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XXIV

El martes el equilibrio entre las relaciones de los tres amigos parecía asentado. Martín comprendió que la felicidad es resultado de una serie de concesiones entre los que se quieren.

Martín había rendido, nuevamente, su actitud. Decidió no hostigar a su amigo llamando la atención de Anita sobre su persona. Carlos volvía a tener su expresión de chico grande, contento de vivir al unirse a su hermana. Y Martín, sintiéndose un poco superior por este renunciamiento, se conformó con el papel secundario de acompañante de los Corsi que siempre le había tocado en suerte, o quizá que él había elegido.

– Este pescador nuestro… -dijo Carlos, magnánimamente aquella tarde al bajar del Faro entre la luz baja de gradaciones ya en el crepúsculo. Echó el brazo por el hombro a Martín sin notar la oscura emoción de éste.

– Este esclavo nuestro -continuó Anita- nos distrae. Yo no puedo vivir más que rodeada de esclavos. Tú tampoco, ¿verdad, Carlos?

Se detuvieron junto a las peñas del camino y Anita se sentó en tierra tomando sobre su falda a Titi. Carlos ofreció a su hermana y a Martín un cigarrillo. Martín pudo advertir tanta felicidad en la expresión de su amigo que una áspera sensación de ternura le impidió replicar a aquellas bromas de los otros. Jugaban ahora a que el tiempo se había detenido en el primer verano, en la infantilidad y la dicha salvaje que tuvieron en el primer verano de Beniteca y este juego emocionaba más a Carlos que todas sus correrías anteriores en compañía de Martín, que la caza del lagarto y sus preocupaciones compartidas. Martín aspiró el humo del cigarrillo empezando a encontrar agrado en su sabor, en su seca calidez amarga dentro de la boca y en la garganta. No rompió con una sola palabra el encanto de aquellos momentos. Sólo observaba a Carlos: la línea de los hombros de Carlos, sus largas piernas dobladas, sentado ahora en tierra junto a su hermana, como protegiéndola con su fuerza. Anita estaba fumando y acariciando al mismo tiempo a Tití, salvaje, despeinada como una chiquilla; la cara quemada por el sol, los brillantes ojos entrecerrados como llenos de pensamientos y de ideas. Tenía las manos pálidas, pequeñas, delgadas como garras. En la mano derecha, una de las uñas que ahora Anita dejaba crecer según la moda y esmaltaba de rosa, estaba rota. Carlos miraba a su hermana con insistencia.

– No puedes decir, Ana, que te aburres ahora con nosotros.

– No me he aburrido nunca, tonto mío. Nunca en mi vida. Cuando me aburra con vosotros buscaré otra diversión.

Martín, compenetrado con su amigo, se encontró deseando que Anita no se aburriese. Una idea bien tonta, puesto que unos días antes hubiera hecho cualquier cosa porque esta chica se marchase otra vez con su padre y con Oswaldo y los dejase en paz a Carlos y a él. Su profunda mirada envolvió al grupo que formaban los Corsi.

– Creo -dijo con cierta emoción- que nunca tendréis un amigo como yo.

Anita abrió sus ojos del todo, divertida.

– ¿Has visto, Carlos, qué modesto? Este martín pescador no se da cuenta del honor que le hacemos al admitirlo.

– Arrodíllate, chico -la voz de Carlos estaba llena de broma y de un gozo desproporcionado-, arrodíllate que habla la reina.

Martín sonreía y no notaba dentro de él más que gozo también. Un gozo áspero, seco, cálido y amargo como el humo de su cigarrillo. Como si hubiera renunciado a algo grande por otra cosa más valiosa aún. Algo imposible de explicar. Algo que Carlos no comprendería nunca.

Volvieron hacia la finca del inglés, cantando. Carlos tenía buen oído. Anita y Martín, desastroso. De cuando en cuando se detenían para reír. A veces cogían a Tití en brazos para que no se fatigase demasiado. Lo cogía Anita y se lo daba después a Carlos. Éste pasaba el pequeño y lanudo cuerpo del perrito a Martín, y Martín terminaba dejándolo en el suelo otra vez, hasta que al cabo de unos pasos Anita volvía a cogerlo.

Entraron en la finca por el portón grande de la carretera, abierto de par en par.

– «Ya va a salir la luna, luna luneraaa…»

Esto lo cantó Anita desafinadamente, Y aquel chillido de Anita, a Martín le produjo otra vez aprensión contra la luna grande que iba a aparecer. Carlos se fijó en el polvo de la avenida. Examinó los bordes del camino con inquietud.

– Ha pasado un automóvil por aquí.

– Han pasado muchos… ¿Qué quieres decir?… ¿Crees de veras que?…

En la avenida que subía entre los pinos había huellas de neumáticos recientes. La cara de Anita se volvió resplandeciente en la luz del crepúsculo. Echó a correr avenida arriba, con la melena golpeando su nuca en la carrera. Y Carlos la siguió. Tití, cansado, abandonado en medio de la cuesta, ladraba agudamente y Martín se volvió esta vez y lo cogió en brazos. Notó los latidos del corazón del animalito y la expresión pedante y como ofendida de sus ojos de rana. Cuando, cargado con el perro, andando despacio, llegó a la explanada, no le sorprendió lo más mínimo encontrar el automóvil de Oswaldo junto a la fuente seca. Oswaldo resultaba ya extrañamente familiar en el paraje. Fuerte, rechoncho, impecable con sus pantalones blancos, parecía rezumar cordialidad. En la mesita plegable junto al balancín se veía un vaso y un sifón. Frufrú había cuidado a Oswaldo desde la llegada de éste un rato antes. Carlos, sin disimular su disgusto, se había dejado caer en el balancín mientras Anita hablaba de pie en medio de la explanada, con el poeta. Martín dejó al perro en el suelo dando una ligera palmada en los cuartos traseros del animalito y se acercó a su amigo.

– Anita, linda. Yo me dije: ¿Qué voy a haser en Madrid con este calor? Dejé a mi buen amigo Corsi en el tren y me volví a un hotel de la playa. Pero la añoransa, linda, ha sido la añoransa la que me hiso volver. Pensé, linda, que me invitarías unos días más a tu presiosa casa…

Anita se reía, como siempre, con sus carcajadas gozosas.

– Oswaldo, ¡qué buena idea! No sabes lo que me aburría aquí. Aquí no hay nada, no se ve a nadie interesante. Has tenido una idea fantástica.

Carlos estaba silencioso en la sombra del balancín. Su cuerpo olía a sal, a las hierbas duras y amargas sobre las que se había tendido un rato antes y al sudor limpio que había empapado su camisa durante sus correrías de la tarde. Con la alpargata de su pie derecho daba impulso al balancín. Con el otro pie frenaba aquel impulso. Su perfil, quieto, perfecto, daba una sensación de tristeza y desastre absoluto.

Martín puso una mano en su hombro sin que el otro se volviese.

– Déjales -susurró Martín-, no les hagas caso. ¿No ves que no vale la pena?

Carlos siguió dando impulso al balancín y al mismo tiempo frenándolo durante unos interminables minutos. A la sugerencia de Martín no contestó nada.

Un rato más tarde oyó Martín que Frufrú reñía a Carlos. Carlos había dejado solo al poeta cuando Anita le dejó también, según dijo, para arreglarse un poco antes de la cena. Martín siguió a Carlos al interior de la casa y escuchó la riña de Frufrú en la leonera.

– Ten en cuenta, ñiño, que tú no eres el enamorado de Anita, que sólo eres su hermano pequeño. Ten en cuenta que ese señor poeta ha hecho muchos favores a Corsi y no seas mal educado. Escucha a tu vieja Frufrú y no te pesará… Nada se saca con hacer frente a lo que no nos atañe. ¿Me escuchas, demoño, o no me escuchas? Martín sí que la escuchaba desde el recibidor y decidió que estaba de más en la casa en aquel momento. Volvió a salir al pinar. Vio como Oswaldo -apoderado otra vez del balancín- fumaba beatíficamente en la templada noche.

Martín se escurrió hacia el pinar sin querer saludar al poeta y subió el muro de su casa con la imagen de aquel desastre que había visto en la cara de Carlos. Cenó tan callado y tan ceñudo que Adela le preguntó si estaba malo.

El día, al llegar entre el sol coloreado de su cuarto, le trajo a Martín una sensación conocida de felicidad, otra vez. Recordó a Oswaldo en seguida, recordó la cara de Carlos y su tristeza y se encogió de hombros después de estirarse en el calor de la habitación. Le extrañaba que su amigo fuera tan reacio a aprender trucos en la escuela del sufrimiento; que fuese tan vulnerable, tan inocente siempre, cuando tenía al alcance de la mano aquella dicha de olvidar a su estúpida hermana y a los estúpidos pretendientes o amigos de su hermana y refugiarse en la amistad sólida y sin engaños que Martín le ofrecía. En verdad, siendo un chico tan simple, era bien complicado aquel Carlos. Pero él mismo, Martín, ¿no era complicado acaso? Ningún amigo antes que Carlos, ningún amigo de aquellos con los que podía hablar de cosas verdaderamente interesantes en el instituto o en la escuela de arte, le había preocupado jamás como este chico guapo y simple. A ninguno admiraba como a Carlos, conociendo, sin embargo, sus limitaciones.

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