Se sentó junto a mí, puso la canasta en el suelo y empezó a platicarme como si fuéramos amigas y yo la hubiera estado esperando. En ningún momento se disculpó por interrumpir, preguntar si molestaba o detener sus palabras para ver si mi cara estaba de acuerdo en oírla.
Se llamaba Carmela, por si yo no me acordaba, sus hijos tenían tantos y tantos años y su marido como ya me había dicho era el asesinado en el ingenio de Atencingo. Ella había juntado para ponerle a su tumba una cruz de mármol y lo visitaba para platicarle cómo iban las cosas en el trabajo y el campo. Porque yo no lo sabía pero a ella y a Fidel siempre les gustó pelear lo justo, por eso anduvieron con Lola, por eso ella entró al sindicato de la fábrica de Atlixco. Le regresó el odio cuando mataron a Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general Ascencio. Porque ella sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos sabíamos quién era mi general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo hubiera pensando, a no ser que ahí me traía esas hojas de limón negro para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomado todos los días curaba de momento pero a la larga mataba. Ella sabía de una señora en su pueblo que se murió nomás de tomarlo un mes seguido, aunque los doctores nunca creyeron que hubiera sido por eso. Que se le paró el corazón, dijeron y ni supieron por qué, pero ella estaba segura que por las hojas había sido, porque así eran las hojas, buenas pero traicioneras. Me las llevaba porque oyó en la boda que me dolía la cabeza y por si se me ofrecían para otra cosa. Los higos ahí los dejaba para ver si me gustaban y ya se iba porque era tarde y luego no alcanzaba camión de regreso.
Yo la oí hablar sin contestarle, a veces asintiendo con la cabeza, soltando las lágrimas cuando habló de Carlos como si lo conociera, mordiendo un higo tras otro mientras acababa de recomendar sus hierbas. No parecía esperar que yo dijera nada. Terminó de hablar, se levantó y se fue.
Lucina entretuvo a los niños con un juego. Se les oía gritar sobre las palabras de Carmela, pero estuvieron alejados hasta que desapareció. Luego se acercaron a comer higos y a hacer preguntas. Se las contesté todas sin aburrirme y hablando de prisa, poseída por una euforia repentina y extraña. Después jugamos a rodar sobre el pasto y terminamos el día brincando en las camas y pegándonos con las almohadas. Me desconocí.
Las otras hijas de Andrés oyeron nuestro relajo sorprendidas. Las dos que aún vivían en la casa de Puebla eran prácticamente unas extrañas. Marta tenía veinte años y un novio para el que bordaba sábanas y toallas, manteles y servilletas. Se casarían en cuanto él terminara la carrera y pudiera mantenerla sin pedirle a Andrés ni la bendición. Pasaban las tardes en el estudio. El alguna vez sería ingeniero, por lo pronto la que dibujaba los planos con tinta china era ella.
Nunca peleamos Marta y yo, tampoco tuvimos mucho que ver una con otra. Cuando llegó a la casa ya no me necesitaba para amarrarse la cola de caballo, y supo siempre vivir sin hacer ruido y sin que nadie metiera ruido en su existencia. Hasta la fecha no la veo, se fue al rancho que le tocó heredar por Orizaba. El marido cambió la ingeniería por la agricultura y no salen casi nunca de ahí.
Con Adriana, la gemela de Lilia, tampoco tenía yo mucho que ver. Nunca congenió con su hermana a la que consideraba una frívola espectacular, menos conmigo. Entró a la Acción Católica a escondidas de su papá y el único desafío que le conocí fue contarlo una noche a media cena como quien cuenta que trabaja en un burdel cuando todo el mundo piensa que está en misa. A nadie le importó su militancia: Andrés hasta pensó que le serviría de enlace con la mitra en caso de necesidad. La dejamos ir a la iglesia y vestirse como monja sin criticarla.
No eran compañía Marta y Adriana, ni yo era compañía para Checo y Verania, así que volví a México.
En la casa de Las Lomas vivía Andrés, al menos oficialmente, y Octavio con la dulce Marcela. No les perturbó mi llegada. Casi me consideraban la madrina de la boda que nunca tendrían.
Busqué a la Bibi. Hacía apenas dos años que la mujer de Gómez Soto había tenido la generosidad de morirse y permitir que ella pasara de amante clandestina a digna esposa. El mismo día de la boda el general había puesto todas las casas a su nombre y dictado un testamento haciéndola su heredera universal.
Todo corrió sobre miel en la nueva unión. Los recién casados fueron a Nueva York y después a Venecia, de modo que a la Bibi por fin le pegó un sol que no fuera el del jardín de su casa. Recorrieron el país en el tren que el general compró para poder visitar sus periódicos, ella lució por todas partes el aire internacional que tanto tiempo cultivó entre cuatro paredes.
Un día llegó a mi casa muy temprano. Yo estaba en bata en el jardín. Me habían ido a dar pedicura, tenía los pies sopeando en una palangana y la cara sin pintar.
Bibi entró corriendo, con zapatos bajos, pantalones y una blusa de cuadros, casi de hombre. Se veía linda, pero extrañísima. No recuerdo si me saludó, creo que lo primero que hizo fue preguntarme:
– Catalina, ¿cómo hacías tú para querer a un hombre y vivir en casa de otro?
– Ya no me acuerdo.
– Ni que hubiera sido hace veinte años -dijo.
– Parece que más. ¿Qué te pasa? Te ves rarísima -le contesté.
– Me enamoré -dijo. Me enamoré. Me enamoré -repitió en distintos tonos, como si se lo dijera a sí misma. Me enamoré y ya no soporto al viejo pestilente con el que vivo. Pestilente, lépero, aburrido y sucio. Imagínate que trata sus negocios en el excusado, mete a la gente al baño del tren y ahí la hace contar sus asuntos. ¿Ahora qué hago yo casada con él? ¿Lo mato? Lo mato, Cati, porque yo no duermo con él una noche más.
Estaba irreconocible, se había quitado los zapatos. Se sentó en el pasto y puso la planta de un pie contra la del otro, se palmeaba las rodillas cada tres palabras.
– ¿De quién te enamoraste?
– De un torero colombiano. Llega mañana. Viene a verme y de paso a una gira. Nos conocimos en Madrid, una tarde que Odilón pasó hablando con un ministro del general Franco. Me quedé en un café y ahí llegó él: «¿me puedo sentar?», ya sabes. Hicimos el amor dos veces.
– ¿Y con dos veces te enamoraste?
– Tiene un cuerpo divino. Parece adolescente.
– ¿Cuántos años tiene?
– Veinticinco.
– Le llevas diez.
– Siete.
– Es lo mismo.
– Cati, si te vas a portar como mi mamá, ya me voy.
– Perdón, ¿tiene buena nalga?
– Buen todo.
– Ya no me cuentes. ¿Quieres cambiar a tu general por un buen prepucio? ¿Tiene dinero para llenarte la alberca de flores?
– Claro que no, pero estoy harta de albercas. Y él va a ser un torero famoso, es buenísimo.
– Con veinticinco años si fuera a ser famoso ya lo sería.
– Empezó tarde por culpa de sus padres. Tuvo que estudiar leyes antes de ser novillero, y por supuesto dejar Colombia. Creo que Colombia es como Puebla.
– ¿Sabe quién es tu marido?
– Sabe que es dueño de periódicos.
– ¿Y qué? -dije. ¿Cómo le vas a hacer con Odilón?
– No sé. No sabía qué hacer para mandarlo al demonio sin quedarme en la calle, pero ayer Odi fue a una de esas fiestas que hacen para medirse. Ya sabes, unas a las que llevan putas y se encueran todos para ver cuál es el mejor y quién tiene la pija más grande. La masajista me platicó que una clienta le había platicado. Fui de puta incógnita y lo vi ahí haciendo el ridículo, ¿qué otra cosa va a hacer? Eran casi puros viejos como él, tampoco creas que se miden con adolescentes, pero daban lástima. -¿Cómo entraste?
– Me llevó la dueña que también es clienta de Raquel.
– Bibi. Te estoy reconociendo. Yo creí que te habías vuelto pendeja para siempre.