilantes de seguridad, niños, ancianos… todos ocultaban, sin duda, un escritor de incógnito. Fue delirante percibir esta igualdad, como el loco que de repente comprende que nadie se diferencia realmente de nadie. Incluso los falsos, los disfrazados de autores célebres, daban la impresión de sobrellevar uno verdadero bajo el maquillaje, aunque más mediocre que el de superficie. La sala estaba atestada de literatos en ciernes. Los había que cantaban, juzgaban, construían casas, oficiaban misas o toreaban, pero todos, alguna vez, habían redactado un poema, un relato, un diario personal más o menos enaltecido de frases felices. La humanidad era novelista.

Un pequeño alboroto distrajo mis reflexiones. Se había improvisado una rueda de prensa en el vestíbulo. Creí escuchar la poderosa voz de Salmerón y me acerqué.

Supuse, en efecto, que se trataba de mi editor, porque ante mis ojos apareció el hombre más formidable y truculento que había visto en mi vida. No hubiera necesitado recobrar la memoria para saber, sin ningún género de dudas, que aquella figura era excepcional por derecho propio. Semejaba una montaña: alto (calculé más de 2 metros), almenado por hombros inmensos, de nevado pelo peinado hacia atrás, se alzaba cómodamente sobre el cerco de micrófonos y casetes que los periodistas trataban en vano de acercar a su inaccesible rostro como niños ofreciendo sus caramelos a papá. Los ojos, estampados en la cima de una frente arrugada, eran blancos como ropa puesta a secar bajo los párpados. La piel, tostada, poseía cierta cualidad paquidérmica: gruesos repliegues en la papada y en la nuca; bolsas grisáceas en las mejillas; orejas largas y oscuras como filetes demasiado hechos, de lóbulos colgantes. Su atuendo parecía una primavera marciana: traje fucsia, camisa añil y pañuelo de seda rojo estampado con rosas blancas.

– Mis queridos amigos -decía-, permitidme que me convierta en profeta por un instante. El nuevo milenio está a punto de comenzar, y me gustaría explicaros cuál creo yo que será el futuro de nuestra hija mimada, la novela.

Su discurso fue extraño y majestuoso como él mismo. Comenzó diciendo que la novela del pasado había pertenecido al protagonista, al héroe, al Quijote y a Ana Karénina. En la actualidad, pertenecía al autor. Hoy no se hablaba tanto de personajes como de escritores célebres. Pero la novela del futuro daría un paso más allá. El mundo había cristalizado en un laberinto; la realidad era compleja, difusa, inabarcable… ¿Quién podía pensar que estas grandes figuras que hoy nos acompañaban (se refería a los escritores de la historia, a los monigotes disfrazados que se habían reunido detrás de él como una cohorte de cadáveres atentos) iban a seguir cimentando la literatura del porvenir? No: el nuevo milenio sería demasiado abstruso, caótico y matemático para la comprensión de un solo hombre. La novela del futuro pertenecerá al Editor. Así, con mayúsculas: Editor. Pero no nos engañemos -afirmaba-: no al editor en cuanto creador sino en cuanto «organizador». Estudios de mercado, diseño informático, publicidad… Todo esto será la verdadera novela (de hecho, ya era así en gran medida), y sobre el editor recaería la responsabilidad de coordinar aquel ingente trabajo. La literatura regresaría a sus remotos orígenes: volvería a ser anónima, «pero no labor de uno solo sino de muchos».

– Todo el planeta, mañana, será Nueva York -sentenció-. Y en cada ventanita iluminada de cada hormigueante rascacielos de esa Nueva York mundial crecerá un escritor. Imaginaos. Billones de ellos. Porque los escritores de la antigüedad podían permitirse el lujo de ser cisnes solitarios, pero ahora son legión, como el demonio bíblico. Pertenecen al enjambre, a la plaga…

Hubo risas y Salmerón hizo una pausa. Fue entonces cuando distinguí al hombre que llevaba Hamlet bajo el brazo.

Se apoyaba en uno de los mostradores de registro, a pocos pasos de donde yo estaba, y era una de las peores creaciones del maquillador de la fiesta. La calva consistía en un casquete de plástico perfectamente visible. La oscura melena era, sin duda, original, pero más hubiera valido que no lo fuera, por el estado de suciedad y abandono en que se hallaba. Hasta la perilla y el bigote resultaban ridículos: manchas de carbón dibujadas en el rostro.

Pero lo que más me llamó la atención de aquel Shakespeare desastrado fue la certidumbre de que yo conocía al individuo que lo encarnaba.

Mi memoria guardaba como un tesoro la imagen de las personas que apuntaba en mi libreta. Aquel tipo -lo supe de repente- era uno de los que había visto en los últimos días.

Entonces, mientras mis ojos acumulaban datos sobre su figura, los suyos se fijaron en la mía. Hubo algo así como una turbación mutua, pero su inquietud pareció mucho mayor. Desvió la mirada al tiempo que intentaba deslizarse, subrepticiamente, fuera de mi campo visual. Aquella sospechosa retirada me intrigó. Torcí la cabeza para no perderlo de vista, pero en ese instante Homero (un gordo que se rascaba la axila con la mano con que sostenía la Odisea y entrecerraba los ojos fingiendo ceguera) se interpuso entre ambos y lo eclipsó.

Salmerón había reanudado el discurso. En la seguridad, decía, de que la novela, como las actividades de empresa, constituiría una labor en equipo, una sesión de brainstorming de la fantasía, un cónclave de musas en trajes de ejecutivo, Salmacis Editorial se complacía en presentar…

Sonó un disparo. Hubo un fogonazo. Después, gritos y movimiento. ¿Qué ocurría? ¿Terrorismo literario? ¿Una sorpresa festiva? Ni lo uno ni lo otro: había estallado una bombilla en algún lugar, una de las lámparas de las mesas de registro. Con el alboroto, ya no vi a Shakespeare por ninguna parte. La gente se aglomeraba a mi alrededor impidiéndome cualquier movimiento.

Salmerón sonrió, complacido con el susto:

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