Lo peor de estas edades es que a uno le parecen ajenas -me había dicho la noche de su muerte, durante la cena. Su cumpleaños había sido una semana antes, pero yo no había podido felicitarlo al estar él aquel día ausente en Londres. No había podido hacerle las tradicionales bromas por tanto, yo tenía tres meses menos y me permitía llamarlo ‘viejo’ durante ese periodo. Ahora tengo dos años más de los que él tuvo nunca, doblé mi esquina-. Hace unos días leí en el periódico una noticia que hablaba de un hombre de treinta y siete años, y en efecto la asociación de esa edad y la palabra ‘hombre’ me pareció adecuada, para ese individuo al menos. Para mí, en cambio, no lo sería. Yo todavía espero inconscientemente que se refieran a mí como a ‘un joven’ y desde luego cuento con que me tuteen, y figúrare, soy ya dos años mayor que ese hombre de la noticia. Los años deberían cumplirlos siempre los otros, hacernos ese favor. Es más: al igual que antiguamente los ricos pagaban a un individuo pobre para que hiciera el servicio militar o fuera a la guerra por ellos, debería ser posible comprar a alguien que cumpliera por nosotros los años. De vez en cuando nos quedaríamos con alguno, este año es mío, ya estoy harto de tener treinta y nueve. ¿No te parece una excelente idea?
A ninguno pudo ocurrírsenos que treinta y nueve sería en su caso el número fijo, del que podría hartarse hasta el fin de los tiempos sin posibilidad de cambiarlo y sin remedio. Así eran las ideas de Dorta cuando estaba animado y de buen humor, ideas poco excelentes y disparatadas, a veces ñoñas y pueriles invariablemente, y esto último tenía justificación al menos conmigo porque nos conocíamos desde niños y es difícil no seguir mostrándose un poco como se fue al principio con cada persona que conocemos: si uno fue caprichoso, deberá serlo indefinidamente de vez en cuando; si uno fue cruel, si fue frívolo, si fue enigmático, esquivo o débil o amado, ante cada uno tenemos nuestro repertorio, en el que se admiten variaciones pero no renuncias, si alguien rió una vez deberá reír siempre o será rechazado. Y por eso a Dorta lo llamé siempre Dorta y así lo recuerdo, en el colegio uno se conoce por el apellido hasta la adolescencia. Y del mismo modo que si continúa el trato uno ve en el adulto el rostro del niño con quien se compartió pupitre superpuesto siempre, como si los posteriores cambios o la acentuación de unos rasgos fueran máscara y juego para disimular la esencia, así los logros o reveses de las edades del otro se aparecen como irreales o más bien ficticios, como proyectos o fantasías o figuraciones o miedos de los que la niñez está poblada, como si entre esos amigos cuanto acontece siguiera pareciendo y se siguiera viviendo como una espera -el estado principal de la infancia, no es ni siquiera el deseo-, lo presente y también lo pasado y hasta lo remoto. Poco o nada entre esa clase de amigos puede tomarse demasiado en serio porque se está acostumbrado a que todo sea fingimiento, introducido explícitamente por aquellas fórmulas que después se abandonan para ir por el mundo, ‘Vamos a jugar a esto’, ‘Vamos a hacer como que’, ‘Ahora soy yo quien mando’ (se abandonan sólo verbalmente, en realidad todo sigue). Por eso puedo hablar de su muerte con desapasionamiento, como si fuera algo aún no acaecido sino instalado en la espera eterna de lo que no es verosímil y no es posible. ‘Supón que me matasen con una lanza.’ En Madrid, una lanza. Pero a veces sí me viene el apasionamiento -o es injustamente por lo mismo, porque puedo imaginar la angustia y el pánico aquella noche de quien sigo viendo como un niño asustadizo y resignado al que hube de defender a menudo en el patio, y que luego se disculpaba y me regalaba algún libro o tebeo por haberme forzado a entrar en combate con los matones cuando no me tocaba -aunque nunca pidió mi auxilio, se dejaba pegar o empujar, eso era todo; pero yo lo veía-, a gastar mis energías en alguien que no podía nunca vencer en lo físico y cuyas gafas rodaban por tierra casi todos los días de tantos cursos. No es perdonable que hubiera de morir con violencia, aunque no se enterara de su propia muerte. Pero esto es retórico, quién no se entera. Yo no estuve allí para verlo y entrar en combate, aunque por poco.
Su estancia en Londres había coincidido con una subasta literaria e histórica de la casa Sotheby’s a la que lo animaron a asistir unos amigos diplomáticos. En ella se vendían toda clase de papeles y también objetos que habían pertenecido a escritores y políticos. Cartas, postales, billets-doux, telegramas, manuscritos completos, borradores, archivos, fotos, un mechón de Byron, la larga pipa que fumó Peter Cushing en El perro de Baskerville, colillas de Churchill no muy apuradas, pitilleras inscritas, historiados bastones, amuletos experimentados. No había sido un bastón llamativo lo que hizo aflorar su impulso de comprador inconstante durante las pujas, sino un anillo que había pertenecido a Crowley, Aleister Crowley, me explicó benévolo, escritor mediocre y deliberadamente demente que se hacía llamar ‘La Gran Bestia’ y ‘El hombre más perverso de su tiempo’, todos sus objetos particulares con el 666 grabado, el número de la Bestia según el Apocalipsis, hoy juguetean con esa cifra los grupos de rock con ínfulas demoniacas, también parece que se encuentra oculto en muchos ordenadores, siempre el número de los bromistas, los vivos no saben lo antiguo que es todo, comentó Dorta, lo difícil que resulta ser nuevo, qué saben los jóvenes de Crowley el orgiástico y el satanista, seguramente un bendito conservador ingenuo para nuestros tiempos, un hombre en el fondo piadoso que convirtió a su discípulo Victor Neuburg en zebra por fallar repetidamente durante una invocación del Diablo en el Sáhara, me contó Dorta, y cabalgó sobre él hasta Alejandría, donde lo vendió a un zoológico que se ocupó del discípulo torpe o bien zebra durante dos años, hasta que Crowley le permitió finalmente recobrar la figura humana, en el fondo un hombre compasivo. Neuburg fue editor más tarde.
Un anillo mágico, así lo presentaba el catálogo, con una esmeralda oval preciosa engastada en el aro de platino con la inscripción ‘Iaspar Balthazar Melcior’, había la duda de si me iría al dedo pero aun así pujé como un loco, por encima de mis posibilidades. -Todo esto Dorta lo había contado mientras le duró el ánimo, cuando estaba contento peroraba incansablemente, luego solía apagarse y entonces me preguntaba por mí y por mi vida, dejaba que fuera yo quien hablara, dos monólogos seguidos más que un verdadero diálogo.- Los compradores fueron cayendo menos un tipo con cara germánica, una de esas narices de cuya punta parece estar a punto de caer siempre una gota, daban ganas de alcanzarle un pañuelo y mandarlo a una esquina, una nariz de tapir, un tipo de facciones irritantes, iba bien trajeado pero con botas vaqueras de piel de cocodrilo, imagínate el efecto, era imposible no fijarse en ellas y no enfurecerse. Yo subía y él subía el precio, invariablemente y sin mover un músculo, se limitaba a alzar la nariz como si fuera un juguete mecánico, yo miraba hacia él de reojo cada vez que aumentaba mi puja y allí veía la nariz falsamente húmeda irguiéndose como la banderita de los semáforos prehistóricos, ¿o eran los taxis los que la llevaban?, en fin, impidiéndome cada vez el paso y obligándome a hacer rápidas conversiones mentales de esterlinas en pesetas para darme cuenta de que estaba ya ofreciendo un dinero del que no disponía.
¿No? Tan caro no pudo ponerse ese anillo mágico, Dorta -le dije con guasa. No tenía demasiado dinero, pero aparentaba tenerlo, sus gestos eran de derrochador y no solía privarse de sus antojos, delante de testigos al menos, la mezquindad una lacra. Claro que sus antojos no eran excesivos, o no exigían fuertes desembolsos, como se decía antiguamente, o eso creía yo, no conozco todos los precios. En todo caso no le faltaba para pagar sus placeres vitales.
Bueno, sí, habría podido seguir algo más, pero eso me habría supuesto luego pequeños sacrificios, que son los que más detesto, son los pequeños los que lo hacen sentirse a uno miserable. Y en verano cuesta más renunciar a nada. De manera que aquel sujeto levantaba la nariz una y otra vez como si fuera un paso a nivel estropeado, hasta que uno de mis acompañantes me sujetó por el codo y me impidió alzar la mano. ‘No te lo puedes permitir, Eugenio, te vas a arrepentir’, me dijo en voz baja, y la verdad es que no sé por qué me lo dijo en voz baja, allí el español no lo entendía nadie. Pero era cierto y no me zafé de su mano y me sentí miserable, me entró una enorme depresión al instante, aún me dura, y aún tuve que ver cómo la nariz goteante se levantaba todavía más mirándome con desafío, como diciéndome: ‘Te vencí, ¿qué te creías?’ Inmediatamente se fue haciendo ruido con sus botas vaqueras de cocodrilo, no se quedó al resto de la subasta, o quizá volvió luego para otros lotes, no lo sé, porque el que se marchó fui yo al cabo de un par de pujas más. Fue una humillación como pocas, Víctor, y además en el extranjero.