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Cuando fui mortal

A menudo fingí creer en fantasmas y fingí creerlo festivamente, y ahora que soy uno de ellos comprendo por qué las tradiciones los representan dolientes e insistiendo en volver a los sitios que conocieron cuando fueron mortales. La verdad es que vuelven. Pocas veces son o somos percibidos, las casas que habitamos están cambiadas y en ellas hay inquilinos que ni siquiera saben de nuestra existencia pasada, ni la conciben: al igual que los niños, esos hombres y mujeres creen que el mundo comenzó con su nacimiento, y no se preguntan si sobre el suelo que pisan hubo en otro tiempo unas pisadas más leves o unos pasos envenenados, si entre las paredes que los albergan otros oyeron susurros o risas, o si alguien leyó en voz alta una carta, o apretó el cuello de quien más quería. Es absurdo que permanezca el espacio y el tiempo se borre para los vivos, o en realidad es que el espacio es depositario del tiempo, sólo que es silencioso y no cuenta nada. Es absurdo que así sea para los vivos, porque lo que viene luego es su contrario, y para ello carecemos de entrenamiento. Es decir, ahora el tiempo no pasa, no transcurre, no fluye, sino que se perpetúa simultáneamente y con todo detalle, y decir ‘ahora’ es tal vez falacia. Eso es lo segundo peor, los detalles, porque la representación de lo que vivimos y apenas nos hizo mella cuando fuimos mortales se aparece ahora con el elemento horrendo de que todo tiene significación y peso: las palabras dichas a la ligera y los gestos maquinales, las tardes de la infancia que veíamos amontonadas desfilan ahora una tras otra individualizadas, el esfuerzo de toda una vida -conseguir rutinas que nivelen los días y también las noches- resulta baldío, y cada día y noche son recordados con nitidez y singularidad excesivas y un grado de realidad incongruente con nuestro estado que ya no conoce lo táctil. Todo es concreto y es excesivo, y es un tormento sufrir el filo de las repeticiones, porque la maldición consiste en recordarlo todo, los minutos de cada hora de cada día vivido, los de tedio y los de trabajo y los de alegría, los de estudio y pesadumbre y abyección y sueño, y también los de espera, que fueron la mayor parte.

Pero ya he dicho que eso es sólo lo segundo peor, hay algo más lacerante, y es que ahora no sólo recuerdo lo que vi y oí y supe cuando fui mortal, sino que lo recuerdo completo, es decir, incluyendo lo que entonces no veía ni sabía ni oía ni estaba a mi alcance, pero me afectaba a mí o a quienes me importaban y acaso me configuraban. Uno descubre ahora la magnitud de lo que va intuyendo a medida que vive, cada vez más cuanto se es más adulto, no puedo decir más viejo porque no llegué a serlo: que uno sólo conoce un fragmento de lo que le ocurre, y que cuando cree poder explicarse o contarse lo que le ha sucedido hasta un día determinado, le faltan demasiados datos, le faltan las intenciones ajenas y los motivos de los impulsos, le fata lo oculto: vemos aparecer a nuestros seres más cercanos como si fueran actores que surgen de pronto ante el telón de un teatro, sin que sepamos qué hacían hasta el anterior segundo, cuando no estaban ante nosotros. Tal vez se presentan disfrazados de Otelo o de Hamlet y hace un instante fumaban un anacrónico cigarrillo imposible entre bastidores, y miraban un reloj impacientes que ya se han quitado para aparentar que son otros. También nos faltan los hechos a los que no asistimos y las conversaciones que no escuchamos, las que se celebran a nuestras espaldas y nos mencionan o nos critican o nos juzgan y nos condenan. La vida es piadosa, lo son todas las vidas o esa es la norma, y por eso consideramos malvados a quienes no encubren ni ocultan ni mienten, a quienes cuentan cuanto saben y escuchan, también lo que hacen y lo que piensan. Decimos que son crueles. Y es en el estado de la crueldad en el que me encuentro ahora.

Me veo por ejemplo de niño a punto de dormirme en mi cama durante tantas noches de una infancia sin sobresaltos o satisfactoria, con la puerta de mi cuarto entornada para ver la luz hasta que me venciera el sueño y aletargarme con las conversaciones de mi padre y mi madre y de algún invitado a cenar o a los postres, esto último casi siempre el doctor Arranz, un hombre agradable que sonreía siempre y hablaba entre dientes y que para mi contento llegaba justo antes de que me durmiera a tiempo de entrar en mi habitación para ver cómo estaba, el privilegio de un control casi diario y la mano del médico que tranquiliza y palpa bajo el pijama, una mano tibia e irrepetible que toca como luego ya no sabe tocar ninguna a lo largo de nuestras vidas, sintiendo el niño aprensivo que cualquier anomalía o peligro serán detectados por ella y por tanto atajados, es la mano que pone a salvo; y colgado de los oídos el estetoscopio con su tacto saludable y frío sobre el pecho encogido, y a veces también la heredada cuchara de plata con iniciales vuelta sobre la lengua, el mango que por un momento parecía ir a clavarse en nuestra garganta para dar paso al alivio de recordar tras el primer contacto que era Arranz quien lo sostenía, su mano aseguradora y firme y dueña de objetos metálicos, nada podía suceder mientras él auscultara o mirara con su linterna en la frente. Después de su rápida visita y sus dos o tres bromas -a veces le aguardaba mi madre apoyada en el quicio mientras él me examinaba y me hacía reír fácilmente, también divertida ella- yo me quedaba aún más calmado y empezaba a adormilarme mientras oía su charla en el salón no lejano, u oía cómo oían un rato la radio o jugaban un poco a las cartas, en un tiempo en que el tiempo apenas corría, parece mentira porque no hace tanto, aunque desde entonces a ahora haya dado tiempo a que yo viva y muera. Oigo las risas de quienes aún eran jóvenes aunque yo no pudiera verlos como tales entonces y sí en cambio ahora: mi padre el que menos reía, un hombre taciturno y apuesto con un poco de melancolía permanente en los ojos, quizá porque había sido republicano y había perdido la guerra, y eso debe ser algo de lo que uno no se recupera nunca, de perder una guerra contra los compatriotas y los vecinos. Era un hombre bondadoso que jamás nos regañaba a mí ni a mi madre y estaba mucho tiempo en casa escribiendo artículos y críticas de libros que las más de las veces firmaba para los periódicos con nombres supuestos porque era mejor que no usara el suyo; o bien leyendo, un afrancesado, novelas de Camus y Simenon es lo que más recuerdo. El doctor Arranz era más jovial, un hombre zumbón con su hablar arrastrado, lleno de inventiva y frases, ese tipo de hombre que es el ídolo de los niños porque con las cartas sabe hacer juegos de manos y los divierte con rimas inesperadas y les habla de fútbol -Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento entonces-, y se le ocurren juegos con los que los tienta y despierta su imaginación, ya que en realidad nunca tiene tiempo para quedarse a jugarlos de veras. Y mi madre, siempre bien vestida pese a que no habría mucho dinero en la casa de un perdedor de la guerra -no lo había-, mejor vestida que mi padre porque aún tenía su propio padre que la vestía, mi abuelo, menuda y risueña y mirando al marido a veces con pena, mirándome a mí siempre con entusiasmo, tampoco hay muchas más miradas así más tarde, según se crece. Veo ahora todo eso pero lo veo completo, veo que las risas del salón no eran de mi padre nunca mientras yo me iba sumergiendo en el sueño, y en cambio sí era suya y solamente suya la escucha de la radio, una imagen imposible hasta hace bien poco y que ahora es tan nítida como las antiguas que mientras fui mortal se iban comprimiendo y difuminando, cada vez más cuanto más vivía. Veo que unas noches el doctor Arranz y mi madre salían, y ahora comprendo tantas referencias a las buenas entradas, que en mi imaginación de entonces yo veía siempre cortadas por un portero del estadio o de la plaza de toros -esos sitios a los que yo no iba- y sobre las que ya no me preguntaba ninguna otra cosa. Otras noches no había buenas entradas o no se hablaba de ellas, o eran noches de lluvia que no invitaban a dar un paseo ni a ir a una verbena, y ahora sé que entonces mi madre y el doctor Arranz pasaban al dormitorio cuando ya era seguro que yo me había dormido tras ser tocado en el pecho y en el estómago por las mismas manos que la tocarían a continuación a ella ya no tibias y con más urgencia, la mano del médico que tranquiliza e indaga y persuade y exige; y tras ser también besado en la mejilla o la frente por los mismos labios que besarían luego -y la acallarían- el habla entre dientes y desenfadada. Y tanto si salían al teatro o al cine o a la sala de fiestas como si sólo pasaban a la habitación de al lado, mi padre ponía la radio a solas mientras esperaba, para no oír nada, pero también al cabo del tiempo y de la rutina -al cabo de la nivelación de las noches que siempre llega cuando las noches insisten en repetirse- para distraerse durante media hora o tres cuartos (los médicos siempre van con prisa), porque acabó distrayéndose con lo que escuchaba. El doctor se marchaba sin despedirse de él y mi madre ya no salía del cuarto, allí se quedaba aguardando a mi padre, se ponía un camisón y cambiaba las sábanas, él nunca la encontraba con sus bonitas faldas y medias. Y veo ahora la conversación que instituyó este estado que para mí no era el de la crueldad sino uno piadoso que ha durado mi vida entera, y en esa conversación el doctor Arranz lleva el bigotito cortante que yo llegué a ver en los procuradores en Cortes hasta la muerte de Franco, y no sólo en ellos, sino en los militares y en los notarios, en los banqueros y en los catedráticos, en los escritores y en tantos médicos, no en él sin embargo, fue un adelantado al quitárselo. Mi padre y mi madre están sentados en el comedor y yo aún no tengo conciencia ni tampoco memoria, soy un niño que no anda ni habla y que está en su cuna y que nunca tendría por qué haberse enterado: ella mantiene todo el rato la mirada baja y no dice palabra, él tiene los ojos primero incrédulos y luego horrorizados: horrorizados y temerosos, más que indignados. Y una de las cosas que Arranz dice es esta:

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