Martín, sonriente, negó con la cabeza. Frufrú insistió con sus ojillos brillantes clavados en los ojos de Martín.
– ¿No te ha propuesto que le acompañes esta noche? Tienes que decir la verdad a la vieja Frufrú.
Martin volvió a negar.
– Le juro que no me ha dicho nada.
– Bah, bah -Frufrú suspiró-. No jures. No vale la pena. Bah…
Carlos no le dijo nada, pero Martín supo que iría a la azotea, otra vez, aquella noche. Y lo esperó.
Estuvo esperándole mucho tiempo, unas veces echado en la cama y otras paseando. Cuando al fin se dio cuenta de que Carlos estaba en el jardín, cuando notó el temblor del palo por el que su amigo trepaba y sobre todo cuando lo vio aparecer sano y salvo, le entró una tranquilidad enorme.
Con la tranquilidad le vino a Martín un cansancio de plomo. Se echaron los dos chicos juntos, en la cama, aunque Martín murmuró que sólo descansaría un momento y los dos se durmieron.
No le despertó a Martín ni el llanto de las niñas en el piso de abajo, ni los pasos, ni el tropezar contra muebles. Despertó con la sombra de Eugenio y de las dos mujeres encima de su cama.
Carlos despertó también. Más rápido de reflejos que su amigo dio un salto instantáneamente y agarró, al pasar, sus ropas. Cuando Adela y Ramona chillaron ya había pasado Carlos entre ellas, desnudo como Adán y con las ropas en la mano corriendo hacia el palo de la luz en su huida.
Martín no pudo verlo. Sólo tuvo conciencia, durante un segundo, de su despertar. Ni siquiera notó el dolor del primer puñetazo que Eugenio descargó en su cabeza. Sólo un crujido como si se le partieran dentro del cráneo miles de bombillas iluminadas y luego una oscuridad total. Poco a poco volvió el dolor y el ahogo y un gemido que al pronto no reconoció como suyo, sino que le pareció el gemido de las paredes que le rodeaban. Y al fin, el pensamiento.
XXVI
Los faros de la camioneta aparecieron encendidos en la carretera, mientras la luna se ponía detrás de las montañas lejanas, al fondo de los pedregales. La camioneta se detuvo frente al tenducho de la esquina y Martín salió desde las sombras del muro del inglés y avanzó hacia el vehículo. Renqueaba al arrastrar la maleta.
Juan, el chófer, que había bajado para recoger los encargos de la tienda, le dijo:
– Hala, acomódate, muchacho. Vas a ir ancho hasta el puerto.
Juan no se fijó entonces en los esparadrapos pegados en la cara de Martín ni en los ojos hundidos entre la hinchazón provocada por los golpes, que más adelante, durante el viaje, motivarían sus preguntas y sus bromas.
Martín huía. Era Adela -la última persona de quien él hubiese deseado ayuda- quien le había animado a escapar. Era Adela quien había enviado un recado a Juan el chófer, diciéndole que el chico esperaría a la camioneta.
Todo había sucedido con mucha suerte -dijo Adela-, puesto que Eugenio no volvería a casa hasta el día siguiente, y Eugenio tenía pensado el encierro de Martín en un correccional.
Martín perdió la noción del tiempo y de las cosas en el largo día anterior. Encerrado con llave por Eugenio en el cuarto de la azotea, había golpeado la puerta, había dado patadas hasta rendirse de debilidad y cansancio llamando enronquecido a su padre, cuando al fin pudo comprender qué motivo vergonzoso -y le parecía a Martín que jamás había sabido hasta entonces lo que era el horror de la vergüenza- había llegado a creer Eugenio, para castigarle así, sin dejarle hablar ni explicarse.
Adela y Ramona abrieron la puerta de su encierro cuando Eugenio se fue de la casa. Las mujeres estuvieron parlamentando con Martín a través de la puerta antes de abrirle; pidiéndole que no escandalizase, avisándole que ellas le salvarían. El espectáculo de Martín, ensangrentado y enloquecido, las espantó.
– Quiero hablar con mi padre. Se ha equivocado. Yo no he hecho nada. No he hecho nada…
No podía expresar lo que había comprendido que creía Eugenio.
El cuarto de Martín parecía un horno. Olía a sudor y a angustia entre el sol colorado. El colchón de la cama estaba en el suelo. Las sábanas, revueltas, en el suelo también y manchadas de sangre. Y el chico, larguirucho, parecía un demente. Ramona y Adela se miraron y esta última con un gesto tímido sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y lo tendió al muchacho.
Martín notó la compasión de Adela. Él, que ya no podía llorar, tenía ganas de llorar de rabia al notar aquella compasión.
– Ven. Bajemos a la casa. Luego nos cuentas todo a Ramona y a mí.
En la oscuridad fresca del cuarto lavabo, mientras se enjuagaba la cara con agua fría, Martín preguntó por Carlos. No había recordado a Carlos en aquellas horas de angustia, mientras llamaba a su padre. Carlos sólo era un motivo, el motivo de la gran equivocación de Eugenio. Ahora la imagen de su amigo tomó cuerpo entre aquella especie de neblina roja que llenaba el mundo. Quizá Carlos también había sido golpeado. Quizá estaba juntó a la verja del jardín, tratando de defenderle, de explicar algo, sin que le permitiesen el paso. La imagen de Carlos se agigantó un instante para Martín.
– Se escapó, no pienses más en él. Ése no aparece por aquí nunca más.
– No ha pasado nada -dijo Martín-. No ha pasado nada. Mi padre tiene que saber que yo no he hecho nada.
Era muy extraño. Carlos crecía delante de sus ojos y se deshacía también como si fuese un globo que estalla cuando volvía aquel dolor obsesivo, aquella rabia y aquella pena de la equivocación de Eugenio. Después la imagen de Carlos flotaba de nuevo en otro dolor distinto y como irreal.
– Dele las gracias a mi señora en vez de insultarla con esa boca desagradecida. Ella escondió la pistola de don Eugenio. Si don Eugenio encuentra su pistola anoche, les mata a los dos.
Martín había insultado a Adela a través de la puerta cerrada, pero ya no se acordaba de eso.
– Tengo que ir a casa de Carlos. Carlos no podrá comprender lo que ha pasado.
– Espera, nene, espera. Tú estás muy malo para salir ahora. Yo le mandaré un recado con Ramona para que venga él. Tu padre no vuelve a casa en veinticuatro horas y tenemos todo ese tiempo para que puedas escapar. Lo mejor es que escapes.
– Tengo que hablar con mi padre.
Le dejaron hablar enronquecido y lleno de fiebre hasta que el cansancio le rindió y permitió que le acostaran en la cama de Adela. Las mujeres estuvieron cuchicheando sobre la conveniencia o no conveniencia de mandar un recado a casa de los Corsi, pero Ramona se enteró por Paco, el guarda, de que toda la familia de la finca vecina había salido de excursión por la mañana y vino triunfante con la noticia. Martín gritó que aquello era mentira e intentó pegar a la mujer lanzándose fuera de la cama, pero le redujeron con las fuerzas que la excitación daba tanto a Adela como a Ramona.
Más tarde se negó a comer. Sólo bebía continuamente agua salobre del pozo con una sed que parecía inacabable.
– Escucha, nene -decía la voz de Adela dentro del mundo rojizo de la fiebre de Martín-, escucha, nene, lo mejor es que yo convenza a tu padre. Ayer no se le podía hablar, pero cuando vea que no estás en casa será más fácil de convencer. Hay cosas por las que tu padre no pasa, hijo.
– No tiene nada que perdonarme. Tengo que hablar con él. Carlos vendrá a hablar con él.
– Eso no lo esperes, inocente. Ése no aparece por aquí. Lo mejor es que te vayas con tus abuelos. No pienses que tu padre te va a escuchar ahora. ¡No me ha querido escuchar a mí!…
– No me importa que me mate. Se arrepentirá si me mata. No tiene por qué matarme. Yo no he hecho nada.
Siempre había una mujer junto a Martín: Ramona o Adela. A veces las dos juntas. Martín ya no tenía fuerzas para insultarlas, aunque a veces se levantaba de la cama y daba pasos de sonámbulo. Una de aquellas veces empujó a las mujeres y llegó hasta el jardín intentando escalar el muro, pero cayó al suelo. Entonces golpeó su cabeza contra aquella pared y una oscuridad salvadora le libró del pensamiento y de la obsesión.