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Llegaba siempre con un poco de retraso a las bromas, o, mejor dicho, a las leves tomaduras de pelo que sobre todo más adelante yo me permitía para rebajar la intensidad de lo que en ocasiones me contaba o decía. Era como si no comprendiera el registro irónico a las primeras de cambio, como si también en esto tuviera que efectuar una traducción: al cabo de unos momentos de desconcierto o asimilación se echaba a reír abiertamente con una carcajada casi femenina de tan generosa, como admirado de que alguien tuviera capacidad para la chanza en medio de una conversación seria si no solemne o incluso dramática, y lo apreciara mucho, la chanza y la capacidad. Eso suele ocurrirles a las personas que creen no tener un átomo de frivolidad; él tenía, pero lo ignoraba. Al ver su reacción aventuré alguna guasa más (quizá deba decir que es mi principal manera de mostrar simpatía y afecto), y le dije más tarde: ‘La verdad es que sólo te falta poder publicar para tener una vida idílica, de cuento de Scott Fitzgerald antes de que a los personajes se les tuerzan las cosas.’ Esto le hizo ensombrecerse un poco, se me ocurrió que tal vez por la mención de un autor que no debía interesarle nada, aún menos que a mí. Me contestó con gravedad: “También me sobra algo.’ Hizo una pausa teatral, como si dilucidara si iba a contarme o no lo que ya tenía en la punta de la lengua. Yo guardé silencio. Él lo soportó (soportaba el silencio mejor que nadie); yo no. Pregunté: ‘¿Qué es?’ Esperó aún un poco y luego contestó: ‘Soy melancólico.’ ‘Vaya’, dije yo sin poder evitar sonreír, ‘suelen recurrir a eso quienes tienen privilegios excesivos que hacerse perdonar. Pero es una enfermedad antigua, y como tal no será grave, supongo: nada clásico es muy grave, ¿verdad?’

En él casi nunca había doble intención, y se apresuró a deshacer lo que juzgó que era un equívoco. ‘Padezco de depresión melancólica casi continuamente’, dijo; ‘vivo medicado y eso lo amortigua, y si interrumpiera la medicación me suicidaría, es casi seguro. Antes de irme a París lo intenté ya una vez. No es que me hubiera ocurrido nada concreto, ninguna desgracia, es simplemente que sufría y no soportaba vivir. Esto puede sucederme de nuevo en cualquier instante, desde luego me sucedería si interrumpiera la medicación. Eso me dicen y probablemente tienen razón, yo soy médico.’ No le echaba dramatismo, hablaba de ello con absoluto desapasionamiento, en el mismo tono en que me había contado lo demás. ‘¿Cómo fue esa vez?’, pregunté yo. ‘En la casa de campo de mi padre, en Gerona, cerca de Cassá de la Selva. Me apunté al pecho con una carabina, sujetando la culata entre las rodillas. Me temblaron, flaquearon, la bala se incrustó en una pared. Era demasiado joven’, añadió a modo de disculpa, y sonrió amablemente. Era un hombre muy atento y no me dejó pagar.

Nos escribimos, empezamos a vernos cuando yo iba a París, quizá es que fui pocos meses después a reponerme de algún disgusto, allí podía alojarme en casa de una amiga italiana cuya compañía siempre me ha divertido y por lo tanto me ha consolado. La de Xavier Comella me interesó y me distrajo entonces, más adelante se convirtió en algo que pedía la repetición, como pasa con la de las personas con que uno cuenta también en ausencia.

Xavier vivía temporalmente en casa de su suegro con su mujer Éliane, francesa de origen y rasgos chinos, delicada hasta la náusea como cumple a toda mujer oriental que se precie de refinada, y ella además lo era. Su fantástico gusto para los colores, tan encomiado por su marido, no tenía por destino ningún lienzo, sino la decoración, me pareció que hasta entonces más de casas de amistades y conocidos que de verdaderos clientes, también la del restaurante de su padre, el suegro, que nunca visité pero que según Xavier era ‘el más exquisito restaurante chino de Francia’, lo cual tampoco era decir demasiado o al menos era enigmático. En presencia de su mujer las atenciones de quien iba siendo mi amigo se extremaban, hasta el punto de resultar a veces ligeramente fastidiosas: me rogaba que no fumara porque ella se mareaba con el humo; en los cafés había que sentarse siempre en las terrazas acristaladas por el mismo motivo y porque allí corría mejor el aire, y disponernos de manera que ella quedara de espaldas a la calzada, pues la aturdía la visión del tráfico; no se podía ir a un local ni a un cine que estuvieran medio llenos porque a Éliane la angustiaban las masas, ni por supuesto a ninguna cava o tugurio, porque le causaban claustrofobia; también había que evitar los espacios muy amplios como la Place Vendôme, porque asimismo padecía de agorafobia; no podía estar de pie sin andar más tiempo del que dura un semáforo, y si había que hacer una cola para un teatro o un museo, aunque fuera de pocos minutos, Xavier acompañaba a Éliane hasta algún café cercano y la depositaba allí -tras comprobar que no había ninguna amenaza, lo cual llevaba su tiempo, de tan variadas- para que esperara sentada y a salvo; entre unas cosas y otras, cuando él regresaba a mi lado para solidarizarse con mi lento avance yo ya había sacado los billetes o entradas y había que volver a buscarla: para entonces ella había pedido ya un té y había que esperar a que se lo tomara: en más de una ocasión la función empezó sin nosotros o hubimos de ver el museo a paso de carga. Salir con los dos era un poco empalagoso, no sólo por estas servidumbres e inconvenientes, sino porque el espectáculo de la adoración no es nunca agradable de contemplar, menos aún si el que adora es alguien a quien se tiene aprecio: inspira pudor, da vergüenza, en el caso de Xavier Comella era como estar asistiendo a la manifestación -o a parte- de su intimidad más apasionada, lo cual es algo que toleramos sólo en nosotros mismos -como nuestra propia sangre, como nuestras uñas cortadas-. Y quizá era aún más embarazoso porque viendo a Éliane uno podía entenderlo, o imaginarlo: no es que fuera una descomunal belleza y era más bien callada (por supuesto no pedía ni protestaba de nada porque eso no casaba con el refinamiento, ni le hacía falta: Xavier era solícito y cabal intérprete de sus necesidades), en el recuerdo es para mí una figura completamente difuminada, pero su mayor atractivo -y era muy alto- residía probablemente en que también en presencia, en presente, uno la sentía ya como un recuerdo, un esfumado y tenue recuerdo y como tal armonioso y pacífico, sedante y un poco nostálgico e inaprehensible. Tenerla en los brazos debía de ser como abrazar lo que se ha perdido, a veces sucede en sueños. Xavier me dijo una vez que estaba enamorado de ella desde los catorce años: no me atreví a preguntar cómo y dónde la había conocido tan pronto, yo no pregunto mucho. Me ha quedado una imagen de los dos juntos que predomina sobre todas las otras: en un mercado de flores y plantas al aire libre empezó a llover una mañana con bastante fuerza, pero la excursión se había hecho para que Éliane eligiera las primeras peonías del año y también otros ramos, de modo que a nadie se le ocurrió ni hubo lugar a ponerse a cubierto, sino que Xavier abrió su paraguas y cuidó de que a ella no le cayera una gota durante su recorrido minucioso e inalterable, siguiéndola a un par de pasos con su bóveda impermeable en alto y empapándose él a cambio como un lacayo devoto y acostumbrado. Unos pasos detrás iba yo, sin paraguas pero sin atreverme a desertar del cortejo, lacayo de inferior categoría, menos ferviente y sin recompensa.

Cuando quedábamos sin ella él hablaba y contaba más, también más que en las cartas, afectuosas pero muy sobrias, a veces de un laconismo tan tenso que presagiaba algún estallido -como su frente de piel tirante y abombadas venas- que se produciría ya fuera del sobre. Fue sin ella delante como me habló de sus prontos violentos tan difíciles de imaginar, y a lo largo de trece o catorce años yo no asistí a ninguno, si bien es verdad que nos veíamos sólo de tarde en tarde y su vida se me aparece ahora como un libro deteriorado con numerosas páginas sin imprimir, o como una ciudad que uno ha visto sólo de noche y de paso, aunque muchas veces. Una vez me contó que en una reciente visita a Barcelona había aguantado en silencio las amonestaciones burlescas de su padre, separado de su madre y vuelto a casar, hasta que en un arrebato había empezado a destrozarle la casa, había arrojado muebles contra las paredes y derribado arañas, rasgado cuadros y arrasado estantes, por supuesto reventado la televisión. Nadie lo paró: él se calmó al cabo de un par de minutos demoledores. Lo contaba sin complacencia, pero también sin arrepentimiento ni pesar. A este padre yo lo conocí en París, con su nueva mujer holandesa que llevaba un brillante incrustado junto a una de las aletas de la nariz (una adelantada a su época). Llamado Ernest, no se parecía a Xavier más que en la frente huesuda: era mucho más alto y con el pelo negro sin una cana, tal vez teñido, un hombre presumido, indulgente y despreocupado, levemente altanero para con su propio hijo, a quien era evidente que no se tomaba en serio, aunque tal vez eso no tenía nada de particular, puesto que nada parecía tomarse de esa manera. Producía el efecto de un niño pijo enquistado, aún dedicado a ver concursos de hípica, tirar al plato y -aquella temporada- hojear tratados de filosofía hindú: uno de esos individuos, cada vez más raros, que parecen estar siempre en batín de seda. Tampoco Xavier se lo tomaba a él en serio, pero no podía mostrarse asimismo altanero, en parte porque le irritaba, también porque ese rasgo no lo había heredado.

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