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– ¿Qué hago? ¿Qué se te ocurre?

– Oféndete. Oféndete hasta las lágrimas.

– Crees que soy tú. Yo no sé hacer teatro.

– Escríbele una carta rompiendo por las razones que él sabe y lastiman tu pundonor.

– ¿Me la escribes?

– Si esperas a que Trini acabe de cortarme los pies. Es una salvaje, te encuentra un pellejito en la uña del dedo gordo y de repente ya va con sus tijeras en la espinilla.

– Va usted a ver, señora, ahora no le cuento el último chisme de doña Chofi -dijo Trini, que también iba con Chofi y le hacia de confidente.

– Dirás que iba a estar muy bueno. Es más aburrida mi pobre comadre. Llevamos quince años tratando de agarrarle una buena historia y no pasamos de sus pleitos con el chofer y la cocinera.

– De repente uno que otro con don Rodolfo -dijo Trini.

– Esos son los más aburridos. Se pelean porque Chofi no cuelga los cuadros donde Fito le dice, o porque deja tirados los centenarios que le dan a él en sus juntas. Puras pendejadas.

– Usted se lo pierde. Yo le iba a contar que el centenario ya apareció, que lo tenía el chofer y que cuando lo interrogaron dijo que la señora se lo había dado a cambio de un favor especial, pero que él era hombre de palabra y que no iba a decir cuál era el favor.

– No. No te creo, Trinita.

– Como le cuento. Don Rodolfo se puso furioso. Amenazó con sacar la pistola.

– Pero no la sacó.

– Ya iba, pero el chofer prometió confesar.

– Mira la Chofi, pobrecita gorda. Haciendo sus buscas.

– La hubiera usted visto. Le salió lo macha. Se puso las manos en la cintura, caminó hasta don Rodolfo, le quitó la pistola y dijo: Si te lo ha de decir alguien te lo digo yo. René me hizo favor de llevar a Zodíaco con el peluquero, a que le cortaran los pelos y lo bañaran, aunque tú te opongas porque dizque eso es de perros maricones.

– Ya ves cómo hay dramas de verdad -dije. No como el tuyo, Bibi. Gran desafío enamorarse de un torero. Ven, te ayudo a redactar la carta.

– Primero en sucio -dijo Bibi, porque se la quiero mandar en este papel que compré en Suiza y ya nada más me quedan una hoja y un sobre.

– Qué más te da el papel.

– Es que ya lo conozco, cuando no le conviene lo que digo me devuelve la carta en un sobre igual al que le mandé, lacrado y todo como si no lo hubiera abierto.

– Escritos, Bibi, escritos -me dice yo veo muchos al día. Lo que quieras decirme de palabra estoy a tu disposición, tú mandas, mi amor -y se hace el que no leyó mis increpaciones. Por eso quiero este sobre del que ya sólo me queda uno y no hay en México. Si lo abre, y lo va a abrir, tiene que darse por enterado.

– ¿Qué ponemos entonces? -pregunté.

– Pues eso, lo de la orgía en que lo vi.

– Cuéntame bien cómo estuvo. ¿Cómo es que fuiste?

– Raque me ayudó. Cuando regresé muy gorda de España lo primero que hice fue hablarle y en cuanto llegó, como me urgía contar le conté lo de Tirsillo y que me quería separar de Odi y todo. Entonces resultó que Raquel le da masajes a una señora que regentea una casa de ésas para medirse, ella le había contado a Raque que mi marido le contrató la casa para despedir de soltero al hermano del gobernador Benítez. Ya sabes, ¿no?

– Si, claro. ¿A ese también le viste todo?

– A todos les vi todo. Si, la Brusca se portó divina. Me disfrazó de puta enferma. Porque dice que siempre les gusta que haya atractivos caros. Inventó que tenía yo todo el cuerpo quemado y me vendó hasta la cara y desde las piernas, me sentó a media casa hecha una momia. Tuve que pasarme así todo el tiempo, apenas podía yo respirar.

– Estás inventando.

– Te lo juro. Llegaron todos juntos. Era su fiesta. Había mujeres pero no les hacían caso. Nada más estaban ahí como las copas. Yo fui la que más los atrajo. «Pobre putita y ahora de qué vas a vivir», me decían. Y yo muda nada más bajaba los ojos. Odilón no se fijó mucho en mi. Le dio coraje que me hubieran puesto en medio.

– Llévense esta miseria que nada más lo entristece a uno -acabó diciendo mientras le sobaba las nalgas a una chiquita. A ver el novio, que enseñe el instrumento -ordenó. Que te lo enseñe a ti -dijo jalando de la mano a una güera y se la puso enfrente. La güerita, ¿tú crees que se amedrentó?

– Enséñamelo, chulo -le dijo.

Y el novio ahí mismito se quitó los pantalones. Todos aplaudieron.

– A ver, que se lo pare, que se lo pare -gritaron.

La güerita como quien bate un chocolate se puso a sobarle el pito.

Muy bien. Tremendo chafalote, cuñado -dijo Victoriano Velázquez el hermano de la novia.

– Tremendo tremendo -gritaron los demás. Parecían niños a la hora del recreo.

– ¿Y se encueraron todos?

– Todos. Hasta mi pobre marido que ya está de dar pena.

– ¿Y tú viendo? ¡Qué maravilla!

– Ni creas. Eran demasiados putos. Da emoción uno, pero no una bola de encuerados. Estaban ridículos. Se contoneaban. Se paraban cadera con cadera y a ver a quién le llegaba más lejos la cosa. Muy tondo todo. No vi en qué acabó porque Odilón se puso terco con que yo daba pena y obligó a la Brusca a sacarme de ahí.

– ¿Te sacaron? ¿Pero qué más viste? ¿Se cogen a las mujeres delante de los otros?

– Hasta que yo estuve, no. Nada más las tienen ahí para darse ánimos. La cosa es entre ellos, la hacen para jugar ellos, para verse los pitos ellos, y ponen ahí a las mujeres para que no se vaya a pensar que son mariconadas lo que están haciendo. Eso me explicó la Brusca. Hazme la carta.

– Bueno. ¿Qué es lo que quieres de Gómez?

– La casa, las sirvientas, los chóferes y dinero, mucho dinero -dijo y se puso a bailar cantando «en cuanto le vi yo me dije para mí: es mi hombre».

– Entonces no pide mucha ciencia. Creo que debes ser breve, precisa y sustanciosa: «Odilón: yo era la putita herida del otro día. Quiero el divorcio y mucho dinero. Bibi.»

– No. Necesito conmoverlo, notarme triste. Pero ando tan contenta que no me sale nada dramático. Por eso te vine a ver, tú eres experta en dramas, no me salgas con que lo único que puedes hacer son recados como los míos.

– Yo creo que son los mejores. Seamos prácticas por una vez, Bibi. ¿Para qué gastar muchas palabras?

– ¿Ya te volviste práctica?

– A buena hora.

– No empieces con que quieres que reviva Carlos porque eso sí no se puede, Catín, acéptalo.

– Lo acepto -dije poniéndome sombría.

– Te lo suplico, no te vaya a entrar la lloradera. Esto urge.

Nos pasamos la mañana tirando borradores: «Odi: tengo el alma destrozada.» «Odi: lo que vi me ha consternado de tal modo que no sé si lo que ahora siento por ti es odio o piedad.» «Odi: ¿cómo puedes buscar la felicidad en otra parte y herirme con un proceder tan indigno de ti?», etcétera.

Por fin, para las dos de la tarde logramos una carta dolida y sobria. Bibi la pasó en limpio y se fue encantada.

No la vi en tres días, al cuarto llegó a mi casa convertida otra vez en la señora Gómez Soto. Llevaba un sombrero de velito sobre la cara, traje sastre gris, medias oscuras y tacones altísimos.

Nos sentamos a conversar en la sala para ir de acuerdo con su atuendo. Se levantó el velo, cruzó la pierna, encendió un cigarro y dijo muy solemne:

– Por poco y me ven la cara de pendeja.

Solté una risa. Ella soltó otra y después empezó a contar.

El torero llegó la misma tarde en que ella le mandó la carta a su marido. Fue a recogerlo al aeropuerto y lo instaló en el Hotel Del Prado. No le gustó mucho que él trajera a una mujer joven con cara de gitana en calidad de su apoderado, pero tenía tantas ganas de coger que pidió un cuarto para cada quien y empujó al matador dentro de uno.

Después quedó tan eufórica y agradecida que se puso a hablar del futuro y terminó describiendo los pasos que había dado para conseguir cuanto antes el divorcio. El torero no lo podía creer. La mujer de mundo en busca de un amante esporádico y alegre al que podría agradecer sus cortesías con varias notas desplegadas en el periódico deportivo del marido, se le había convertido en una enamorada adolescente dispuesta al matrimonio y al martirio.

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