Me llamó ‘Víctor’ y no ‘Francés’, por el apellido como solía. Sólo me llamaba ‘Víctor’ cuando no estaba bien o se sentía desamparado. Yo nunca lo llamé ‘Eugenio’, en ningún caso. Dorta tenía no sólo mucho de Dorta el niño, sino también de su madre y sus tías, a las que yo había visto tantas veces a la salida del colegio o en sus diferentes casas, invitado por el hijo o sobrino. De vez en cuando salía de su boca alguna frase que pertenecía sin duda a esas señoras anticuadas y cándidas que habían dominado su mundo en gran medida. Se le escapaban, no las rehuía sino que probablemente se complacía en perpetuarlas así, verbalmente, con sus expresiones perdidas: ‘Y además en el extranjero.’
¿Para qué diablos querías el anillo? -le pregunté- No te dará por creer ahora en magias, espero. ¿O es que quieres convertir en jirafa a alguien?
No, descuida. Se me antojó, me hizo gracia, era llamativo y tenía historia, exhibirlo aquí habría invitado a mucha gente a preguntarme, cualquier cosa es útil para el acercamiento en los bares. Si creo en las magias es en los otros, no en mí, desde luego; no me he visto tocado por ninguna en toda la vida, como bien sabes. -Y añadió sonriendo:- De hecho, al perder el anillo, me arrepentí de no haber pujado por el lote anterior en tu nombre, no salió tan caro. ‘El talismán mágico de Crowley para la potencia sexual y el poder sobre las mujeres’, así decía el catálogo, qué te parece, un bonito medallón de plata con su 666 preceptivo. Se lo llevó también el germánico o lo que fuera, sólo que ahí no tuvo mi competencia, quizá por eso salió menos caro. Me resta el consuelo de haberlo obligado a gastar de más con el anillo. Qué te parece, ‘poder sobre las mujeres’. Llevaba las iniciales ‘AC’ además del número grabado. Te habría ayudado.
Me reí de su malicia siempre benigna conmigo, no necesariamente con otros, su lengua era su única arma.
Dentro de un par de años sin lugar a dudas, ya lo preveo. Pero aún no tengo demasiadas quejas en esos dos aspectos.
¿Ah, no? Cuenta, cuéntame.
Tal vez fue entonces cuando yo pasé a hablar en aquella última cena y él escuchó con interés pero también con algo de abatimiento; que callara demasiado rato solía significar que estaba preocupado por algún asunto o momentáneamente descontento consigo mismo o con su vida, a todos nos pasa de vez en cuando pero nos dura poco si los motivos son leves, como la inquietud por el futuro impreciso o los arrepentimientos cotidianos, para los que no hay mucho tiempo, el verdadero arrepentimiento necesita perduración y tiempo. Cuando muere un amigo quisiéramos recordarlo todo de la última vez que lo vimos, la cena vivida como una más que de pronto adquiere un inmerecido rango y se empeña en brillar con un fulgor que no fue suyo; intentamos ver significado en lo que no lo tuvo, intentamos ver señas e indicios y acaso magias. Si el amigo ha muerto de muerte violenta lo que intentamos ver son quizá pistas, sin darnos cuenta de que también pudo no ocurrir nada esa noche, y entonces todas serían falsas. Recuerdo que se pasó la sobremesa fumando con gusto unos cigarrillos indonesios que había traído de Londres con aroma y sabor a clavo. Me regaló un paquete que aún tengo, Gudang Garam la marca, un paquete rojo y estrecho, ‘12 kretek cigarettes’, no sé lo que significa ‘kretek’, será palabra indonesia. La advertencia no se andaba por las ramas: ‘Smoking kills’, dice sin más, ‘Fumar mata’. No desde luego a Dorta, lo mató una lanza africana. Cuando yo paré de contar mis anodinas historias él volvió a adueñarse de la charla con nuevos bríos tras regresar del cuarto de baño, pero ya sin jovialidad ninguna. Acarició con el índice el dibujito en relieve que había en la cajetilla, parecía un tramo de rieles formando curva, un paisaje ferroviario, a la izquierda unas casas con tejados triangulares, infantiles, quizá una estación, todo en negro, dorado y rojo.
Este verano no voy a pasarlo bien, me parece -dijo. Estábamos a finales de julio, más tarde pensé que era raro que el verano entero le pareciera aún futuro aquella noche.- Me va a resultar difícil, estoy un poco desquiciado, y lo peor es que lo que siempre me divirtió me aburre. Hasta escribir me aburre. -Hizo una pausa y añadió sonriendo débilmente, como si hubiera cometido una falta impropia:- El último libro ha sido un buen fracaso, más de lo que te imaginas. Estoy acabando a toda prisa una cosa nueva, a los fracasos no hay que darles tiempo, es lo peor que puede hacerse porque en seguida lo impregnan y lo contaminan todo, cualquier aspecto de la existencia, hasta el más remoto, el más alejado de la esfera en que se produjo el desastre, como una mancha de sangre. Aunque uno se arriesgue a empalmar dos seguidos y acaba aún más manchado. Hay gente que así se hunde. Esta noche me toca un editor con el que ya he contratado esto sin terminarlo, he quedado a tomar la primera copa con él, está de paso en Madrid y ahora exige que lo distraiga. Un tipo sin escrúpulos y algo tardo de palabra, un lastre. Pero él no está escarmentado conmigo y le ha gustado arrebatarme a los otros. Es un decir, arrebatarme, tal como están las cosas. Pronto no va a quedarme ni el nombre que suena. Eso que se dice, ‘un nombre que suena’, una firma.
Sus noches empezaban realmente después de la cena. Tras el editor vendría lo más festivo, terrazas y discotecas y grupos noctámbulos hasta el amanecer o casi, no era extraño que esperara ser visto aún como un joven. Lo cierto es que parecía mayor, supongo, a mí me costaba distinguir eso, pero la gente que nos conocía a ambos se sorprendía al enterarse de que habíamos sido compañeros de clase, y no es que a mí no se me noten mis años. Lo vi preocupado, pesimista, inseguro, quizá dominado por el descubrimiento reciente de que lo que tarda en llegar además no dura, un éxito relativo en su caso, que debería haber ido a más y había ido a menos demasiado pronto, acostumbrándolo a lo bueno sólo lo justo. Prefiero no decir nada de sus novelas, al cabo de dos años ya no las lee nadie, ya no está el autor en el mundo para defenderlas y seguir emitiendo, aunque su muerte violenta hizo que esa obra póstuma e inconclusa se vendiera estupendamente al principio, tuvo sus titulares extraliterarios durante unas semanas, el editor sin escrúpulos se apresuró a sacarla. Yo ya no quise leerla.
Al poco ya no hubo más titulares ni letra pequeña ni nada, Dorta fue olvidado inmediatamente, sus libros curiosos sin verdadera valía y su asesinato sin resolución y por tanto abandonado, lo que no avanza ni sigue emitiendo está condenado a una disolución muy rápida. La policía archivó o no el caso, no sé cómo funciona su burocracia, desde el primer momento no me pareció que tuvieran mucho interés en averiguar nada -gente perezosa, el castigo final les pilla lejos- una vez que supieron que lo más misterioso y raro tenía una explicación sencilla, aquella lanza turística. Pero eso no era lo más misterioso ni lo más raro, sino la mujer desconocida a su lado conteniendo su semen en las encías, porque Dorta era un homosexual -cómo decirlo-, un homosexual sin fisuras, y supongo que retrospectivamente lo había sido desde el primer día en el patio y en clase, aunque ni él ni yo supiéramos por entonces ni durante muchos venideros años la existencia de esa palabra ni de lo que denomina. Tal vez lo sabían o intuían mejor los matones del colegio, y por eso lo maltrataban. Me atrevería a decir que no había conocido mujer en su vida, fuera de algún besuqueo voluntarioso en la adolescencia, cuando salirse de la uniformidad es muy grave si uno no quiere permanecer aislado y todos hacen esfuerzos por llamar la atención y a la vez asimilarse. Sus noches eran a menudo de búsqueda, pero el acercamiento en los bares para el que todo resultaba útil no tenía como destino a mujeres precisamente. Tampoco era lo bastante rijoso para hacer excepciones o contentarse si alguna se le ponía a tiro o se le ofrecía, y era improbable que sucediera eso, ellas notan el deseo del otro aunque sea remolón y tibio y ninguna pudo sentir nunca el suyo. Lo más disparatado de su muerte era eso, más incluso que la violencia, de la que había sido víctima leve en dos o tres ocasiones, irse a la cama con desconocidos siempre más fuertes y jóvenes y más pobres supongo que entraña sus riesgos. Nunca me dijo si pagaba o no y yo no le preguntaba, quizá hubo de hacerlo según se convirtió en ‘un hombre’, para su extrañeza; sé que hacía regalos y colmaba caprichos conforme a sus posibilidades y su entusiasmo, una forma de compra menos cruda que la de los billetes, en el fondo anticuada, respetable, atenta y que le permitiría engañarse a ratos. Si lo hubieran encontrado junto a cualquier muchacho la cosa no me habría parecido extraña, en la medida en que no será extraña la muerte de alguien que siempre asistió a nuestra vida, muy escasa esa medida. Ni siquiera la edad de la dominicana o cubana se ajustaba a las preferencias, hasta un chico de esos años habría tenido poco interés para Dorta, demasiado viejo. Dudé un instante si decírselo al inspector que me interrogó y me mostró aquellas fotos póstumas. Dorta había sido prudente mientras vivía su madre, aún lo era un poco porque vivían las tías, aunque no se enteraban de nada; en sus libros no había nada muy confeso, sólo insinuaciones. Dudé si decírselo a aquel inspector, yo creo, por un absurdo orgullo masculino: tal vez no estaba mal que creyera que mi mejor amigo había pasado su última noche con una mujer por su gusto y costumbre, como si eso fuera algo más digno y más meritorio. Me avergoncé de la tentación en seguida y aún es más, pensé que la mujer podía ser otro elemento de escarnio, como las gafas puestas: en la boca de una tía hasta el fin de los tiempos, maricón de mierda. Y le comuniqué al inspector lo increíble de la circunstancia, aquella escenificación tan inexplicable, Dorta junto a una mujer en la cama, restos de su semen en los intersticios de la dentadura picada o en las estrías y arrugas de los labios grandes. Pero el inspector me miró con reproche y sorna, como si de pronto me juzgara mal amigo o majara por querer ensuciar la memoria de Dorta con evidentes patrañas cuando él ya no estaba allí para defenderse ni desmentirme, aquel inspector Gómez Alday participaba de mi mismo orgullo masculino, sólo que en él no estaba recóndito.