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– Ha tenido usted la MEJOR suerte del mundo -dijo Virgilio mientras me despedía-. El señor Neirs es BUENÍSIMO en su trabajo.

Mientras la plateada cabina del ascensor se deslizaba con suavidad hacia la planta baja, saqué la tarjeta del bolsillo. Las letras destellaban de azul.

MUSA GABBLER OCHOA

MODELO PROFESIONAL PARA ESCRITORES

Las puertas del ascensor se abrieron, partiendo mi reflejo por la mitad.

Eran casi las 4 de la tarde cuando salí del edificio. Decidí almorzar en la barra de un bar cercano, uno de esos lugares de Azca para yuppies, y pedí un sándwich vegetal y una cerveza sin alcohol. Apunté en mi libreta, bajo «Personas»:

10. Horacio Neirs: elegante, profesional.

11. Virgilio: pequeño, guía.

12. Musa Gabbler:

Aquí me detuve. No se me ocurría cómo resumirla. Quizá «bello azar» fuera una buena expresión, pensé. El impacto de su imagen de espaldas aún me trastornaba. No podía olvidar sus ojos perfectos y el fulgor de su anatomía. Un átomo del bebedizo de su perfume seguía hechizando mi olfato. «Musa Gabbler Ochoa, Musa Gabbler Ochoa», susurré. Sonaba a murmullo, estallido de burbujas y aliento final. Me pregunté si sería ella. La coincidencia parecía casi sobrenatural. «Pero en la vida no suelen suceder las mismas cosas que en las novelas -razoné-. Además, una chica con vestido negro y moño no debe de ser infrecuente.» Por otra parte, aquella muchacha no necesitaba ser la mujer de mi párrafo para resultarme atractiva y enigmática. Otro punto que ignoraba era lo de «modelo profesional para escritores»: no tenía ni idea de qué clase de oficio sería.

Decidí posponer sus palabras descriptivas, guardé la libreta y me concentré en el sándwich. El bar se hallaba en una especie de semisótano y sus ventanales oscuros mostraban las piernas de los transeúntes. En un momento dado, dos hombres sentados en un rincón volvieron la cabeza y miraron hacia la calle. Yo hice lo mismo. El camarero de la barra nos imitó. Forradas de seda negra, las piernas desfilaban de izquierda a derecha tras las ventanas, majestuosamente, como en un espectáculo de sombras. Pensé que sus zapatos planos no harían ruido al caminar. Demoró lo suficiente para que todos pudiéramos disfrutarla y yo, además, reconocerla. Pagué la cuenta y decidí seguirla, porque no tenía nada mejor que hacer y porque el azar del nuevo encuentro (apenas 20 minutos después del primero) me intrigó.

La tarde de sábado era espléndida, aunque en la Castellana soplaba un aire áspero, frío, movedor de nubes. La prenda que ella llevaba encima no estaba de más, por tanto; lo que me sorprendía era el desajuste de atuendos: cazadora militar color caqui sobre el elegante vestido negro. Me hacía pensar en una de esas ejecutivas que acuden al trabajo con modelos de Chanel y zapatillas de tenis. Caminaba hacia Nuevos Ministerios sin apresurarse, con naturalidad, apretando contra el costado el bolso de cadenilla. Los hombres giraban la cabeza al paso de aquella escultura alta y canónica. Me divertía observar a los ocupantes de los coches detenidos en los semáforos: la forma que tenían de apartar los ojos ociosos de la monotonía del tráfico; su sorpresa al distinguir la ondulante silueta; los esfuerzos por no perderla de vista. A mí, que iba en la carroza de atrás, en la que nadie reparaba, todo aquello me parecía un juego.

De pronto se detuvo. Alzó un brazo, quizá para consultar la hora, miró a un lado y a otro (llevaba gafas de sol), se aseguró de que el pelo y el moño seguían en su sitio y se dirigió a un banco de la avenida, encharcado de sombras de árboles. Dejó el bolso en el banco y se quitó la cazadora, que apoyó sobre el bolso. Después regresó al centro de la acera. En medio de aquel torbellino de vehículos, cielo índigo y paisaje de ciudad, ella, en traje de noche, parecía el anuncio tridimensional de un perfume. La tarde destellaba en los músculos de su espalda desnuda. Se quedó de pie, las piernas juntas, el torso erguido. El viento convirtió los picos de su minifalda en una veleta. Permaneció 1 minuto en aquella posición. Entonces giró a la derecha y dejó transcurrir otro minuto; después giró a la izquierda. Los escasos transeúntes la observaban con curiosidad. Al principio pensé que contemplaba algo, y me volví en las mismas direcciones que ella, pero al no ver nada especial, el vuelo de mis ojos regresó, como un gorrión dócil, a su cuerpo. Pronto comprendí que su postura era el único propósito de aquel extraño ejercicio. ¿Qué estaba haciendo? ¿Yoga? ¿Relajación mental? Tres minutos después se dirigió al banco, cogió la cazadora y se la puso; pero volvió a quitársela casi enseguida y retornó al centro de la acera; repitió las tres posiciones. Otros tres minutos más tarde, al regresar al banco por segunda vez, se sentó, se despojó de las gafas de sol y comenzó a charlar.

A charlar, tal como lo digo.

Me acerqué, ocultándome tras un árbol; aun así, no pude escuchar palabras; tampoco me pareció que ella las pronunciara. Pero sus largas manos aleteaban; ladeaba la cabeza; su rostro enarbolaba la deslumbrante sonrisa. Parecía dialogar con un espectro. La vi reír de la misma forma que había reído conmigo una hora antes. La vi resbalar hacia una esquina del banco, besar el aire e inclinar la nuca hacia atrás, cerrar los ojos y separar un poco las piernas. Era una verdadera suerte que a esas horas tardías del sábado apenas hubiera testigos. ¿Estaría enferma? ¿Drogada? Fuera lo que fuese, resultaba un espectáculo fascinante.

De pronto se me ocurrió anotar aquel increíble «Suceso». Saqué la libreta y el bolígrafo y me apoyé en el tronco. Estuve dándole vueltas a lo que escribiría. Al fin puse:

8. Ella goza con sus fantasías.

El punto final, tras la palabra «fantasías», ejecutó un vuelo salvaje; la tinta desgarró el papel. Me volví, reprimiendo un grito, al sentir el empujón.

Se trataba de un viejo de aspecto oriental, quizá japonés, delgado, de cabellos grises. Unos prismáticos de teatro oscilaban, colgados de su cuello, sobre una chaqueta de mezclilla y un chaleco rojo. Sostenía otra libreta y otro bolígrafo y me miraba con ojos como guiones oscuros a través de los cristales de unas gafas metálicas. Al parecer, había venido corriendo desde algún sitio, porqué jadeaba. Barboteó algo. «Perdone, ¿qué le ocurre?», dije. Volvió a empujarme y me arrinconó contra el árbol. No paraba de gritar y de enseñarme los dientes, como si quisiera morderme. Señaló mi libreta; hizo ademán de escribir; me señaló a mí; hizo ademán de negar; se señaló a sí mismo; me mostró su libreta. Atisbé en el papel los ideogramas propios de su lengua. «You cannot write, sir!», chapurreó por fin. «This is my time!» Alzó un brazo en dirección a la muchacha. Ella, que había abandonado la mímica, nos contemplaba desde el banco con curiosidad, pero no parecía decidida a acercarse. Yo estaba avergonzado. «Ahora se dará cuenta de que la he seguido», pensaba. El japonés (cada vez entendía mejor lo que me decía) insistía en su prioridad: él la había contratado antes; la escena era para él, para su uso personal, yo no podía copiarla. Había estado observándola con los prismáticos mientras escribía, y de repente me había visto a mí, mirándola y escribiendo también. ¿Acaso iba yo a negarlo? ¡Allí estaba mi libreta como prueba! Me alejé del viejo sin replicarle. «¡Señ… Cab…o!», escuché, pero no me volví. Cogí un taxi y regresé a casa, profundamente abochornado.

El teléfono sonaba cuando llegué. Al descolgar y oír su voz, me pareció que no había dejado de llamarme y que sus palabras constituían una prolongación de su grito.

– ¿Señor Cabo?… Soy Musa Gabbler Ochoa.

Deseaba verme esa misma noche. «He de decirle algo importante», añadió. Repliqué: «De acuerdo». Después, cuando colgué, logré razonar. Y de inmediato me sentí infeliz. Mucho más tranquilo, pero infeliz. Temí que estuviera enfadada, incluso que pretendiera demandarme por haber provocado aquel pequeño incidente durante su trabajo. Inventé explicaciones defensivas mientras me vestía. O quizá no era enfado sino interés: a lo mejor buscaba un enchufe para colaborar con los escritores de Salmacis. Decidí que prefería el enfado. Cuando Ninfa me vio bajar del dormitorio vestido con traje oscuro y pañuelo de seda al cuello, movió la cabeza con gesto desaprobador. «Vuelvo enseguida, Ninfa», mentí.

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