En el segundo tiempo se ganó tres a cero y el equipo jugó muy bien casi siempre a partir de entonces. A Szentkuthy, por tanto, se lo echó poco de menos. Su rodilla evolucionó mucho peor de lo que se pensó al principio, mucho peor de lo que se pensaba en febrero y en marzo y en abril y en mayo. O bien él no fue obediente en su convalecencia tras el quirófano. Tuvo algún conflicto con el entrenador y al término de la temporada se le dio la baja, se lo traspasó al fútbol francés, al que van los grandes cuando parece que no llegarán a serlo del todo ni se los recordará como tales.
Jugó tres años más en el Nantes sin muchos alardes, aquí se supo de él poco, los periodistas olvidan pronto, tan pronto que la noticia de su muerte sólo ha aparecido con algún detalle en la prensa deportiva que yo no suelo comprar, un sobrino mío me enseñó el recorte. Hace ya ocho años que Szentkuthy dejó Madrid, seguramente hacía cinco que ya no jugaba al fútbol a menos que se hubiera arrastrado por los desconocidos equipos de su país, aquí no se sabe casi nada de Hungría. Un hombre de treinta y tres años a la hora de su muerte, un hombre joven sin goles nuevos y con sus vídeos demasiado vistos, sólo podría coleccionar mujeres en su Budapest natal, allí seguiría siendo un ídolo, el niño que se marchó y triunfó lejos y vivirá ya siempre del recuerdo orgulloso de sus hazañas remotas cada vez más difuminadas. Ya no vive porque le han disparado en el pecho, y quizá hubo un segundo en que su mujer convencida y tímida flaqueó en su voluntad afirmativa y dudó si apretar el gatillo tan duro con sus dos dedos frágiles aunque a la vez supiera que lo apretaría. Quizá hubo un segundo en que se negó la inminencia y el tiempo fue marcado y se volvió indeciso, y en el que Szentkuthy vio claros la línea divisoria y el muro normalmente invisible que separan vida y muerte, el único ‘Aún no’ y el único ‘Ya está’ que cuentan. A veces están en poder de las cosas más nimias, de unos dedos sin fuerza que se han cansado de buscar un bolsillo y tirar de una manga, o de la suela de una bota.
No más amores
Es muy posible que los fantasmas, si es que aún existen, tengan por criterio contravenir los deseos de los inquilinos mortales, apareciendo si su presencia no es bien recibida y escondiéndose si se los espera y reclama. Aunque a veces se ha llegado a algunos pactos, como se sabe gracias a la documentación acumulada por Lord Halifax y Lord Rymer en los años treinta.
Uno de los casos más modestos y conmovedores es el de una anciana de la localidad de Rye, hacia 1910: un lugar propicio para este tipo de relaciones imperecederas, ya que en él y en la misma casa, Lamb House, vivieron durante algunos años Henry James y Edward Frederic Benson (cada uno por su lado y en periodos distintos, y el segundo llegó a ser alcalde), dos de los escritores que más y mejor se han ocupado de tales visitas y esperas, o quizá nostalgias. Esta anciana, en su juventud (Molly Morgan Muir era su nombre), había sido señorita de compañía de otra mujer mayor y adinerada a quien, entre otros servicios prestados, leía novelas en voz alta para disipar el tedio de su falta de necesidades y de una viudez temprana para la que no había habido remedio: la señora Cromer-Blake había sufrido algún desengaño ilícito tras su breve matrimonio según se decía en el pueblo, y eso seguramente -más que la muerte del marido poco o nada memorable- la había hecho áspera y reconcentrada a una edad en que esas características en una mujer ya no pueden resultar intrigantes ni todavía objeto de broma y entrañables. El hastío la llevaba a ser tan perezosa que difícilmente era capaz de leer por sí sola y en silencio y a solas, de ahí que exigiera de su acompañante que le transmitiera en voz alta las aventuras y los sentimientos que cada día que ella cumplía -y los cumplía muy rápida y monótonamente- parecían más alejados de aquella casa. La señora escuchaba siempre callada y absorta, y sólo de vez en cuando le pedía a Molly Morgan Muir que le repitiera algún pasaje o algún diálogo del que no se quería despedir para siempre sin hacer amago de retenerlo. Al terminar, su único comentario solía ser: ‘Molly, tienes una hermosa voz. Con ella encontrarás amores.’
Y era durante estas sesiones cuando el fantasma de la casa hacía su aparición: cada tarde, mientras Molly pronunciaba las palabras de Stevenson o Jane Austen o Dumas o Conan Doyle, veía difusamente la figura de un hombre joven y de aspecto rural, un mozo de cuadra o de establo. La primera vez que lo vio, de pie y con los codos apoyados en el respaldo del sillón que ocupaba la señora, como si escuchara atentamente el texto que recitaba ella, estuvo a punto de gritar del susto. Pero en seguida el joven se llevó el índice a los labios y le hizo tranquilizadoras señas de que continuara y no denunciara su presencia. Su rostro era inofensivo, con una tímida sonrisa perpetua en los ojos burlones, alternada tan sólo, en algunos momentos graves de la lectura, con una seriedad alarmada e ingenua propia de quien no distingue del todo entre lo acaecido y lo imaginado. La joven obedeció, aunque no pudo evitar aquel día levantar la vista demasiadas veces y dirigirla por encima del moño de la señora Cromer-Blake, que a su vez alzaba la suya inquieta como si no estuviera segura de llevar derecho un sombrero hipotético o debidamente iluminada una aureola. ‘¿Qué ocurre, niña?’, le dijo alterada. ‘¿Qué es lo que miras ahí arriba?’ ‘Nada’, contestó Molly Muir, ‘es una manera de descansar los ojos para volver a fijarlos luego. Tanto rato me los fatigaría’. El joven asintió con su pañuelo al cuello y la explicación bastó para que en lo sucesivo la señorita mantuviera su costumbre y pudiera saciar al menos su curiosidad visiva. Porque a partir de entonces, tarde tras tarde y con pocas excepciones, leyó para su señora y también para él, sin que aquélla se diera jamás la vuelta ni supiera de las intrusiones de éste.
El joven no rondaba ni se aparecía en ningún otro instante, por lo que Molly Muir no tuvo nunca ocasión, a través de los años, de hablar con él ni de preguntarle quién era o había sido o por qué la escuchaba. Pensó en la posibilidad de que fuera el causante del desengaño ilícito padecido por su señora en un tiempo pasado, pero de los labios de ésta jamás salieron las confidencias, pese a las insinuaciones de tantas páginas leídas y de la propia Molly en las lentas conversaciones nocturnas de media vida. Tal vez aquel rumor era falso y la señora no tenía en verdad nada que contar digno de cuento y por eso pedía oír los remotos y ajenos y más improbables. En más de una oportunidad estuvo Molly tentada de ser piadosa y relatarle lo que ocurría todas las tardes a sus espaldas, hacerla partícipe de su pequeña emoción cotidiana, comunicarle la existencia de un hombre entre aquellas paredes cada vez más asexuadas y taciturnas en las que sólo resonaban, a veces durante noches y días seguidos, las voces femeninas de ambas, cada vez más avejentada y confusa la de la señora, cada mañana un poco menos hermosa y más débil y huida la de Molly Muir, que en contra de las predicciones no le había traído amores, o al menos no que se quedaran y pudieran tocarse. Pero siempre que estuvo a punto de caer en la tentación recordó al instante el gesto discreto del joven -el índice sobre los labios, repetido de vez en cuando con los ojos de leve guasa-, y guardó silencio. Lo último que deseaba era enfadarlo. Quizá era sólo que los fantasmas se aburren igual que las viudas.
Cuando la señora Cromer-Blake murió, ella siguió en la casa, y durante unos días, afligida y desconcertada, dejó de leer: el joven no apareció. Convencida de que aquel muchacho rural deseaba tener la instrucción de la que seguramente había carecido en vida, pero también temerosa de que no fuera así y de que su presencia hubiera estado relacionada misteriosamente con la señora tan sólo, decidió volver a leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas, sino tratados de historia y de ciencias naturales. El joven tardó algunas fechas en reaparecer -quién sabe si guardan luto los fantasmas, con más motivo que nadie-, pero por fin lo hizo, tal vez atraído por las nuevas materias, acerca de las cuales siguió escuchando con la misma atención, aunque ya no de pie y acodado sobre el respaldo, sino cómodamente sentado en el sillón vacante, a veces con las piernas cruzadas y una pipa encendida en la mano, como el patriarca que nunca debió de ser.