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Si escribir era tan real como tener miedo, yo iba a necesitar ayuda. Pero ¿de quién? ¿Resolvería la policía mis problemas literarios?

8. Grisardo: joven, nunca lo conocí.

9. Juan Cabo: ficticio.

Anoté esta última «Persona» con menos humor del que puede suponerse, inspirado por mi imagen en el espejo, sobrecogido por un súbito espectro de irrealidad. Y en ese instante -serían las 7 de la tarde- sonó el teléfono en mi dormitorio.

– ¡Cómo estás, hijo! -Era la voz del «ciego poderoso», Salmerón-. Te llamé anoche, pero te habías ido de farra… ¡Ah, un pajarito me ha dicho que has empezado una nueva novela! -Me disponía a desmentirlo cuando añadió-: Según creo, trata de una mujer desaparecida…

«Una mujer desaparecida». El absurdo de la confusión me produjo vértigo. Supuse que el «pajarito» pertenecía a La Floresta, pero el equívoco resultaba nauseabundo. Y acaso no había sido involuntario, porque yo había comenzado mi discurso del restaurante diciendo: «Busco a una mujer» y no: «Voy a hablarles del tema de mi próxima novela». Sin embargo -razoné con rapidez-, explicárselo a mi editor equivaldría a contarle mis sospechas, a confesarle mis temores, y no me atrevía. Pese a no haberlo visto aún, su voz seguía intimidándome un poco. Opté por mentir diciéndole la verdad.

– Sí, una mujer desaparecida: ése es el tema que me obsesiona.

– ¡Muy bien, hijo, muy bien! ¡Tiene garra!… ¡Cuánto me alegro de que te hayas puesto a trabajar tan pronto! ¿Sigues sin recordar nada?… ¡Bueno, no lo mires por el lado malo! ¡Para el pasado siempre hay tiempo! ¡Es el futuro lo que debería preocuparnos!… ¡Siglo XXI, el nuevo milenio! ¡No podemos quedarnos atrás!… Precisamente te llamaba por lo del domingo. Supongo que podrás asistir, ¿no? -Yo lo había olvidado por completo: la presentación de la nueva colección en el Parque Ferial. Salmerón proseguía, entusiasmado-. ¡Nosotros también celebramos el Día del Libro, hijo!… ¡Libros y rosas! ¡Libros y bombones!…

Me entraron náuseas y tuve que apartarme del auricular para no escucharlo. Si alguien me hubiera dicho en aquel momento una de esas frases tópicas -«es un libro delicioso, me lo he devorado», «no he podido tragarme ese tocho de novela»-habría vomitado sin apelación sobre mi bata japonesa. Me preguntó qué opinaba acerca del anuncio de la presentación. Le dije que no lo había visto. «¡Cómo! ¿No has mirado tu correspondencia? ¡Está en la revista! Debes de haberla recibido hoy. ¿Por qué no lo compruebas?» Bajé con el teléfono en la mano y entré en el despacho. Recordaba que Ninfa había dejado el correo de la mañana sobre la mesa. En efecto, allí estaba la revista de Salmacis, envuelta en plástico. «Mira en la contraportada», pidió Salmerón.

El anuncio ocupaba la mitad de la página: un ojo ciclópeo, dotado de extremidades, sentado a una mesa llena de papeles; en la mano sostenía una pluma de ave. Lo rodeaban dibujos del Madrid clásico: Cibeles, Puerta de Alcalá, Neptuno, pero también estampas modernas como las torres Kío, la de Picasso o el Pirulí. Era como si el ojo estuviera pensando en todo eso mientras escribía. El encabezamiento rezaba: «LA LITERATURA DEL NUEVO MILENIO». Y debajo, en enormes versalitas negras: «MADRID EN TIEMPO REAL». Se trataba, explicó Salmerón, de la gran apuesta de la editorial: decenas de pequeños libros escritos por decenas de pequeños autores y publicados con suma rapidez, que narraban las distintas observaciones realizadas en Madrid durante un día concreto, en tiempos simultáneos y desde múltiples lugares y puntos de vista. Algo parecido a echarle un vistazo omnisciente a toda la ciudad. Salmerón quería levantar otro Madrid con billones de palabras.

– Soy ciego, hijo, y no tengo otra forma de verlo, a mi Madrid, a mi amado Madrid. ¡Si no me lo leen, no lo veré nunca! -Y tras esta confesión se echó a reír, como si su ceguera fuese una broma estupenda.

– ¿Te gusta nuestro reclamo publicitario? -preguntó-. ¡Ya sabes que para los asuntos visuales necesito opiniones ajenas!

Le dije (reprimiendo un bostezo) que me parecía impresionante.

Entonces lo vi.

Salmerón seguía hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Mi atención se había detenido en un rectángulo amarillo en el extremo inferior derecho de la página. Era otro anuncio, mucho más modesto que el de Salmacis. Nada de dibujos, sólo palabras, pero éstas se leían con claridad.

HORACIO NIERS

INVESTIGADOR PRIVADO

CRÍTICO LITERARIO

Ayudo a los escritores

Salmerón se despedía.

– ¡Y procura encontrarla, hijo!

– ¿Qué? ¿A quién?

– ¡Tu novela! ¡La novela que buscas y que yace oculta dentro de ti! ¡Encuéntrala!

VI HORACIO NEIRS, INVESTIGACIÓN Y CRÍTICA

– Y ahora, señor Cabo, dígame, con entera confianza, en qué puedo ayudarle.

Distinguido, aristocrático, Horacio Neirs me obsequió con un cigarrillo de su pitillera de plata. Aparentaba unos 60 años -lo cual me sorprendió; lo esperaba mucho más joven- y su conjunto de camisa y traje negros, su estilizada figura y el imprevisto brote de cabellos blancos que la remataba le otorgaban el aspecto preciso de una pluma Montblanc con el capuchón puesto. En cuanto a Virgilio Torrent -que Neirs me había presentado como su «ayudante»- podía ser el tintero. Era un enano -tal como lo digo: un enano- de unos 30 años, rasgos pálidos y mirada glacial y potente como un pisapapeles de cuarzo. Vestía íntegramente de negro, como Neirs, y sus piececitos, calzados con costosos zapatos italianos que parecían de primera comunión, apenas llegaban a la mitad de la altura del sofá donde se hallaba sentado. Había sido él quien me había recibido, extraño y solemne como requería el lugar, aquella mañana del sábado 24 de abril. Yo había imaginado un pequeño despacho, quejumbrosos muebles de madera, oscuridad; pero las oficinas de Neirs ocupaban todo un ático de la Castellana, zona de Azca, y destellaban de aristas y cristal. Al salir del ascensor, enormes puertas transparentes -donde podía leerse «Horacio Neirs. Investigación y Crítica»- se descorrían silenciosas al presionar un timbre. Más allá, el vestíbulo parecía hecho de nieve. Después comprobé que las habitaciones interiores poseían el mismo aspecto: alfombras, cuadros, moquetas, paredes, lámparas, sillones, divanes, mesas y hasta plantas eran de un cegador color blanco. Lo que no era blanco era cristalino: ceniceros, esculturas y puertas. Me sentí como penetrando en la esclerótica de un ojo humano. Un instante después de pulsar el timbre, mientras los paneles correderos se apartaban en silencio, apareció Virgilio como una mota de carbón en la delicada córnea de aquel decorado, con su traje negro, su aspecto tosco, su mirada inclemente.

– Buenos días, señor Cabo. El señor Neirs ya tiene constancia de su llegada y lo atenderá lo antes posible. Sírvase esperar aquí, por favor.

Así habló, créanme: «El señor Neirs ya tiene constancia». Su voz, urdida de agudos y graves, parecía el arte de un ventrílocuo oculto. Me abandonó en un sofá que poseía el color terso de los folios nuevos. Desde algún rincón de aquel globo ocular un hilo musical inició una pieza de clavicémbalo. Estuve 25 minutos esperando. Ni se me ocurrió quejarme, por supuesto: era sábado, y sabía que Horacio Neirs había hecho una excepción en su horario laboral (así me lo dijo cuando lo llamé el viernes por la noche) para atender mi caso. Exactamente 25 minutos después, con el clavicémbalo enmudecido, regresó el enano en completo silencio.

– El señor Neirs lo invita a pasar a su despacho.

Lo acompañé a través de misteriosos pasillos lácteos. Digo «misteriosos» porque me pareció que caminábamos en círculo durante un buen rato, y, sin embargo, advertí bifurcaciones. Como guía nada había que reprocharle a Virgilio, pero como conversador dejaba mucho que desear: mis comentarios (improvisados para amortiguar el vértigo que sentía ante aquel dédalo de blancura) me fueron devueltos con hoscos monosílabos. Sólo cuando declaré mi asombro ante la soledad de las complejas oficinas obtuve el regalo de una frase completa: «El señor Neirs tiene muchos colaboradores, pero es que hoy es sábado». Parecía acusarme de que su jefe lo hubiera elegido precisamente a él para trabajar esa mañana. Mientras nos acercábamos a unas puertas dobles que se atisbaban al fondo del pasillo volvió a hablar:

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