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Carlos le miró de reojo en la sombra de la carretera.

– Chico, ¿sabes que la caza del lagarto se pone interesante?

Poco a poco la conversación se fue acalorando. Una explicación seguía a otra, cada vez más atrevida y más cortada por risas. En este mentir y mentir Martín encontró un gozo turbio, jamás experimentado hasta entonces.

Un goce que, como todos los del verano, estaba mezclado a la sensación de la presencia de Carlos junto a él, caminando por la carretera bajo las estrellas magníficas de la noche sin luna. Tan clara aquella noche que el cielo parecía arder.

Martín ardía. Notaba arder a Carlos a su lado mientras hablaban y hablaban. Carlos, naturalmente, como a veces hacía con Anita, le cogió la mano. El fuerte contacto un poco áspero conmocionó a Martín un instante y luego con deliberación se desprendió de aquella mano bruscamente. Carlos entonces le pasó el brazo por el hombro. Y así, medio borrachos de sus propias palabras, llegaron a la esquina de la casa de Martín.

Sólo tres días habían transcurrido desde aquella tarde y ésta la habían pasado como casi todas. Ensayaron a boxear un poco y luego cansados y sudorosos bajaron a la playa para bañarse otra vez, compenetrados uno con el otro en la alegría de tener secretos entre los dos y de sentirse al mismo tiempo más a gusto en aquella salvaje soledad.

Al atardecer pidieron a gritos a Frufrú una merienda. Tenían tanta hambre aquella temporada que Frufrú se guardaba muy bien de darles galletas ni cualquier cosa delicada. Frufrú había discurrido -pensando en la escasez de pan- prepararles diariamente una fuente de ensalada de patatas que los chicos devoraban junto a la taza de té obligatoria.

Después de la merienda charlaban perezosamente en el balancín de Frufrú y fue entonces cuando oyeron el rodar del coche y el claxon antes de verlo aparecer en la explanada y pararse junto a la fuente.

Del coche bajó el señor Corsi con gafas de sol, pañuelo de seda blanco al cuello, jersey de seda, pantalones grises y cabello gris también, pidiendo a gritos un baño.

En seguida vio Martín a Anita, con un traje estampado de fondo blanco, aquellos altos zapatos «de coja», que estaban de moda y la misma impetuosidad y movimiento de siempre abrazando a Frufrú y abrazando a Carlos.

Martín encontró a Anita tan cambiada, en el primer momento, que tuvo ganas de abrir la boca de asombro. Un rato más tarde se dio cuenta de que las facciones de Anita no habían cambiado lo más mínimo, ni tampoco su cuerpo. Ni su vitalidad. Pero era distinta.

Del automóvil bajó, casi al mismo tiempo, un caballero rechoncho y moreno, muy elegante también, que contempló a Anita, sus movimientos, sus risas y sus besos y abrazos a Carlos con una sonrisa embelesada. Martín se fijó entonces que bajaba del coche desde la portezuela abierta el perrito pequinés de quien le había hablado Carlos, arrastrando la fina correíta que colgaba de su collar. Anita se fijó al mismo tiempo en el perro y en Martín. Cogió el pequinés en brazos y se acercó al muchacho.

– Mira, pescador, mira Tití, ¿no es precioso? Después de Carlos es lo que más quiero en el mundo. Me lo regaló Oswaldo. Oswaldo es el mejor poeta de América. Oswaldo, éste es martín pescador. No sé si te he hablado de él o no, pero es lo mismo, es nuestro martín pescador… Mira qué vergüenza tiene, no me quiere dar un beso.

Soltó el perro en el suelo y corrió detrás de Martín para besarle dejándole después ruborizado y retraído delante de la mirada del poeta.

– Ya le llegará el tiempo de apresiar los besos de las jóvenes lindas. Ya le llegará, amigo.

El señor Corsi había desaparecido y Frufrú también después de coger al perrito en brazos y llevárselo dándole besos. Anita se sentó en el balancín con el poeta a su lado y Carlos junto a ella, en el suelo. Martín estaba enfrente de pie y acabó por sentarse en una de las sillas de hierro. Anita aceptó un cigarrillo de Oswaldo y después tomando la lujosa pitillera que éste le ofrecía sacó de ella un cigarrillo para Carlos y otro para Martín. Carlos aceptó y Martín también. Martín había fumado muy pocos cigarrillos en su vida y a Carlos tampoco le había visto fumar, pero los dos encendieron sus cigarrillos con aire de hombres mundanos.

Anita fumaba, tosía con el humo al reírse y no paraba de charlar en todo el tiempo.

– Qué viaje, Carlos, ¡extraordinario! Tú te habrías divertido como yo. Papá y Oswaldo, los pobrecitos, como no les divierten las incomodidades, sufrieron muchísimo. Imagínate que en cuanto encontraban un hotel bueno ya no querían salir de allí. Gracias a que yo les obligaba, si no no hubiéramos llegado nunca… ¿Te acuerdas de aquel pueblo, Oswaldo? ¿Cómo demonios se llamaba? El pueblo del hombre… Nos recomendaron el hotel como muy bueno y ni siquiera había baño allí. Extraordinario. Unos cuartos con camas muy altas de metal, lavabo y jarro y muchas fotografías de esas de hace siglos que eran de todos los dueños muertos del hotel. ¿Y las mesillas de noche? Unas mesillas de noche enormes, con mármol por encima y con orinales enormes también. Yo por lo menos tenía mi cama de matrimonio para mí sola, pero Oswaldo y papá tuvieron otra cama de matrimonio para los dos porque no había más habitaciones. ¡No os podéis figurar lo que fue!

– Anita, linda, no cuentes esas cosas a los muchachos.

– Me muero de risa al acordarme. Llegamos por la noche a tiempo de cenar y yo me arreglé en seguida y bajé al patio del hotel para esperar a papá y a Oswaldo. Y el patio del hotel era una cosa increíble, extraordinaria, llena de macetas con palmeras, calendarios, estatuas de negros sobre repisas, sillones de mimbre y escupideras de loza y otras macetas que bajaban hacia la cabeza de una con unos alambres colgados de la galería. Bueno, en uno de aquellos sillones encontré a un señor extraordinario. Alto, de nariz ganchuda, grueso. Un señor que una vez que empezaba no paraba de hablar.

– Tienes que tener más prudensia con las amistades, linda. No era nada extraordinario el aspecto del señor. Era un viajante y tenía cara de viajante.

– Para mí extraordinario porque es el primero que he visto… Figuraos que ese señor me empezó a decir que para conservar la juventud no había nada como las pildoritas que él tomaba antes de la comida y yo no sé… -la risa la ahogaba-. El caso es que Oswaldo y yo las tomamos.

– Explica las cosas, linda. Aquel buen hombre vino a nuestra mesa invitado por ti y era insoportable. Cuando cogiste su pildora y la tragaste sin que tuviese tiempo de detener tu mano, me asusté. Tú no tienes experiensia, linda.

Anita se reía a carcajadas.

– Sí, el buen señor tuvo que jurarle a Oswaldo que aquello era buenísimo y entonces Oswaldo, fascinado, lo tomó también. Y os tengo que contar lo que pasó.

El poeta se puso en pie.

– Linda, me gustaría darme un baño. ¿Puede ser?

– ¿Quieres darte un baño de mar? A mí me apetece mucho. ¿Quién me acompaña?

– Yo -dijo Carlos.

– Yo, Anita, preferiría bañarme hoy de manera más sivilisada como dise tu papá.

– Tienes que esperar a que papá termine en el cuarto de baño. Pero mira, aquí viene algo para ti. Sifón y el whisky que tú nos regalaste últimamente y que a nadie le gusta más que a papá y a ti. -Anita se fijó en la muchachita que venía con la bandeja-. ¿Cómo te llamas, guapa? No te había visto nunca. Yo soy Anita.

Benigna, ruborizada y tímida, casi no acertaba a colocar la bandeja en la mesita.

– ¡Ah! -gritó Anita-. Qué alegría para ti, Oswaldo. Frufrú es maravillosa. Hasta ha encargado hielo. Puedes ir bebiendo esto mientras nosotros nos vamos al mar. Vamos, chicos.

Oswaldo quedó abandonado en el balancín y diez minutos más tarde estaban los chicos en la playa con un mar rosado y pálido delante de ellos en el que se metieron. Al salir, después de correr un rato, Carlos preguntó:

– ¿Qué pasó aquella noche, Ana, la noche en que tomasteis las pildoras?

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