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¿Qué pasa? -dijo mi mujer débilmente.

Me volví, estaba incorporada en la cama, con ojos de susto, como los de una enferma que se despierta y aún no ve nada ni sabe dónde está ni por qué se siente tan confusa. La luz estaba apagada. En aquellos momentos era una enferma.

Nada, vuelve a dormirte -contesté yo.

Pero no me acerqué a acariciarle el pelo o tranquilizarla, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque no podía apartarme del balcón, y apenas apartar la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo. Ahora me veía bien, y era indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, la persona que la había hecho sufrir en la espera y la había ofendido con mi prolongada ausencia. ‘¿No me has visto que te estaba esperando ahí desde hace una hora? ¡Por qué no me has dicho nada!’, chillaba furiosa ahora, parada ante mi hotel y bajo mi balcón. ‘¡Tú me vas a oír! ¡Yo te mato!’, gritó. Y de nuevo hizo el gesto con el brazo y los dedos, el gesto que me agarraba.

¿Pero qué pasa? -volvió a preguntar mi mujer, aturdida desde la cama.

En ese momento me eché hacia atrás y entorné las puertas del balcón, pero antes de hacerlo pude ver que la mujer de la calle, con su enorme bolso anticuado y sus zapatos de tacón de aguja y sus piernas robustas y sus andares tambaleantes, desaparecía de mi campo visual porque entraba ya en el hotel, dispuesta a subir en mi busca y a que tuviera lugar la cita. Sentí un vacío al pensar en lo que podría decirle a mi mujer enferma para explicar la intromisión que estaba a punto de producirse. Estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras. Sentí un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta.

Prismáticos rotos

Para Mercedes López-Ballesteros, en San Sebastián

El Domingo de Ramos casi todos mis amigos habían abandonado Madrid y yo me fui a pasar la tarde en el hipódromo. Durante la segunda carrera, que aún no tenía ningún interés, un individuo que estaba a mi izquierda me dio sin querer un codazo en mi codo al llevarse bruscamente a los ojos sus prismáticos para mejor ver la recta final. Yo ya estaba mirando, ya tenía los míos ante mis ojos, y el golpe hizo que se me cayeran al suelo (siempre me olvido de colgármelos al cuello, y así lo pago o lo pagué aquel día, porque se me rompió uno de los cristales, los prismáticos contra las gradas, aunque no rebotaron, se quedaron allí en el suelo, quietos y rotos). El hombre se agachó antes que yo a recogerlos, fue él quien me dio noticia del desperfecto, al tiempo que se disculpaba.

Ay perdone -dijo. Y luego:- Vaya homore, se han roto, qué mala pata.

Lo vi agachado, y lo primero que vi de él fue que llevaba gemelos, quiero decir en los puños de la camisa, lo cual es raro de ver hoy en día, sólo los muy cursis o muy anticuados se atreven a ponérselos. Lo segundo que vi fue que llevaba una pistola con su correspondiente funda, pegada al costado derecho (sería zurdo), al agacharse se le ahuecaron los faldones de la chaqueta y pude ver la culata. Eso es aún más raro de ver, será policía, pensé en seguida. Luego, al levantarse me di cuenta de que era un hombre de gran estatura, me sacaba la cabeza; tendría unos treinta años y lucía patillas, rectas pero demasiado largas, otro rasgo anticuado, no me habrían llamado la atención hace quince años, o bien hace un siglo. Quizá las llevaba para encuadrar y dar más volumen a su cabeza, que era alargada y pequeña, parecía una cerilla.

Le pagaré el arreglo -dijo azorado-. Tenga, de momento le presto los míos. Estamos sólo en la segunda carrera.

La segunda carrera había ya terminado, de hecho. No nos habíamos enterado de quién había ganado, por lo que no me atreví a rasgar mis boletos de apuestas, que sostenía en la mano como hacemos todos, para romperlos y tirarlos al suelo en seguida, si hemos perdido, y olvidarnos así al instante del error de pronóstico. En aquel momento tenía también en las manos mis prismáticos rotos (los había comprado en un avión hacía no mucho, en pleno vuelo) y los del individuo intactos, me los había entregado al tiempo que me anunciaba su préstamo, yo los había cogido mecánicamente para que no se cayeran también contra las gradas. Al ver mi apuro me cogió los boletos y me los metió en el bolsillo pectoral externo de mi chaqueta, dándome a continuación una palmadita encima, como para decirme que ya estaban a buen recaudo.

Pero si me deja los suyos, ¿qué va usted a hacer? -le dije.

Podemos compartirlos, si no le importa que veamos las carreras juntos -contestó él-. ¿Está solo?

Sí, he venido solo.

Lo único -añadió el hombre- es que tendríamos que verlas todas desde aquí. Estoy de vigilancia, hoy me toca aquí, no puedo moverme.

¿Es usted policía?

No, qué va, me moriría de hambre, vaya mierda, conozco a algunos, ¿usted cree que si fuera un poli podría llevar la ropa que llevo? Míreme.

Y al decir esto el hombre extendió los brazos y dio un paso atrás, las manos abiertas como las de un mago. La verdad es que iba muy mal vestido (para mi gusto), aunque con ropas caras: un traje cruzado (pero la chaqueta abierta, como ya he dicho) de un inverosímil gris verdoso, difícil de conseguir a todas luces; la camisa, que parecía muy rígida para estos tiempos, me temo que era rosa palo, no fea en sí, pero impropia de un hombre tan alto; la corbata era un enjambre incomprensible (pájaros, insectos, Mirós repugnantes, ojos de gato), predominaba el amarillo; lo más raro era el calzado: ni zapatos de cordones ni mocasines, sino unas infantiles botitas que le llegaban hasta el tobillo, debía de considerarlas modernas, el resto se suponía semiclásico. Los gemelos podían ser buenos, quizá de Durán, brillaban lo suyo, tenían forma de hoja. No era un hombre discreto, tampoco un original, seguramente no había sido educado para combinar, eso era todo.

Ya veo -dije yo sin saber qué decir-. ¿Y qué es lo que tiene que vigilar, entonces?

Soy escolta -contestó.

Ah, ¿y a quién está usted escoltando?

El hombre me cogió los prismáticos que acababa de prestarme y miró con ellos hacia la tribuna de autoridades, que estaba a poca distancia (la verdad es que no hacían falta las lentes de aumento para discernirla). Volvió a entregármelos. Parecía aliviado.

No, aún no ha llegado, todavía hay tiempo. Si por fin viene no llegará hasta la cuarta carrera, para saludar a los amigos. La que le interesa de verdad es la quinta, como a todos, y no dispone de tiempo para matarlo, quiero decir que usted habrá venido temprano para pasar el rato. Él, en cambio, estará haciendo negocios por teléfono o durmiendo la siesta para estar despejado. Yo he venido por delante, para ver cómo está la tarde, para ver si el ambiente está espeso y tomar posiciones.

¿Espeso? ¿Qué quiere decir? ¿Qué puede pasar aquí?

Lo más probable es que nada, pero alguien tiene que ir siempre por delante. Y alguien por detrás, junto a él, claro está. Yo suelo ir más bien por delante. Por ejemplo, si entramos en un restaurante o en un casino, o nos paramos a beber una cerveza en un bar de carretera, yo entro siempre el primero para ver cómo anda la cosa. Nunca se sabe al entrar en un local público, en ese momento puede haber dos tíos dándose de hostias. No es lo normal, pero ya sabe, un camarero que ha derramado el vino, y un cliente con mal carácter lo puede estar zarandeando. Eh, no querrá que mi jefe vea eso, o que se vea envuelto en el fregado. Las botellas vuelan rápido, ¿sabe? A lo largo del día vuelan en Madrid muchas más botellas de las que usted se imagina, se sacan navajas, la gente se zumba, la gente tiene los nervios a flor de piel. Y si en medio de todo eso aparece la riqueza, entonces todos se paran y piensan: ‘Que lo pague la riqueza.’ Los que se están peleando son capaces de ponerse de acuerdo en un instante y emprenderla a golpes con la riqueza: ‘Que se joda la riqueza’. Hay que llevar mucho ojo, ojo.

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