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Martín tuvo que tirar de la cuerda de la campanilla. Era una manía de Paco en aquel verano la de cerrar siempre el portillo. Todos los días tenía que levantarse de su siesta para abrir la puerta de la finca cuando Martín llamaba. Salía con su escaso cabello canoso alborotado sobre la calva, una camiseta y sobre ella los pantalones metidos apresuradamente. Martín ya no se molestaba en pedirle a Paco que al día siguiente tuviese abierto el portillo. Sabía que era inútil. Casi sin saludarle, subió hacia la casa entre el calor que ahogaba las voces de los pájaros a los que se adivinaba protegiéndose en lo más hondo y oscuro de las ramas. El fresco de los días anteriores había diezmado el gran ejército de las chicharras del mes de julio, pero algunas supervivientes raspaban con fuerza en el tremendo mediodía y Martín tuvo otra vez la sensación de que el verano acababa de empezar.

Los Corsi estaban en la leonera. Anita, boca abajo sobre el diván de Carlos, hojeaba una vieja revista cuando Martín entró, y Carlos se apartó de la gramola para saludarle con una efusión poco corriente.

– Teníamos ganas de que vinieras, Martín. Tenemos ganas de que este día pase de una vez. Es un día muy largo.

Anita levantó la vista.

– Ahora comprende Carlos por qué no quise yo tenerle al corriente de lo que tramaba hasta el último momento. Tanto Carlos como tú lo hubieseis estropeado todo.

Martín dio la espalda a Anita acercándose a la ventana. Con aquella extraña voz medio ronca, medio atiplada que le salía cuando menos lo hubiese deseado, preguntó si seguían decididos los otros a realizar todo lo que habían pensado.

– ¿Cómo si seguimos decididos? Claro que sí. Y pobre de ti si te nos rajas a última hora. Pobre de ti como se te escape una palabra.

Martín se volvió con el ceño fruncido.

– Ni me rajo ni soy capaz de hablar. Tengo secretos que no he dicho a nadie, ni siquiera a vosotros.

Anita alzó las cejas.

– ¿Son secretos de don Clemente?

– No.

– Uf, pues haces bien en no decírnoslos. No nos pueden importar nada tus secretos. Sólo nos importa lo de esta noche, ¿verdad, Carlos?

Martín se dirigió a Carlos.

– Hoy me dijo mi padre que había recibido una carta de doña María y me llevé un susto tremendo creyendo que era una carta de la mujer de don Clemente. Pero era una carta de mi abuela.

Carlos sonrió y Anita se echó a reír nerviosamente, levantándose del diván y luego sentándose en él con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

– ¿No os parece magnífico lo de esta noche, chicos? ¿No os parece que sólo por eso tiene una razón de ser este verano?

Martín se sentó junto a Anita en el diván. Pero no la miraba a ella. No miraba tampoco a Carlos, seguía con aquella actitud pensativa de los primeros momentos.

– Yo lo que no puedo comprender es cómo has podido esperar tanto tiempo, Anita. Más de un mes esperando, fingiendo. Viendo la desesperación de Carlos, animando a ese viejo… Eso es lo que no puedo comprender.

Anita cogió la cara de Martín en sus manos y la volvió hacia ella. Martín vio sus ojos feroces, su sonrisa y al mismo tiempo su ceño.

– Oye, pescador, ¿sabes que tienes bigote? Es feísima esa sombra de vello negro, parece sucio. Estáis buenos Carlos y tú, y tú y Carlos… Dos chicos con barba y bigote que nunca entienden nada. ¿Cómo iba a vengarme antes de que Carlos estuviese bueno? ¿Cómo iba a exponerme a que ese tipo le hiciese algo? ¿Y cómo iba a decíroslo a vosotros que sólo de saberlo tres días estáis ya más nerviosos que flanes?

Carlos se acercó a su hermana.

– Ahora en serio, Ana. Dímelo. ¿No has subido nunca de noche a la torre? ¿No has oído los ruidos que yo he oído tantas veces? Una de aquellas noches abrí la puerta de tu cuarto y estabas dormida en tu cama sin enterarte de nada. Sin embargo, Ana, no eran carreras de ratas lo que yo he oído este verano. Una noche oí sobre mi cabeza un estornudo.

– Sería Frufrú la que estornudaba en su cuarto. Todas esas historias tuyas me parecen muy idiotas.

– Anita, Carlos ha estado preocupado de veras. Yo lo sé.

– ¿En serio? ¿Has vuelto a oír esos ruidos desde que te quitaron la escayola?

– No. Pero es porque duermo sin despertarme. Estoy seguro de que los oí otras veces. No me mires así, estoy seguro, Ana. Anita suspiró y pidió a Carlos que pusiese en la gramola aquel vals, «good night», que le gustaba a ella. Y antes de que Carlos terminase de dar la cuerda en el aparato, empezó Anita a dar unos pasos de baile por la habitación mientras hablaba excitándose cada vez más.

– Si hoy sale todo bien, si Martín responde a lo que yo le he enseñado y si no se entera nadie… Si todo sale bien, chicos míos, descubriremos todo lo demás después. Os aseguro que descubriremos lo que hay en la torre si es que hay algo. Vosotros solos no sois capaces de nada, ya lo veo. Sin mí no valéis nada. Pero los tres juntos somos invencibles. Sí, tontos míos, invencibles. Ven a bailar este vals conmigo, Carlos, luego pondrás un fox lento de esos buenos para bailarlo con Martín… ¡Mira que si Martín no nos hubiese encontrado! Pobre Martín… No sabrías luchar, Martín, ni sabrías bailar… Mira cómo me lleva Carlos. Te he enseñado a bailar. Te he enseñado todo lo que vale la pena de saber en este mundo. Si eres mi esclavo demuéstralo esta noche, Martín. De Carlos estoy segura, pero a ti me hace falta probarte. Ahora bailaré contigo, Martín.

XV

En la casa del inglés se solían apagar las luces de doce a doce y media de la noche. La última luz encendida solía ser la de la cocina, donde Carmen recogía los platos de la cena y según su costumbre volvía a fregar el suelo para que al amanecer la cocina presentase un aspecto impecable.

La lámpara de cabecera de Frufrú lucía un rato, acompañando a la luz de la cocina, después de que Anita y Carlos habían dejado a oscuras sus habitaciones. Frufrú en la cama daba dos o tres cabezadas sobre las revistas americanas que enviaba Corsi regularmente a la finca, se espabilaba un poco abriendo y cerrando los pequeños ojos y acababa por apretar el botón de la lámpara durmiéndose inmediatamente sobre sus altas almohadas, con sus infinitos papelillos rizadores como una corona alrededor de la cabeza.

Martín, desde su azotea, acechó la súbita desaparición de aquella luz amarillenta, tan conocida, que veía entre los troncos de los pinos. La luna bruscamente quedó sola sobre el bosque de la casa del inglés, sobre la azotea de Martín, sobre el mar y las dunas. La enorme luna blanca y las sombras oscuras. Martín se sentó en el muro de la azotea junto al poste de la luz, las piernas colgando en el vacío y los oídos atentos. Muy lejos se oían como notas musicales, monótonas, repetidas entre grandes silencios, las llamadas de algunos pájaros nocturnos. Los grillos formaban una sinfonía constante; y aguzando el oído llegaba el leve rumor de papel arrugado que venía del mar. Y todo bajo aquella luz de luna cálida, casi tan fuerte y más embriagante que la luz del sol. No había miedo alguno de dormirse como había temido. Todos sus sentidos estaban tensos en la espera. La belleza de la noche, tan clara, le sorprendía y le excitaba. Pensó en todas las noches de luna de Beniteca que habían pasado mientras él, Martín, dormía. Y sintió la pérdida de esas noches.

Cuando las luces de la casa del inglés quedaron apagadas, hubo un rato de paz, de silencio y blancura alrededor de las viejas paredes. El olor de jazmín era tan fuerte que parecía proteger los muros del edificio.

Se abrió en silencio la puerta trasera y apareció la figura de Carmen en el claro de luna. Se internó en los pinos con un cubo en la mano y poco después por la puerta que había quedado entreabierta salió un hombre y cruzó hacia los árboles desapareciendo a su vez. Unos minutos más tarde Carmen volvió a la casa, siempre llevando aquel cubo.

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