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Anita se echó a reír.

– ¡Increíble! El señor de las pildoras durmió perfectamente, lo sé muy bien porque yo tuve que ir más de treinta veces al único water del piso que estaba lejísimos de mi cuarto y no lo encontré nunca en mi camino. A Oswaldo sí que lo encontré dos veces en el pasillo, aunque fingimos por delicadeza que no nos veíamos y no se le puede hablar de eso. Como es poeta… Resulta que las pildoras eran un purgante. Pero, ¿no es extraordinario que al viajante no le hicieran daño? Oswaldo tenía una cara malísima cuando salimos al día siguiente casi de estampía y me agradeció mucho que en el primer restaurante yo pidiese arroz blanco. Papá el pobre no sé si se ha enterado o no. Ya sabes que siempre está de broma, pero siempre es muy delicado también.

Se reían los tres alegremente mientras iba anocheciendo al subir a la casa.

La alegría de Martín, sin embargo, su misma risa que no podía contener tenía una nota falsa, vacilante, aquella tarde.

Carlos cogía la mano de Anita y empezó a correr hacia la casa de la finca bajo las primeras estrellas que empezaban a temblar en la última luz del día. Martín, retrasado, les siguió como siempre.

XXII

Tumbado boca abajo, los codos en la arena, la cara angulosa entre las manos y el ceño fruncido, Martín, junto a Carlos, observaba distraídamente el toldo bajo el que se veían -separadas de ellos por la brillante neblina del calor- las figuras de Oswaldo, Anita y el señor Corsi. La que se movía era Anita, que en aquel momento quitaba a Oswaldo el sombrero de paja para ponerlo sobre su cabeza. Un segundo después lo volvió a colocar sobre la del poeta. Oswaldo y el señor Corsi, sentados pacíficamente en las butacas de lona, en bañador, tomaban el sol en las piernas.

– «Humano capiti cervicem pictor equinam junguere sivelit»…

– ¿Qué demonios murmuras?

– Nada, estaba mirando a Oswaldo: «spectatum ad-misirisum teneatis, amici?»

– Caramba, eso deberías decírselo a Anita, le impresionaría tu latín. Nosotros, con el inglés tenemos bastante, ¿sabes? ¿Cómo te ríes del poeta ese?… Me gustaría aprenderlo. Mañana se va. A ver si empezamos a divertirnos de una vez este verano.

Martín no le escuchaba, metido en sus pensamientos.

– Ya está.

Se sentó en la arena en un gesto brusco, volviéndose de espaldas al sombrajo, cara al mar.

– En este momento he comprendido lo que debe ser mi pintura.

Puso su mano en el hombro de su amigo, caliente por el sol, y Carlos se volvió a mirarle perezosamente de reojo.

– ¿Qué demonios te pasa?

– Escúchame. Es toda una teoría sobre la pintura. Llevo tres días pensando en mi pintura. Sobre todo ayer, cuando me dejasteis solo todo el día. Había llegado a creer que en Beniíeca me volvía burro. No hago nada durante los veranos. Es desesperante. Otros años me traje todo el equipo de carboncillos y demás. Este año, no ya los pinceles, ni un lápiz se me ocurrió coger, nada absolutamente. Pero esto no puede ser. Ayer estuve pensando todo el día en mi pintura. Ni siquiera me di cuenta de que os habíais marchado de excursión la familia entera. Te digo que todo el día de ayer fue muy extraño. Fue decisivo para mí.

– El Oswaldo ese nos llevó a comer a un hotel que hay cerca de aquí en otro pueblo de la playa. Un hotel que es una birria, pero donde nos dieron una caldereta de pescado que a Frufrú le gustó muchísimo y luego con el coche se divierte uno de verdad. Nos paramos en cada playa que le apetecía a mi hermana para darnos remojones. Oswaldo sufrió mucho por la tapicería del automóvil. Nos subíamos chorreando y él se empeñaba en que extendiésemos toallas debajo. Frufrú, para congraciarse con Oswaldo, nos reñía, pero imagínate que a ella se le ocurrió bañar a Tití, y cuando el bicho subió al coche sacudiéndose, fue lo peor de todo. Te digo que nos divertimos Ana y yo. Casi estoy pensando si Anita no querrá que hagamos algo con ese tipo. Algo como lo de don Clemente. ¿Te acuerdas?

– Yo, ayer, de pronto, lo vi todo muy claro. Tenía ganas de hablar contigo. Tú y yo no hemos hablado nunca en serio, Carlos. Hasta ahora, chico, mi único confidente ha sido muy extraño. Mis mejores conversaciones las he tenido con un amigo de mis abuelos. Un hombre inteligente, desde luego, pero un viejo al fin y al cabo. Ayer me di cuenta de lo que era mi verdadero destino en la vida. Me di cuenta de la fuerza que puede tener un hombre para crear. Sé que no me explico bien. En realidad un hombre es una especie de insecto entre la corteza de un mundo perdido entre otros mundos. Y sin embargo, dentro de mí yo siento el universo entero.

Carlos se sentó también en la arena y le miró extrañado.

– Oye, ¿te has vuelto loco?

Mientras Carlos se sacudía la arena de las manos, Martín apreció la perfección de la cara de su amigo y su ceño fruncido.

– Estoy hablando en serio, Carlos. Ya te dije que nunca te he hablado en serio.

Carlos miró a un lado y a otro de la gran playa vacía. A un extremo el pueblo de Beniteca se desvanecía en la brillantez del calor. Al otro lado, mucho más cerca, el promontorio del faro, con las olas rompiendo entre las rocas que guardaban el secreto del solarium.

– Chico, no comprendo. ¿Por qué diablos has escogido este momento para hablarme en serio? ¿Sabes lo que parecías antes? Pues un cura viejo masticando sus latines.

– «Ut turpiter atrum desinat in piscem mulier formosa superne.»

– Menos mal que te ríes, caray. Yo no llegué a estudiar latín, me echaron del Liceo antes. En casa se hablan otros idiomas menos de cura.

– Yo sé muy poco latín, pero escucha lo que traduzco: «Si hiciese de manera que un pecho hermoso de mujer acabase en horrendo pez»…

– ¡Cállate! ¿Quieres un poco de lucha antes de meternos en el agua? A ver si mi hermana se anima y deja al gordo ese con papá. ¿Te dije que mañana se van papá y Oswaldo? Anita se queda, desde luego.

– Ayer me di cuenta de lo que es una vocación de artista, Carlos. Quédate aquí un momento; te pido que me escuches por una vez. Creo que tú y yo podemos hablar como seres inteligentes por un minuto. Ayer, en aquellas horas en que estuve pensando, sentí lo que es la verdadera liberación. No sé cómo explicártelo. No sé si alguna vez tú te has planteado problemas de ataduras religiosas, políticas o familiares, no lo sé. Nunca hemos hablado… Yo me sentí liberado de todo eso como si hubiera roto unas ataduras.

Carlos le miró por entre las pestañas, guiñados los ojos contra el reflejo del sol. Le pareció a Martín que en las pupilas de su amigo había una ironía tremenda y se sintió desconcertado un segundo, pero siguió.

– Ayer me preguntaba yo por qué nosotros no podemos hablar de cosas verdaderamente interesantes. Hemos sido grandes amigos y, sin embargo, tú no has visto aún ni un cuadro ni un dibujo mío. Te sorprenderás de lo que puedo llegar a hacer. Hay dentro de mí una fuerza, te lo juro. Algo que ni tu hermana ni tú sospecháis. Ayer supe que nada podrá detener esta fuerza cuando yo la ponga en marcha. No me podrá atar nada. Necesito una libertad absoluta. Ningún lazo familiar. ¿Oyes bien? Ninguno. Ni ataduras ni patria tampoco. Esa idea de la Patria es forzada, es utópica. Ni ataduras de religión, ni mucho menos sociales, incluso en las relaciones del sexo, incluso en eso he visto dos caminos de liberación; el de Freud, de no retener ningún impulso para que las inhibiciones no te aten, o el de los místicos, superándolo por el espíritu. Y desde luego, lazos familiares ninguno. Ya te lo he dicho. Ni ataduras de amistad. Nada absolutamente. ¿Sigues mi pensamiento? Te aseguro que es completamente sincero. Creo que un artista tiene que ser eso, un hombre liberado en absoluto. Sólo así puede crear su mundo.

Carlos inclinó su esbelto y fuerte cuerpo, sentado en la playa como estaba, y quitó con las manos la arena que se había metido entre los dedos de sus pies.

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