Литмир - Электронная Библиотека

Se lo aseguro -insistí al ver su mirada-, mi amigo no estuvo con una mujer en su vida.

Pues entonces se le ocurrió estar con una en su muerte, por poco no fue demasiado tarde para probar -contestó malhumorado y despreciativo. Encendía cada cigarrillo con la colilla del anterior, bajo en alquitrán y en nicotina-. ¿Qué me está usted contando, vamos a ver? Me encuentro con un tío al que habrá ensartado un marido o un chulo por haberse llevado a la mujer o a la puta a mamársela a domicilio. Y me viene usted con que era jula. Vamos hombre -dijo.

¿Es así como se lo explica? ¿Un marido o un chulo? Y a santo de qué, un chulo.

No lo sabe, eh, sabe poco. A veces se les cruzan los cables como a cualquiera. Las mandan a trotar y luego se vuelven locos pensando en lo que estarán haciendo con el cliente. Y entonces matan a lo bestia, los hay muy sentimentales, a mí qué me cuenta. El asunto parece claro, no me venga con historias, ni siquiera ha habido robo, sólo la ropa de ella, sería un chulo fetichista. Lo único, que no sabemos quién era la tía mamona ni vamos a saberlo seguramente. Sin papeles, sin ropa, con aspecto de sudaca, de ella no debe de haber constancia en ninguna parte, el único que tendrá constancia será el que le metió el lanzazo.

Le digo que es imposible que mi amigo levantara a una tía. -Los policías intimidan siempre, acabamos hablando como nos hablan para congraciarnos, y ellos hablan como el hampa.

¿Qué quiere, darme trabajo? ¿Que me meta en los tugurios de julas a bailar agarrado y a que me toquen el culo cuando lo que hay por medio es una puta? Venga ya, no voy a perder el tiempo y el humor con eso. Si a su amigo le iban los tíos, explíqueme usted lo ocurrido. Y aunque le fueran: la noche que a mí me importa le dio por irse de putas, ya ve usted, de eso hay poca duda, también es casualidad, qué inoportuno. Lo que hiciera todas las demás noches de su vida me trae sin cuidado, como si se follaba a su abuelo. -Ahora fui yo quien lo miró a él con reproche y sin ninguna sorna. Él se las vería con estas cosas a diario, pero yo no, y estaba hablando de mi mejor amigo. Era un hombre algo grueso, alto, con una calva romana y unos ojos soñolientos que de vez en cuando se despertaban como en medio de un mal sueño, repentinos fogonazos antes de volver a su sesteo aparente. Se dio cuenta y añadió en tono más conciliador y paciente:- A ver, explíqueme lo que pasó según usted, cuente su cuento, haga el favor.

No lo sé -dije vencido-. Pero parece una composición, ya le digo. Tendría usted que averiguarlo, es su trabajo.

El inspector Gómez Alday interrogó asimismo al editor sin escrúpulos con quien Dorta había tomado una copa en Chicote, había aparecido con su mujer, los tres se fueron de allí hacia las dos y se despidieron. Los camareros, que conocían a Dorta de vista y nombre, confirmaron la hora. Allí se habían encontrado con otro amigo mío y sólo conocido de Dorta, se hace llamar Ruibérriz de Torres, pero éste se había parado a hablar con ellos nada más cinco minutos, hasta que llegaron dos mujeres con las que había quedado. También los vio salir hacia las dos por la puerta giratoria, les dijo adiós con la mano, me contó que el editor era un pasmado y su mujer muy simpática, Dorta no había dicho apenas palabra, cosa rara. El matrimonio cogió un taxi en Gran Vía y se retiró a su hotel, no sin antes asustarse de que Dorta, según les anunció, se fuera a ir andando, les comentó que iba a un sitio cercano y lo vieron encaminarse hacia arriba, hacia la Telefónica o Callao, por tramos con una fauna que a ellos, barceloneses, les pareció de espanto y como para no dar dos pasos. No corría una gota de aire.

En el hotel, pura rutina, confirmaron la hora de llegada del editor y señora, hacia las dos y cuarto: algo ridículo, a él la falta de escrúpulos no le llegaría a tanto. A Dorta lo mataron entre las cinco y las seis, como a su inverosímil y postrero ligue. Yo pregunté por mi cuenta a los escasos amigos de Dorta que conocía un poco, amigos de farras y de tugurios julaicos, ninguno había coincidido esa noche con él en los sitios habituales, ‘le tour en rose’, como él lo llamaba. Ellos preguntaron a su vez a los camareros de esos locales, nadie lo había visto, y era raro que no hubiera pasado por uno u otro a lo largo de la noche. Quizá sí había sido una noche especial en todo. Quizá se había enrollado por la calle impensadamente con gente insólita de otros ámbitos. Quizá lo habían secuestrado y lo habían obligado a ir con los secuestradores a casa. Pero no se habían llevado nada, sólo alguien la ropa de la mujer, que tal vez era de la banda. El lancero. No sabía qué pensar y por lo tanto pensaba absurdos. Quizá tenía razón Gómez Alday, tal vez le había dado por coger a una puta primeriza y desesperada, una inmigrante en busca de cualquier dinero, con un marido que no se lo consentiría y que habría sospechado. Cuestión de mala suerte, demasiada.

El inspector me enseñó aquellas fotos que miré por encima. Aparte de las que reproducían el decorado entero, había un par de cada cadáver tomadas más de cerca, lo que se llama plano americano en cine. Los pechos de la mujer eran blandos definitivamente, bien formados y sugerentes pero blandos, la vista y el tacto se nos acaban confundiendo, los hombres a veces vemos como tocamos, a veces ofendemos con eso. Pese a los ojos apretados y el gesto de dolor se la veía guapa, aunque eso no se sabe seguro nunca con una mujer desnuda, hay que verla también vestida, de poco sirven las playas para saber sobre esto. Tenía las aletas de la nariz dilatadas, el mentón corto y redondeado, el cuello largo. Mis vistazos fueron rápidos a las seis o siete fotos y sin embargo me atreví a pedir una copia de la de la mujer de cerca, a Gómez Alday, quien me miró ahora con desconfianza y sorpresa, como si me hubiera descubierto una anomalía.

¿Para qué la quiere?

No lo sé -respondí yo perdido. Realmente no lo sabía, tampoco es que quisiera mirarla más en aquellos momentos, un cuerpo ensangrentado, un boquete, las pestañas densas, la expresión doliente, los pechos blandos y muertos, no era grato. Pero pensé que me gustaría tenerla para quizá mirarla más adelante, quizá al cabo de los años, después de todo era la última persona que había visto vivo a Dorta, exceptuando al asesino. Y lo había visto bien de cerca.- Me interesa. -Era pobre como argumento, incluso grotesco.

Gómez Alday me miró ahora con uno de sus fogonazos, no duró apenas nada, en seguida sus ojos volvieron a su aspecto dormitante. Pensé que estaría pensando que yo era un morboso, un enfermo, pero tal vez entendía mi petición y el deseo, al fin y al cabo teníamos el mismo tipo de orgullo. Se levantó y me dijo:

Esto es material reservado, sería completamente irregular que le diera una copia. -Y a la vez que decía esto metió la foto en la fotocopiadora que tenía en el despacho.- Pero usted puede haber hecho una fotocopia aquí en mi ausencia, cuando salí un momento, sin que yo me haya enterado. -Y me extendió la hoja con la reproducción imperfecta y brumosa pero reproducción al fin. Duraría sólo unos años, las fotocopias acaban borrándose, uno no se da cuenta de que empalidecen.

Ahora han pasado dos de esos años, y sólo durante los primeros meses tras la muerte de Dorta seguí dándole vueltas a aquella noche, me duró el horror algo más que el regocijo y la saña a los periódicos impacientes y a las televisiones desmemoriadas, no hay mucho que hacer cuando no hay ayuda ni avances y los medios de comunicación ni siquiera sirven de recordatorio. No es que yo lo necesitara en lo personal, pocas cosas en mí palidecen: no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia, no hay día en que no me pare a pensar en él en algún instante por uno u otro motivo, en realidad no se puede dejar de contar con la gente por el hecho accidental de que ya no vamos verla. A veces creo que ese hecho no sólo es accidental, sino intrascendente, el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia sea siempre más fuerte y no se desvanezca, cómo se podría si no echar de menos. Pero sí se difumina el final si uno no saca de él nada en limpio y además puede teñir cuanto vino antes. Ese final se sabe, pero no aparece en primer plano. No fue así en los primeros meses, cuando las pesadillas se apoderan del sueño y los días comienzan todos con la misma imagen insistente, que parece una figuración y sin embargo pertenece a lo acaecido, uno se da cuenta mientras se lava los dientes, o mientras se afeita: ‘Qué tonto soy, si es cierto.’ Repasé muchas veces la conversación de la cena última, y el filo de las repeticiones me hizo ver que nada era significativo tras haberle otorgado significación a todo durante un periodo. Dorta se divertía fingiendo excentricidades, pero no creía en magias de ningún tipo ni tampoco en ultramortalidades y ni siquiera en azares, no en mayor grado que yo, y yo no creo en casi nada. La historia de la subasta de Londres era puramente anecdótica, lo vi claro pronto si alguna vez tuve dudas, la clase de cosas que a él le gustaba inventar o hacer más que nada para contarlas luego, a mí o a otros, a sus ignorantes idolatrados o a sus señoras sociales, sabiendo que distraían. Que hubiera pujado por un anillo mágico de aquel chiflado demonólogo Crowley no era sino la prueba: era más vistoso relatar el forcejeo por ese objeto que por una carta autógrafa de Wilde o Dickens o Conan Doyle. Una zebra. Y además no se lo había llevado, lo más disparatado habría sido que la broma le hubiera costado una buena suma imprevista. Quizá ni siquiera había existido el individuo germánico de las botas vaqueras, qué fantasía. Y aunque se hubiera alzado con la esmeralda: no cabía pensar en persecuciones ni en sectas, en venganzas a lo Tutankhamon ni en conjuras a lo Fu-Manchú, todo tiene su límite, hasta lo inexplicable.

21
{"b":"100405","o":1}