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Sin acabar de escuchar a Frufrú, Carlos echó a correr hacia la casita de los guardas con Martín a los talones. Llamaron mucho rato a la puerta y al fin salió el viejo Paco abrochándose los pantalones sobre la camiseta y con los rugosos pies descalzos. Habían interrumpido su siesta y el hombre se rascaba la cabeza entre los escasos pelos canosos como si no acabase de comprender lo que los chicos querían. Al fin explicó:

– La señorita no puede estar en la torre. Eso es imposible. Si doña Frufrú no tiene la llave es que no se puede entrar. Nosotros no tenemos la llave. Pregúntenle a mi hija que está en casa de ustedes recogiendo los cacharros. Ella les dirá. Pero quítense de la cabeza que la señorita esté en la torre. Eso no es posible.

Martín miró hacia la misteriosa torre de la casa del inglés. Un cuadrado entre dos vertientes de tejados, con su tejadillo particular encima y una veleta herida por el sol. Martín sabía que la habitación tenía dos ventanas enrejadas, una hacia la fachada de la casa y otra hacia la parte trasera del edificio. Siempre que había visto aquellas ventanas desde el pinar le parecieron a Martín muy cerradas detrás de las rejas.

– ¿Por qué se va a haber escondido ahí Anita, Carlos? Se habrá ido de paseo.

– No.

Carlos echó el brazo sobre los hombros de Martín cuando subían hacia la casa y le hizo una confidencia en voz baja.

– Creo que no es la primera vez que sube Anita a la torre. La otra noche me pareció oír sus pasos en la escalera. Yo estaba medio despierto, medio dormido. Era muy tarde y casi no me fijé en que oía pasos, ¿comprendes? Es que mi cuarto está bajo la habitación de la torre. Hasta me pareció oír como que corrían muebles arriba. Nadie se atrevería a subir a medianoche a esa habitación a no ser Anita. La conozco. La conozco muy bien.

Carmen que fregaba el suelo de la cocina se volvió muy espantada hacia los chicos cuando le preguntaron por la llave de la torre. Se quedó de rodillas, escurriendo el trapo en el cubo, con aquellos ojos tan abiertos y el pecho agitado bajo el delantal.

– No tenemos la llave de la torre, señorito Carlos. Si no la tiene doña Frufrú es que su papá se la mandó a Mr. Pyne. Mr. Pyne no quiere que suba nadie allá arriba. Nadie, nadie… ¿Qué hace, señorito? ¡No suba!

Pero Carlos ya subía las escaleras que llevaban al cuarto de la torre y Martín detrás de él. Carlos empezó a golpear la puerta, mientras Carmen, desde abajo, gritaba ahora como una condenada que allá arriba no había nadie y que la señorita Ana no podía estar allí. Martín inclinándose sobre la barandilla de la escalera pudo ver la cara de la mujer con su boca de gárgola y los ojos desquiciados que tanto habían impresionado al señor Corsi. Carmen gritaba de tal manera desde abajo y Carlos golpeaba la puerta con tal furia gritando «¡Anita, ríndete!», que a Martín le entró risa y se tapó los oídos.

Carlos renunció al fin a que le contestaran y bajó las escaleras con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La guardesa estaba casi llorando.

– No, señorito, usted no suba más allá arriba. Por la Virgen y por los santos se lo pido. Mr. Pyne nos echaría a mi padre y a mí si ustedes entraran en la torre. Se lo juro, señorito.

La actitud de Carmen no podía ser más exagerada. A Martín le extrañó mucho. Carlos ni la miraba, pero Martín se fijó en que la mujer estaba temblando como aquel día en que sirvió en la mesa al señor Corsi.

– Oye, ¿no tendrá razón tu padre? ¿No estará algo loca esa mujer?

Habían salido por la puerta trasera de la casa a la luz hiriente de la tarde y la bofetada de calor que venía de los pinos. Carlos parecía sonámbulo. Al fin dijo:

– Anita estaba allá arriba, Martín. La he sentido respirar.

– Bueno -Martín estaba cansado-, pues déjala. Ya la veremos cuando se canse de estar allí. Ya nos lo contará.

Carlos se sentó sobre la tierra apoyándose en el tronco de un árbol, empezó a morder sus uñas nervioso mientras miraba hacia aquella parte trasera de la casa y hacia la ventana posterior de la torre que parecía cerrada, con las maderas bien juntas detrás de los barrotes.

– Anita no me cuenta nada ahora. Me ha tomado manía. La otra noche la encontré mirándose al espejo que hay sobre la cómoda de su cuarto, se había puesto ese velo negro de gasa que tiene Carmen y cuando yo entré se enfadó. Me dijo que se estaba ensayando para vestir de luto cuando yo me muriera.

Martín se echó a reír y al fin logró que Carlos sonriera también.

– Chico, yo creo que Anita comparada con nosotros es como muy niña aunque presuma tanto de su edad. Simpre le ha gustado disfrazarse y ahora con eso de ponerse tacones le da vergüenza de que la veamos con los disfraces. Las mujeres son así.

– Anita no tiene vergüenza de nada. Y si es por eso a mí también me gusta disfrazarme y ella lo sabe. No sé por qué tiene que portarse así… Y Frufrú la protege, las dos están contra mí. Ahora todo el mundo se ha empeñado en que yo soy un idiota. Papá también.

Carlos, sentado junto al tronco del pino y un poco inclinado hacia adelante, le recordó a Martín la estampa de un gladiador vencido. Se sentó junto a él y puso una mano en el brazo de su amigo. Pero no supo decirle nada.

Carlos aplastó una hormiga que subía por su pierna y estaba a punto de meterse bajo su pantalón. Después volvió a mirar hacia la habitación de la torre fijamente.

– ¿Ves aquella rama de pino que cae sobre el tejado, Martín?

– Sí, la veo.

– Voy a subir al tejado por ahí, por el pino grande. No parece muy difícil. Hay una especie de canalillo entre los dos tejados y se puede llegar hasta la pared de la torre. Después será difícil montarse en uno de los tejados y tratar de alcanzar las rejas de la ventana. Pero lo voy a hacer. Si Anita está allí, saldrá. Y estoy seguro de que está allí. Si no te atreves a subir conmigo quédate aquí por si sale ella.

Martín miraba a Carlos admirado. Le admiraba tanto la inmensa tontería de empeñarse en buscar a su hermana de aquella manera, como la ocurrencia de subir al tejado de la casa y tratar de mirar por la ventana. Esta última idea le fue pareciendo más emocionante a cada segundo que pasaba. Carlos levantó hacia él sus ojos interrogantes y Martín dijo sencillamente:

– Yo estoy contigo para todo, Carlos. Donde tú vayas voy yo también.

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Fue en el momento de descolgarse desde la rama del pino grande al tejado. Era un momento difícil en que la punta de las alpargatas tanteaba las tejas para acomodarse y poder caer al fin con todo el peso del cuerpo tal como había hecho Carlos un minuto antes. En ese momento Martín tuvo una intuición; más que eso, una seguridad: vio a Anita Corsi como si proyectasen su imagen en una pantalla delante de él. La vio taconeando por las calles muertas del pueblo. La vio llegar a casa de don Clemente el médico y llamar a la campanilla de la cancela que guardaba el patio.

El momento no era a propósito para visiones. Martín había hecho un mal movimiento con el pie izquierdo y el pie le dolía aún al quedar a gatas detrás de su amigo. Se quemaba las manos al tocar las tejas para agarrarse en ellas, Martín notaba el sudor empapándole la camisa y oía los jadeantes juramentos en francés y en español que lanzaba Carlos. Pero Carlos avanzaba entre juramento y juramento por aquella vertiente entre los dos tejados de la casa y Martín se arrastraba detrás de él quemándose las manos, jadeando también, notando un sol que daba vueltas dentro de su cabeza y cuya luz le parecía que salía en llamas por sus ojos y por su nariz. El camino se hacía larguísimo. De cuando en cuando refulgían pequeños vidrios hiriendo las pupilas como cuchillos. Una lagartija palpitó entre las manos de Martín y huyó. Los chicos avanzaban hacia la pared de la torre y si levantaban la cabeza el cielo les parecía negro por completo con aquel disco blanco y redondo del sol. Carlos seguía jurando y se detuvo para chupar una cortadura en sus dedos. Martín se detuvo también y oyó su propia respiración y luego, como una ola que estalla, el canto de las chicharras.

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