– Escribir carece de significado -acotó Virgilio-. Es la solapa lo que le otorga un sentido u otro. ¡La solapa es MÁS, MUCHÍSIMO MÁS importante que el libro!
– Le pondré otro ejemplo para que se percate de esa importancia -prosiguió Neirs-. Sabemos que la Biblia pretende ser la palabra de Dios mientras que Las mil y una noches son una recopilación de cuentos fantásticos. Eso es la solapa: lo que sabemos, o creemos saber, sobre estos libros. Ahora imagine que la Biblia y Las mil y una noches hubieran trastocado sus solapas hace milenios: a estas alturas, las andanzas de Yavé constituirían un deleite para niños pequeños, mientras que muchos devotos habrían muerto por Aladino o habrían sido torturados por negar a Scherezade… Y no crea que exagero: la solapa es como el cauce de un río, y nuestra lectura fluye siempre sometida a sus límites. ¿Me explico?
– Quiere usted decir que un texto aislado no sirve para nada.
– Un texto sin solapa es ficticio hasta que no se demuestre lo contrario -sentenció Neirs-. Esta es mi regla de oro en cualquier investigación. Lo único que puede saberse con certeza sobre un texto así es que alguien lo ha escrito.
– El autor es lo ÚNICO real de un texto -completó Virgilio.
– Pero ¿quién es? ¿Dónde está? -Neirs repasó la habitación con la mirada, como buscando al misterioso autor-. ¿Cómo podemos saber quién ha escrito todo esto?
– ¿Cómo? -coreó su acólito, animándome a responder.
– Mirando en la solapa -dije.
Ambos asintieron con simétrica felicidad.
– La mujer desconocida, la repetición de la frase «repleta de fantasía», el poema de Grisardo… -enumeró Neirs-. ¡Cada uno de estos textos podría significar tantas cosas!…
– Desde una pura ficción hasta un error gramatical -dijo Virgilio.
– Pero cuando encontremos una solapa fiable -continuó su jefe-, resolveremos el enigma.
Me angustiaba un último punto.
– ¿Y qué opina usted del párrafo de la libreta? Quiero decir, según su experiencia… Esa mujer… ¿cree usted que yo la vi realmente?
El detective examinó el párrafo en silencio.
– ¿Cuál es su impresión? -pregunté, agobiado-. Le pregunto sólo su impresión como experto en temas literarios…
Neirs tamborileaba en la mesa con sus largos dedos.
– El empleo de los verbos… -insistí, tragando saliva-. ¿No le parece que…?
– ¿Me pregunta usted si creo que esta mujer existe o existió realmente?
– Sí.
Cerró la libreta con un gesto brusco.
– Permítame responderle con otra pregunta: ¿eso es lo que a usted le interesa saber en particular?
– No comprendo.
– Se lo diré de otro modo. Suponga, por un momento, que sale ahora mismo de este despacho y se encuentra con la mujer del párrafo… No, no se ría… Es sólo un ejemplo. Y suponga que la reconoce. ¿Se quedaría satisfecho? ¿Daría usted por concluido el caso? En pocas palabras: ¿lo que usted desea es encontrar a esa mujer?
Se desató un denso silencio. Horacio Neirs aguardaba mi respuesta sin dar muestras de impaciencia, mirándome a los ojos. Virgilio había interrumpido sus acrobacias y también me observaba con sus pupilas de cuarzo. Me pasé la mano por la barba. Rocé la punta de la nariz con el pulgar.
– Sí -dije.
Había sonado como si una mujer dijera: «Sí», de modo que me aclaré la garganta y repetí:
– Sí, eso es lo que quiero.
El tiempo volvió a transcurrir. Neirs reunió la libreta y los papeles en un pequeño montón y se incorporó.
– Muy bien, pues no creo que sea difícil complacerle. Nos pondremos a investigar de inmediato. Lo llamaré el lunes, si hay noticias.
Virgilio se alzó de puntillas para abrirme la puerta.
– Y no se preocupe -dijo Neirs-: en cuanto hallemos una solapa, todo quedará resuelto. Si la mujer del párrafo existe, estará en la solapa. Y usted la encontrará de inmediato.
«Sí, cuando salga de este despacho», pensé con amargura.
Entonces, al salir del despacho, me encontré con la mujer del párrafo.
VII ELLA
No lo advertí enseguida, como es natural. Acababa de dedicarle un último apretón de manos a Neirs. Al volverme, observé que el pasillo se extendía más allá de la bifurcación por la que había venido y finalizaba en otra habitación. Al fondo de ésta se apreciaba una llamativa estantería dividida por un listón vertical de mediana altura en dos zonas completamente simétricas con seis anaqueles cada una. Los anaqueles se adosaban al listón como las ramas de un árbol al tronco: los inferiores eran horizontales; los intermedios se alzaban por el lado externo; los superiores, más cortos, alcanzaban casi la vertical. Sin embargo, como el mueble era tan blanco como las paredes, yo sólo veía libros: hileras multicolores de volúmenes como varillas de un abanico abierto convergiendo en un mismo sitio. Aquel sitio central lo ocupaba, desde mi perspectiva, una persona, de modo que las ramas de libros parecían señalarla o brotar de ella. Era una mujer. Se hallaba sentada ante un escritorio blanco, dándome la espalda. Su ajustado vestido negro poseía una amplia abertura posterior. Por encima de la silla la piel se alzaba desnuda mostrando la línea divisoria de las vértebras y el terso polígono de los omóplatos. Su cuello era un tallo de copa. El pelo castaño se albergaba en un moño pequeño. Apoyaba los codos en la mesa: podía estar leyendo o escribiendo. Su figura era
– ¿Ha olvidado algo, señor Cabo?
Me disponía a responder a Neirs cuando vi que la mujer volvía la cabeza y se levantaba. Saludó desde la distancia. No sabía que habías venido, dijo Neirs. ¿Llevas mucho tiempo esperando? No, no, acabo de llegar, dijo ella. (Era evidente que existía cierta intimidad entre ambos.) ¿Tienes un minuto?, dijo ella. Pasa al despacho, dijo él.
Era bastante joven, muy alta, abrumadoramente hermosa. Sus zapatos planos no hacían ruido al caminar pero sus brazos cascabeleaban de pulseras. En vez de aguardarla, Neirs se acercó a ella. El encuentro, inevitable, tuvo lugar en C, el punto formado por mi pequeña presencia, que seguía inmóvil en el pasillo. Yo era la división entre ambos y hube de apartarme para que se saludaran. ELLAYOÉL. ÉLYOELLA. Neirs me señaló con un gesto.
– Supongo que habrás oído hablar de Juan Cabo.
Nos tendimos la mano. Su palma era tibia y portentosamente suave. Claro que había oído hablar de mí, qué tal, cómo estaba. Se expresaba con rapidez y pericia, en un tono agradable y cortés, con leve acento extranjero. Le calculé unos 20 años. En estatura me sacaba la cabeza, como Neirs, aunque es verdad que soy más bien bajito. Sus ojos azul eléctrico chispeaban de inteligencia. Cada detalle de su cuerpo (piel tostada; fantasmas del maquillaje; bucles de cabello en aparente desorden sobre las orejas; rabioso perfume; formas exactas del busto, cintura, caderas, espalda, trasero, muslos, pantorrillas; vestido negro y breve; medias con reflejos) denotaba el esmero de alguien que vive (bien) de las posibilidades de su aspecto. Es bailarina, pensé, o modelo, o modelo y bailarina, o actriz y modelo, o bailarina y actriz. Su sonrisa era una lupa: la colocó ante mis ojos y su belleza se me hizo inmensa y complicada, como debe de ser la de una flor para una abeja.
Neirs había mencionado su nombre pero yo no lo había oído.
– Supe lo de su accidente -dijo-. Qué lástima. Aunque usted está bien, ¿verdad?
– No me puedo quejar.
Por alguna razón esta respuesta le hizo una gracia infinita. Separó las dos hileras de dientes mientras reía. Su risa no dejaba de ser delicada; una sonrisa sonora.
– Mi coche quedó hecho polvo y yo salí ileso -añadí-. Un milagro, según dicen… Pero en la vida, a veces, suceden milagros…
– Sí, eso es cierto. Yo también lo creo.
Como si se le hubiera ocurrido algo de repente, abrió el pequeño bolso de cadenilla que colgaba de su precioso hombro desnudo. «Si me permite, voy a darle una de mis tarjetas». Y me la dio, en efecto: perfumada, satinada, lujosa. Su cuerpo, mágicamente transmutado en tarjeta. No la leí en aquel momento. La guardé en el bolsillo preguntándome por qué una actriz, una modelo o una bailarina habría de darme su tarjeta nada más conocerme. Encantado, encantada, nos dijimos. Ella entró en el despacho con Neirs; yo acompañé a Virgilio. En el vestíbulo, mi guía me entretuvo con la firma de algunos documentos relativos a los detalles económicos. Como suponía, «Horacio Neirs. Investigación y Crítica» era una agencia cara, diríase que selecta, pero el dinero era el único detalle de mi vida que no me preocupaba.