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Esa noche hubo tormenta, y Custardoy oyó ladrar al perro cojo desde su habitación en el segundo piso. Se acordó de la trampa, pero esta vez no sería eso, sino los truenos. Se acercó a la ventana para ver si el perro estaba a la vista, y allí lo vio, junto al mar llovido -perdigones contra una tela agitada-, parado como un trípode y ladrando al zigzag de los rayos, como si los aguardara. ‘Quizá también hubo tormenta la noche en que permaneció en la trampa’, pensó, ‘y ya les perdió para siempre el miedo’. Acababa de pensar esto cuando vio aparecer a la criadita corriendo, en camisón, llevaba en la mano una correa con la que atar al perro e intentar arrastrarlo. La vio forcejear, su cuerpo bien visible bajo la ropa mojada, y oyó una voz angustiada bajo su propia ventana: ‘¡Que te vas a morir, que te vas a morir!’, decía la voz. ‘Nadie duerme en esta casa’, pensó. ‘Sólo Cámara, quizá.’ Abrió la ventana sin ruido y asomó la cabeza un poco, no queriendo ser visto. Notó la fuerte lluvia sobre la nuca, y lo que vio desde arriba fue la copa abierta de un paraguas negro, la señora Vallabriga anhelando la vuelta de sus inacabadas figuras, era su voz, y era su brazo el brazo desnudo que de vez en cuando aparecía crispado bajo el paraguas, como si quisiera atraer o asir al animal y a la niña, que forcejeaban, el perro sin pata mal podía correr o escapar, seguía ladrando a los rayos que alumbraban su mirada reacia de novio lánguido y el cuerpo más adulto de lo que pareció vestido el cuerpo de pronto acabado-. Custardoy se preguntó quién temía la tía que se fuera a morir, y al poco lo supo, cuando la niña se llegó por fin hasta la puerta con el perro a rastras y desaparecieron los tres, primero bajo el paraguas como una cúpula y luego en la casa. Cerró la ventana, y, ya desde dentro, oyó sólo dos frases más, las dos de la tía, la niña debía de estar sin habla: ‘Este chucho’, dijo. Y luego: ‘A la cama en seguida, niña, quítate eso.’ Custardoy oyó los cansados pasos que subían hasta su piso, y entonces, de nuevo tumbado y cuando se hizo el silencio tras el último ruido de una sola puerta que se cerró -una sola puerta-, se preguntó si acaso no se habría equivocado respecto a la cama que protegía el Goya y que nadie habría de visitar. No se lo preguntó demasiado, pero decidió que a la mañana siguiente cometería una traición: el informe que tenía que darle a Cámara sobre las posibilidades de falsificación diría que no valía la pena falsificar una copia. La heredera del Goya se lo tenía ganado. Le diría a Cámara: ‘Olvidémoslo.’

Nota: El carácter ancilar y el lesbianismo insinuado de este minicuento se deben a que los cinco elementos impuestos por el encargo (una tortura china) me llevaron a pensar de inmediato en Rebeca, de Alfred Hitchcock o de Daphne du Maurier.

Domingo de carne

Estábamos alojados en el Hotel de Londres y durante las primeras veinticuatro horas en la ciudad no habíamos salido de la habitación, sólo nos habíamos asomado a la terraza para ver desde allí La Concha, demasiado llena para que resultara un espectáculo agradable. Sólo resulta grato lo que no es masivo y es distinguible, y allí no había manera de fijar la vista en nadie, pese a los prismáticos, el exceso de carne nivela e iguala. Los habíamos llevado por si algún domingo íbamos a Lasarte, al hipódromo, no hay mucho que hacer en San Sebastián los domingos de agosto, estaríamos allí tres semanas, nuestras vacaciones, cuatro domingos pero tres semanas, porque aquel segundo día de estancia era domingo y partiríamos un lunes.

Yo me asomaba más que mi mujer, Luisa, siempre con los prismáticos en la mano, o mejor dicho, colgados del cuello para que no pudieran resbalárseme y caer desde la terraza al suelo, hechos añicos. Intentaba fijarme en alguien de la playa, escoger a alguien, pero había demasiadas personas para poder guardarle fidelidad a ninguna, hacía panorámicas con las lentes de aumento, iba viendo centenares de niños, docenas de gordos, decenas de chicas (ninguna con el pecho descubierto, en San Sebastián es aún infrecuente), carne joven y madura y vieja, carne de niño que aún no es carne, carne de madre que es en cambio la que es más carne porque ya se ha reproducido. En seguida me cansaba de mirar y entonces volvía a la cama, donde reposaba Luisa, le daba unos besos, luego regresaba a la terraza, miraba de nuevo con los prismáticos. Quizá me aburría, y por eso sentí un poco de envidia cuando vi que dos habitaciones más allá, a mi derecha, había un individuo que, también con prismáticos, los mantenía fijos en algún punto interesante, sin bajarlos más que al cabo de un rato y sin moverlos mientras miraba: los sostenía en alto, inmóviles, durante un par de minutos, luego descansaba el brazo y al poco volvía a alzarlo, siempre en la misma posición, no desviaba su mirada un ápice. Él no estaba asomado, al contrario, observaba desde dentro de la habitación, y por tanto yo sólo le veía el brazo con vello, hacia dónde, exactamente hacia dónde estaría mirando, me pregunté con envidia, yo deseaba fijar mi vista, sólo cuando se fija se descansa de veras y se pone interés en lo que se contempla, yo hacía barridos solamente, carne y más carne sin individualizar, si por fin salíamos de la habitación Luisa y yo y bajábamos a la playa (estábamos haciendo tiempo a que se despejara un poco, a la hora de comer previsiblemente), formaríamos parte del conglomerado de carnes idénticas en la distancia, nuestros cuerpos reconocibles quedarían perdidos en la uniformidad que procuran la arena y el agua y los trajes de baño, sobre todo los trajes de baño. Y aquel hombre de mi derecha no se fijaría en nosotros, nadie que mirara desde arriba -como él y yo hacíamos- se fijaría en nosotros una vez que formáramos parte del desagradable espectáculo. Tal vez por eso, para no ser divisados, para no ser enfocados ni distinguidos, es por lo que los veraneantes gustan de desnudarse un poco y mezclarse con otros semidesnudos entre arena y agua.

Intenté calcular hacia qué punto podían dirigirse los ojos fijos del hombre, de mi vecino, y logré acotar un espacio no lo bastante pequeño para que mi vista reposara del todo y se tomara interés en lo interesante, pero al menos de este modo, copiándole en su mirada o intentando adivinársela, pude descartar la mayor parte de la extensión que tenía ante mí, una playa.

– ¿Qué miras? -me preguntó mi mujer desde la cama. Hacía mucho calor y se había puesto una toalla mojada sobre la frente, casi le tapaba los ojos, que no se interesaban por nada.

– No lo sé aún -dije sin volverme-. Estoy tratando de ver qué es lo que mira un hombre que está aquí al lado, en otra terraza.

– ¿Por qué? Qué más te da. No seas curioso.

Me daba lo mismo, en efecto, pero en verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa, si no no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser lenta y sin objetivo.

Según mis cálculos y mi observación, el individuo de mi derecha tenía que estar mirando hacia una de cuatro personas, todas ellas bastante cercanas entre sí y alineadas en última fila, lejos del agua. A la derecha de esas personas se abría un pequeño hueco, también a su izquierda, eso fue lo que me hizo pensar que miraba a una de esas cuatro. La primera (de izquierda a derecha, como en las fotos) me mostraba o nos mostraba la cara, ya que estaba recibiendo el sol de espaldas: era una mujer aún joven, estaba leyendo un periódico, tenía desabrochada la parte superior del bikini, no quitada (eso está mal visto en San Sebastián todavía). La segunda estaba sentada, otra mujer, de más edad, más corpulenta, con traje de baño de una sola pieza y un sombrero de paja, se untaba crema: sería una madre, pero sus hijos la habían abandonado, tal vez jugaban junto a la orilla. La tercera persona era un hombre, quizá su marido o su hermano, era más esbelto, tiritaba por capricho de pie sobre su toalla, como si estuviera recién vuelto del agua (tiritaba por capricho porque el mar no podía estar frío). La cuarta era la más distinguible porque estaba vestida, al menos el tórax cubierto: era un hombre mayor (la nuca canosa) sentado de espaldas, erguido, como si a su vez estuviera observando o vigilando a alguien en la orilla o unas filas más adelante, la playa como un teatro. Fijé mi mirada en él: estaba sin duda solo, no tenía que ver con el que estaba a su izquierda, el hombre que tiritaba en falso. Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta, no podía ver si debajo tenía el traje de baño o un pantalón, si estaba vestido, inadecuadamente en aquel lugar, de estarlo llamaría la atención por eso. Se rascaba la espalda, se rascaba la cintura, la cintura era gruesa, debía pesarle, sería uno de esos hombres a los que les cuesta mucho incorporarse, para hacerlo tienen que echar los brazos hacia delante, con los dedos estirados como si alguien fuera a tirar de ellos. Se rascaba la espalda, un poco como si se señalara. No pude esperar a comprobar si se incorporaba así, con dificultad, ni a ver si llevaba pantalones o traje de baño, pero sí a saber que era él el objetivo de mi vecino, porque de pronto, con mis prismáticos fijos por fin en su cintura gruesa y su espalda ancha, vi cómo se derrumbaba, caía hacia delante, sentado, como caen las marionetas cuando las abandona la mano que las sujetaba. Había oído un golpe seco y amortiguado, y aún me dio tiempo a ver que lo que desaparecía de la terraza de mi derecha no era ya el brazo de mi vecino con los prismáticos, sino su brazo y el cañón de un arma. Creo que no se dio cuenta nadie, aunque el individuo que tiritaba se quedó parado, ya sin frío.

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