En la 7:
Mesa 7
El mismo individuo de la cara fofa de ayer y anteayer. Sólo hace mirar y mirar. De vez en cuando, muy de vez en cuando, escribe.
Creí identificarlo en el sujeto de esa noche. Tenía que ser él, porque el rostro, en efecto, parecía derretírsele en rasgos blandos, como una bolsa vacía, apenas sostenidos por la grapa de un gran bigote negro. Vestía de gris, con chaleco y corbata. En aquel momento torcía la cabeza en nuestra dirección, y, aunque la distancia y las luces me impedían saberlo con absoluta certeza, estaba casi seguro de que nos miraba (o me miraba). Pero dejé de prestarle atención. Me aproximaba a la mesa-meta con lenta rapidez, con ese ritmo incesante, y a la vez moroso, de quien no desea, y al mismo tiempo anhela, encontrar lo que busca. En la 9, el texto era sumamente parco.
Mesa 9
Grisardo, el poeta.
El noveno velador quedaba en una esquina, invadido de sombras, pero logré distinguir, agazapado, a un joven de largos cabellos. ¿Grisardo? Daba igual. Pasé otra página. Sentía las palmas de las manos húmedas de sudor. Me exasperaba la posibilidad de no encontrar la descripción de aquella mujer. Sin embargo, también me irritaba la posibilidad opuesta. En el primer caso, ella no existiría; en el segundo, debido a la posición de las mesas, Modesto habría visto su rostro. Pero el anciano, con ser buen observador, carecía por completo de imaginación. La belleza (ahora me percataba) no puede describirse: es preciso inventarla. La posición y tamaño de una nariz o la geometría de unos ojos son datos inútiles; sólo adjetivando se logra narrar la hermosura. Y Fárrago empleaba los adjetivos con desconfianza, como si no le gustaran, y únicamente para descalificar. Si ella estaba (o existía, porque, dada la índole de la situación, estar, en este caso, equivalía a ser), yo
leería su descripción. Pero no sabía qué prefería: si enfrentarme a su inexistencia o a la enumeración cruda e inclemente de su aspecto.
De repente, en la mesa 12, hube de detenerme de nuevo, frenado esta vez por la misma tentación que nos inmoviliza ante un espejo.
Mesa 12
La ocupa, a las 21:30, un tipo bajo y delgado, cargado de espaldas, con pelo castaño claro y una cara rarísima, casi una máscara: nariz gorda, ojos saltones, barba de cualidades postizas, labios gruesos y gafas redondas. Felipe lo saluda con mucha efusión. Al sentarse a la mesa, el tipo se golpea la punta de la nariz con el pulgar, gesto que repite con frecuencia.
Al leer la última frase, me percaté de que me estaba golpeando la punta de la nariz con el pulgar. Fue como verme reflejado en un espejo que sostuvieran manos ajenas. Como si entre aquellas palabras y mi gesto existiera un puente del grosor de un papel. Un súbito delirio me llevó a realizar la siguiente tontería: extendí los dedos y toqué la suave caligrafía de Modesto. Creí sentir que palpaba un objeto no muy diferente de mis propios dedos o de la punta de mi nariz: un extremo de mí mismo, todo lo alejado que se quiera, pero que también me pertenecía. Fárrago añadía:
Se quita las gafas para limpiárselas, y observo que sus ojos no son del todo feos.
No creo que pueda imaginar quien lea esto (tú, lector, si es que estás ahí, a la mínima distancia del papel) el efecto que provocó en mí aquella última y definitiva línea. Hasta ese momento había estado pensando que la descripción de Modesto era correcta «desde su punto de vista». Al leer que mi cara era una «máscara», no me ofendía (me mostraba de acuerdo) pero añadía mentalmente: «Desde su punto de vista». Sin embargo, cuando llegué a «sus ojos no son del todo feos», dejé de recitar aquella coletilla mental y asumí la frase como una verdad evidente, una declaración profundamente imparcial, ajena al «punto de vista» de su autor. «Si este hombre lo dice, será por algo», pensé. Y casi sentí la tentación de agradecérselo.
Al fin, logré pasar la página.
Mesa 13, un hombre solitario. Mesa 14, una pareja.
Mesa 15…
Apenas 6 líneas. Nadie ha leído jamás 6 líneas con tanto fervor.
Mesa 15
¡Oh, me he quedado boquiabierto al verla! ¡Qué belleza, qué esbeltez, qué líneas, qué armonía! Es redonda, como las demás, con su adorno de laureles de papel, pero ¡qué mesa! Ha estado vacía toda la noche, y ello me ha permitido contemplarla a gusto. ¡Qué mesa más hermosa! ¡Vacía, pero repleta de fantasía!
La broma ya me parecía excesiva.
– ¡No puede ser!
Saqué la cuartilla de la carpeta y se la mostré a Modesto, exasperado.
– ¡Que no, hombre! ¿A qué viene esto de la mesa? ¡No puede ser, caramba!
Cuando logré contenerme, comprobé que el anciano ni siquiera había mirado la hoja que yo le enseñaba. Me observaba sonriendo, los ojos apretados al fondo del túnel vidrioso de sus gafas, pero su irritación me llegaba con idéntica nitidez que el hedor a vino del aliento.
– Mire, perdone. -El tono era glacial-. Usted podrá ser un gran escritor, no lo discuto. Pero en lo tocante a mi oficio, déjeme que sea yo quien opine. Llevo toda mi vida haciendo esto, ya se lo he dicho. Yo cuento lo que veo, señor mío. No me venga ahora con que «no puede ser»…
Balbucí una excusa, pero ya no había quien lo detuviera.
– ¡Yo no invento nada, oiga! ¡Eso se lo dejo a los literatos! De manera que tenga mucho cuidado con lo que dice…
Se irritaba cada vez más, se encorvaba, alzaba la voz, su mandíbula sobresalía como un embudo, el tueste natural de su piel se oscurecía con tintes rojizos. La gente a nuestro alrededor empezaba a alistarse en las filas de ese público curioso que nunca falta en los pequeños escándalos. Decidí guardar silencio, y su enfado menguó un poco. Vació otro vaso, se limpió con la servilleta y sólo entonces le hizo caso al texto.
– A ver, ¿qué es lo que «no puede ser»?
Señalé el párrafo. Se quitó las gafas y hundió la nariz en la cuartilla. En aquel momento se aproximó Felipe.
– ¿Va todo bien, señor Cabo?
Pero no tuve tiempo de contestar. Fárrago había levantado la cabeza, el rostro grana, los labios trémulos.
– Me cago en… barboteó-. ¡Esto no es mío! ¡Esto lo ha escrito otra persona!
IV EL MISTERIO
Yo aún no sabía que había uno, claro. Un misterio al cual tendría que enfrentarme. El escritor acepta con esfuerzo los enigmas de la realidad: estamos tan acostumbrados a inventarnos los arcanos que acabamos igualándolos a la fantasía. Pero a ti te ocurre todo lo contrario, lector. Reconócelo: padeces el ansia báquica de lo insólito. Te impulsa a avanzar el simple hecho de que las páginas futuras son un secreto. Porque tú ya percibías desde el comienzo de esta cosa, que no es novela, ni crónica real, ni nada que se le parezca (ya encontraré un nombre que la defina), lo que yo no comprendí sino mucho después: que a lo largo de ella fluye, opalino, profundo, el cauce inefable del misterio. Lo supe cuando leí -como tú has hecho, como hizo Modesto- detenidamente. Porque la lectura no responde a nuestras preguntas, pero las ilumina.
En aquel momento, sin embargo, sólo percibía un insólito embrollo. Modesto se había levantado y vociferaba que alguien había modificado sus notas de la mesa 15. Un camarero bajito se había situado entre Felipe y él, como un muro protector. La música había cesado. Los más curiosos se acercaban a examinar la cuartilla en cuestión. Reconocí entre estos últimos al calvo y demacrado Gaspar Parra. El papel fue pasando de mano en mano.