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El regreso resultó más fácil: había recuperado la seguridad en mí mismo. Cuando salté el cordón, el tiempo volvió a transcurrir. Avancé un poco cohibido, aferrando mi botín contra el pecho. Me sentía orgulloso de mí mismo. Por primera vez había conseguido hacer algo sin pensarlo previamente, siguiendo el impulso de mi corazón. Había logrado dejar de razonar por un instante. Y de inmediato me sentí feliz. Intranquilo, pero feliz.

Por supuesto, esperaba una reprimenda. Y allí estaban, aguardándome, dos empleados de la editorial y dos vigilantes de seguridad.

– Lo siento, señor Cabo. No puede llevarse un libro de la exhibición.

– No pretendo llevármelo. Simplemente voy a consultarlo.

– Pero…

– ¡Juan!

El trueno había restallado a mi espalda. Salmerón, que había sido guiado hasta mi presencia, se erguía entre la luz y yo como un eclipse. Sus ojos temblaban de ceguera y alegría.

– ¡Juan, hijo, qué bueno que hayas venido! Eres tú, ¿verdad? -Y extendió la manaza y tocó mi rostro con la punta de los dedos, como si tecleara sobre mí, o como si mi piel fuera un Braille que él pudiera descifrar. Su palma estaba fresca y olía a perfume de mujer. Mientras me tocaba decía-: Ah, mi Juan, mi Juan Cabo… Mi querido Juan Cabo… -Buscó mi hombro, se apoyó y empezamos a caminar juntos, abrazados. Los empleados se apartaron con una reverencia. La voz de Salmerón parecía surgir de su pecho (a la altura donde quedaba mi oído) -. Me han contado lo que acabas de hacer… No hay nada como pasar con éxito por encima de los libros de los demás para que la gente te admire, ¿eh, hijo? -Lanzó una risotada-. Confío en ti, ya sabes que confío mucho en ti… Te parecerá que has hecho una tontería: has cogido un libro de la exposición, y ya está. Pero es tu decisión lo que cuenta. El impulso. El arrojo. Te felicito.

No sabía por qué me decía todo aquello, pero de cualquier manera se lo agradecí. Me preguntó por mi salud.

– ¿Sigues sin recordar nada? -inquirió. Y cuando respondí que así era-: Bueno, no desesperes… ¡Paciencia! Estas cosas suelen resolverse bien. Pero si notas algún cambio, no dejes de comunicármelo. Ya sabes cuánto me preocupo por ti. -Sonrió y me dio una última palmada. Pensé que su perturbadora presencia había servido, al menos, para que pudiera llevarme el libro sin problemas.

Me alejé con dificultad de la órbita salmeroniana y encontré un sitio tranquilo junto a las cabinas telefónicas, al fondo de la sala. En la portada del volumen sólo venía el nombre de la calle y el de la autora, que era Rosalía Guerrero, una anciana cuya celebridad provenía -así afirmaba la solapa- de las novelas de su popular detective Braulio Cauno. Rosalía vivía en un edificio frente a La Floresta Invisible, circunstancia que la editorial había aprovechado para encargarle la descripción de aquella calle. La coincidencia, pensé, no podía ser más afortunada.

El libro constaba de 50 páginas. Se dividía en dos partes que representaban las dos únicas horas cubiertas: de 8 a 9 y de 9 a 10 de la noche. Finalizaba, pues, a las 10 de la noche del 13 de abril (no a las 8 de la mañana siguiente, como las demás obras), y la editorial pedía disculpas por la ausencia del resto del texto, que -anunciaba- sería publicado «próximamente». Me angustiaba la posibilidad de que el acontecimiento que me interesaba hubiera sucedido después de las 10.

En La Floresta abrían a las 9, de modo que era absurdo leer la primera parte. Lo que había, si es que había algo, tenía que haber sucedido en la segunda. Me apoyé junto al teléfono, acerqué el libro a la luz de la cabina y comencé a leer. Las descripciones eran precisas. Sentí que mi corazón se aceleraba.

Guerrero hablaba de coches yendo y viniendo, de ventanas apagándose y encendiéndose, de gente que entraba y salía de los comercios. Tomé aliento y contuve la respiración.

Un hombre robusto, cabezón, con patillas blancas y unas gafas enormes, se desliza como una sombra hacia el interior de La Floresta Invisible.

La descripción parecía clara: tenía que ser Modesto Fárrago, que habría llegado a las 9 en punto. Reconocí después la llegada de Gaspar Parra («calvo y estirado») y del hombre de la cara fofa («complexión robusta y traje gris»). Entonces, en el siguiente párrafo:

Un taxi se detiene frente al restaurante. De él se baja una joven singular.

Interrumpí la lectura y cerré los ojos. Estaba tan nervioso que pensé que iba a desmayarme. Debe de referirse a Musa, razoné. Según su propia declaración, ella había llegado antes que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que me hubiera mentido, o de que, simplemente, se hubiera equivocado al recordar. Reuniendo fuerzas, proseguí.

La noche y las farolas la dibujan un momento antes de entrar en el restaurante. Lleva un vestido negro muy breve que le desnuda la espalda. Sus largas piernas son de ensueño. Es una figura hermosa, irrepetible. Parece una modelo.

Lo es, sin duda. «Lo es, sin duda». Toda la ansiedad que había estado sintiendo hasta ese momento se desplomó a mis pies como una bandeja de cristales frágiles. La cara me ardía. Musa no me había engañado, por tanto: aquella noche había estado en La Floresta. Continué la lectura sin esperanza, cada vez más seguro de que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Ocho páginas más allá llegaba yo. Rosalía apenas me dedicaba dos líneas.

Un Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja un tipo bajito y barbudo, con gafitas, de aspecto ridículo. Entra en el restaurante.

La cabeza empezaba a dolerme. Mis ojos pugnaban por llorar. Devoré frases, descripciones del vecindario, una pelea callejera, un gato negro hurgando entre los cubos de basura, la calle vacía, nuevos clientes (una pareja de ancianos, una familia), un grupo de jóvenes cantando, el silencio y los coches, las 10 menos cuarto, las 10 menos 10, las 10 menos 5… Perdí la esperanza. El final se aproximaba.

Llegué a la última página sin poder apenas respirar. ¡Nadie ha leído con más ansiedad el final de un libro! Constaba de 10 líneas. Las 3 primeras se dedicaban a comentar el rugido de una moto que pasó a toda velocidad provocando los airados insultos de un probo transeúnte. Entonces, tras un punto y aparte, venían las 7 últimas líneas:

A las 10, otro Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja una mujer. Lleva chaqueta negra y bolso. Su pelo castaño claro está recogido en un moño, como el de la chica alta que llegó hace más de media hora. Pero ésta no parece modelo. Antes de entrar en La Floresta se quita el abrigo. Su vestido negro ceñido al cuello le desnuda la espalda. Su figura es… Pero ya no la veo. Ha entrado muy rápido.

Así terminaba el libro de Rosalía Guerrero. Pero para mí comenzaba todo de nuevo. Había dos mujeres. Dos mujeres vestidas de forma similar: Musa y ELLA. Yo tenía razón. Grisardo tenía razón. Modesto tenía razón. Cerré el libro, descolgué el auricular del teléfono, introduje unas monedas y marqué un número. Cuando el contestador automático de las oficinas de Horacio Neirs me dejó hablar, dije:

– Señor Neirs: la literatura y yo teníamos razón.

Y me eché a llorar de pura felicidad.

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