Veo eso ahora y lo veo completo, con un después y un antes, aunque el después no me atañe en sentido estricto y no resulta por eso tan doloroso. Pero sí el antes, o sí la negación de lo que entreví y amagué pensar entre la bajada y la subida y la nueva bajada de la cosa negra que acabó conmigo. Veo ahora a Luisa hablando con un hombre que no conozco y que también lleva bigote como el doctor Arranz lo llevó en su día, aunque no cortante sino suave y poblado y con algunas canas. Es un hombre de mediana edad, como fue la mía y quizá también la de Luisa, aunque yo la vi siempre como a una joven de la misma manera que nunca pude ver a mis padres y a Arranz como tales. Están reunidos en el salón de una casa que tampoco conozco y que es la de él, un lugar abigarrado, lleno de libros y cuadros y adornos, una casa estudiada. El hombre se llama Manolo Reyna y tiene suficiente dinero para no mancharse las manos nunca. Hablan en susurros sentados en un sofá, es por la tarde y yo estoy en esos momentos visitando a María, dos semanas atrás, dos antes de mi muerte a la vuelta de un viaje, y ese viaje aún no ha empezado, todavía se están haciendo los preparativos. Los susurros son ahora nítidos, tienen un grado de realidad incongruente no ya con mi estado que no conoce lo táctil, sino con la propia vida, nada en ella es tan concreto nunca, nada respira tanto. Pero hay un momento en que Luisa alza la voz, como la alza uno para defenderse o defender a alguien, y lo que dice es esto:
Pero él se ha portado siempre muy bien conmigo, no tengo nada que reprocharle, y así es muy difícil.
Y Manolo Reyna contesta arrastrando las palabras:
No sería más fácil ni te costaría menos si te hubiera hecho la vida imposible. A la hora de matar a alguien lo que haya hecho no cuenta, siempre parece un acto excesivo para cualquier comportamiento.
Veo a Luisa llevarse el pulgar a la boca y mordisquearlo un poco, un gesto que le he visto hacer tantas veces cuando vacila, o más bien antes de decidirse a algo. Es un gesto trivial, y es sangrante que también aparezca en medio de la conversación a la que no asistimos, la que se celebra a nuestras espaldas y nos menciona o critica o incluso defiende, o nos juzga y condena a muerte.
Pues mátalo tú entonces, no quieras que yo cometa ese acto excesivo.
Veo ahora también que quien empuña la cosa negra junto a mi televisión encendida no es Luisa, ni tampoco Manolo Reyna con su nombre folklórico, sino alguien contratado y pagado para que la haga abatirse dos veces sobre mi frente, la palabra es un sicario, en la guerra tantos milicianos fueron así utilizados. Mi sicario golpea dos veces y golpea con desapasionamiento, y esa muerte ya no me parece justa, ni adecuada, ni desde luego piadosa, como suele serlo la vida y lo fue la mía. La cosa negra es un martillo con mango de madera y cabeza de hierro, un martillo vulgar y corriente. Es el de mi casa, lo reconozco.
Allí donde el tiempo transcurre y fluye ya ha pasado mucho tiempo, tanto que no queda nadie de quienes conocí o traté, o padecí o quise. Cada uno de ellos, supongo, volverá sin ser percibido a ese espacio en el que se acumulan olvidados los tiempos y no verá allí más que a extraños, hombres y mujeres nuevos que creen, como los niños, que el mundo empezó con su nacimiento y para los que no tiene ningún sentido preguntarse por nuestra existencia pasada y barrida. Ahora Luisa recordará y sabrá cuanto no supo en vida ni tampoco en mi muerte. Yo no puedo hablar ahora de noches o días, todo está nivelado sin necesidad de esfuerzo ni de rutinas, en las que puedo decir que conocí sobre todo la tranquilidad y el contento: cuando fui mortal, hace ya tanto tiempo, allí donde todavía hay tiempo.
Todo mal vuelve
Para el médico nocturno, que no quiso ser ficticio
Hoy he recibido una carta que me ha hecho acordarme de un amigo. La escribía una desconocida, de mí y del amigo.
A él lo conocí hace quince o dieciséis años y dejé de tratarlo hace dos, a causa de su muerte y no de otra cosa, aunque nunca nos vimos mucho, dado que él vivía en París y yo en Madrid. Yo visitaba su ciudad con razonable frecuencia, él muy rara vez la mía. Sin embargo no nos conocimos en ninguna de ellas, sino en Barcelona, y antes de vernos por primera vez yo ya había leído un texto suyo que me había mandado la editorial madrileña a la que por entonces ofrecía consejo (mal remunerado, como suele ser el caso). Aquella novela o lo que quiera que fuese era muy difícilmente publicable, y de ella no recuerdo apenas nada: sólo que tenía inventiva verbal y gran sentido del ritmo y considerable cultura (el autor conocía la palabra ‘pecio’) y que por lo demás era casi ininteligible, o para mí lo era: si fuera un crítico tendría que decir que se trataba de un continuador aumentativo de Joyce, pero menos pueril o senil que el último Joyce al que seguía a distancia. Aun así lo recomendé y mostré mi aprecio relativo en un informe, y eso hizo que su agente me llamara (aquel escritor con vocación de inédito tenía sin embargo agente) para establecer una cita con ocasión de un viaje de su representado a Barcelona, donde vivía su familia y también vivía yo, hace quince o dieciséis años.
Se llamaba Xavier Comella, y siempre me cupo la duda de si los negocios a los que veladamente se refería de vez en cuando como ‘los negocios de la familia’ serían la cadena de tiendas de ropa del mismo nombre en esa ciudad (jerseys eminentemente). Dado el carácter iconoclasta de su texto, yo esperaba encontrarme a un individuo barbado y selvático o bien a un iluminado con atuendo algo polinesio y colgantes metálicos, pero no fue así: por la boca del metro de Tibidabo, donde habíamos quedado, apareció un hombre poco mayor que yo, de veintiocho o veintinueve años entonces, y mucho mejor trajeado (soy persona de orden, pero él llevaba corbata y gemelos, lo cual era raro para nuestra edad y la época, corbata de nudo estrecho); con un rostro enormemente anticuado, parecía salido de los mismos años de entreguerras de los que procedía su literatura: el pelo rubiáceo echado hacia atrás y levemente ondulado como el de un piloto de caza o un actor francés en blanco y negro -Gérard Philipe, o Jean Marais en su juventud-; los iris color jerez con una mancha oscura en el blanco del ojo izquierdo que hacía a su mirada mirar herida; la mandíbula fuerte, como si la tuviera apretada siempre, una dentadura agradable y recia, un cráneo bien visible a través de la frente limpia, uno de esos cráneos que parecen a punto de estallar permanentemente, no tanto por su tamaño, que era normal, cuanto porque al hueso frontal no parece bastarle la piel tirante para contenerlo, tal vez era efecto de un par de venas verticales, demasiado protuberantes y azules. Era agraciado y amable, o aún más, extraordinariamente educado, asimismo para su edad y la época más bien grosera, uno de esos hombres con los que uno prevé que no se podrá tomar confianzas y sí en cambio confiar en ellos. Tenía un deliberado aspecto extranjero o tal vez extraterritorial que acentuaba su enajenación del tiempo que le había tocado, labrado sin duda el aspecto por sus siete u ocho años ya fuera de nuestro país: hablaba español con la grata entonación de los catalanes que no han hablado apenas catalán (suaves la c y la z, suaves la g y la j) y con un poco de titubeo antes de arrancar las frases, como si tuviera que llevar a cabo una mínima traducción mental previa, las tres o cuatro primeras palabras de cada oración. Sabía varias lenguas y leía en ellas, incluido el latín, de hecho comentó que había venido leyendo las Tristia de Ovidio en el avión de París, y lo comentó no tanto con pedantería cuanto con la satisfacción que produce el logro de lo que cuesta esfuerzo. Tenía algo de mundo y le gustaba tenerlo y hacerlo ver, durante la larga conversación que mantuvimos en el bar de un hotel cercano hablamos demasiado de literatura y pintura y música, es decir, de los asuntos que fácilmente se olvidan, pero algo me explicó de su vida, de la que tanto en aquella ocasión como durante los posteriores años en que nos tratamos hablaba siempre con una contradictoria mezcla de discreción e impudor. Esto es, lo contaba todo o casi todo, cosas muy íntimas, pero con una seria naturalidad -o era tacto- que en cierto sentido le restaba importancia, como quien considera que todo lo extraño y terrible y angustioso y triste que puede ocurrirle a uno no es otra cosa que lo normativo y el sino de todos, luego también del que escucha, que no deberá sorprenderse. No por eso carecía del ademán confidencial, pero quizá más como parte del bagaje de gestos del hombre atormentado que porque tuviera verdadera conciencia de lo que era en principio incontable, o uno hubiera dicho que lo era. En aquella primera oportunidad me contó lo siguiente: había estudiado medicina pero no la ejercía, sino que vivía, enteramente dedicado a la literatura, de una larga herencia o de rentas familiares, quizá procedentes de un abuelo textil, ya no recuerdo bien. Disponía de ellas y las había explotado desde hacía siete u ocho años, los que llevaba en París, adonde se había trasladado gracias a ese dinero huyendo de la para él mediocre y átona vida intelectual barcelonesa, que por lo demás no había tenido tiempo de conocer más que por la prensa, dada su juventud al partir. (Creció en Barcelona pero había nacido en Madrid, al ser su madre de esta ciudad.) En París se había casado con una mujer llamada Éliane (siempre la nombraba así, jamás le oí decir ‘mi mujer’), cuyo gusto para los colores, dijo, era el más exquisito que pudiera encontrarse en un ser humano (no pregunté, pero supuse que en tal caso sería pintora). Tenía un amplio y ambicioso proyecto literario del cual había realizado ya el veinte por ciento, señaló con precisión, aunque todavía nada se había publicado: dejando de lado a sus allegados, yo era la primera persona que se interesaba por sus escritos, que comprendían no sólo novelas, sino ensayos, sonetos, teatro y hasta una pieza para marionetas. Era evidente que confiaba mucho en que prevaleciera mi criterio en el seno de la editorial, sin saber que la mía era sólo una voz entre muchas, y no de las más autorizadas, dada mi juventud. Me dio la impresión de que tenía que ser bastante feliz, o lo que por eso suele entenderse: parecía muy enamorado de su mujer, vivía en París mientras en España acabábamos de salir del franquismo si es que habíamos salido, no tenía que trabajar ni más obligaciones que las que se impusiera él mismo, probablemente llevaba una interesante o amena vida social. Y sin embargo ya en aquel primer encuentro había en él un elemento de turbiedad y desazón, como si de él emanara una nube de sufrimiento, o quizá era una polvareda que iba condensando para luego sacudírsela y dejarla atrás. Cuando me habló de lo mucho que elaboraba sus textos, de las infinitas horas que había empleado para escribir cada una de las páginas que yo había leído, creí que era sólo eso: una concepción anticuada como él mismo, casi patética de la escritura, un llamamiento al dolor necesario para conseguir que las palabras transmitan algo de conmoción sin que importe su significado, como lo logran la música o el color sin figura o deberían lograrlo las matemáticas, dijo. Le pregunté si también le había costado horas una de sus páginas más fáciles de recordar, en la que aparecía tan sólo, cinco veces por línea, el gerundio ‘cabalgando’, así: ‘cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando’, lo mismo en todas las líneas. Me miró con sorpresa -unos ojos ingenuos- y al cabo de unos segundos se echó a reír. ‘No’, contestó, ‘esa página no me llevó horas, desde luego. Hay que ver cómo eres’, añadió con inesperada simpleza, y volvió a reír.