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Martín se olvidó de su importancia. De su latín, de su pintura. Se volvió a olvidar de él mismo y hasta de la extraña turbación que le producía Benigna.

El domingo Anita se empeñó en ir a las dos sesiones de cine que este año había en Beniteca los días de fiesta. A la primera sesión acudieron los tres amigos bajo el sol de la carretera, calzados con alpargatas, y se mezclaron a la larga cola formada delante de la taquilla por lo que llamaba Anita en broma «gentecillas de tres al cuarto como nosotros».

Una vez dentro del local, un olor a desinfectante barato y a botas de soldado se metía en la nariz. Se oía un rumor como de caldera hirviente debajo del techo agujereado por el que se filtraban rayos de sol. Escucharon de pie los himnos patrióticos y vieron luego una vieja película del Oeste, muy cortada y jaleada por silbidos, pateos y aplausos del público. No se vio un solo beso en esta película, pero cuando llegaban los momentos en que el público imaginaba que iba a producirse el corte salvador para ocultar ese instante terrible del beso, un gran rugido, silbidos y hasta llantos de niño se producían en la sala, coreados entusiásticamente por los Corsi y por Martín. Anita y Carlos llegaron hasta llorar de risa, y Martín tuvo una imagen fugaz de Anita, fea y despeinada, con la nariz roja por el sol, olvidando por completo sus coqueterías.

Volvieron a la finca del inglés siempre bajo el sol de justicia de aquel día canicular, y Martín pasó aviso a su casa de que no cenaría allí y de que iría al cine otra vez, con los Corsi.

Anita se vistió con un traje blanco aquella noche y se puso unos tacones altos de aquellos corridos, según la moda del momento. Frufrú se vistió con su blusa verde brillante y un asombroso boa de plumas rojas colgándole de los hombros como si fuera un chal. Anita y Frufrú olían al mismo perfume cuando subieron a la tartana que fue a buscarlos hasta la misma explanada de la finca del inglés. Era un perfume como a maderas orientales, muy propio de Frufrú, pero no de Anita, según pensó Martín.

Perico, el tartanero, que según dijo tenía mucho quehacer, vino a buscarles muy pronto y Anita le pidió que les dejase a todos en el café del casino para esperar allí la sesión de la noche.

– Ñiña -gritó Frufrú, asustada-, ese café es para los socios.

– No digas disparates, preciosa.

La cara morena de Anita y sus desnudos y delgados brazos destacaban mucho en el blanco de su vestido. Se movía con soltura sobre sus altos zapatos entre las mesas del café y eligió la que le pareció mejor situada sin hacer caso de las miradas de algunos hombres que jugaban a las cartas y dejaban el juego para mirarlos. Carlos corrió una silla para Frufrú mientras ésta, como un pequeño papagayo asustado, revolvía sus ojitos de un lado a otro. Martín quiso ayudar a Anita a su vez, galantemente, y recibió un pellizco en la mano que apartaba la silla para la muchacha y una mirada brillante y burlona.

En cuanto llegó el camarero, Martín comprendió en seguida cuánto respeto inspiraba la voz y el gesto exigente de Anita. El mismo camarero que les había despedido la noche de San Juan les atendió ahora, sin atreverse siquiera a echar una ojeada a Frufrú, ni a sus collares, ni a su cresta de cabellos teñidos. Y hasta saludó a Martín a quien esta vez quiso reconocer.

La sesión de cine de la noche estaba concurrida por el público más elegante del pueblo. Entre tanta elegancia Frufrú se sentía muy excitada y ponía silencio a los comentarios cáusticos de Anita sobre la gente que les rodeaba y les miraba. La película era tan vieja como la de la otra sesión aunque no del Oeste americano. Cuando llegaron los momentos tiernos en que se prevén los besos, la mano del operador apareció en la pantalla tapando todo, y entonces el mismo rugido de la sesión de la tarde se levantó en el cine. Y silbidos. Carlos volvió a meter los dedos en la boca para silbar. Martín no lo hizo entonces porque sabía que su padre y Adela estaban en el cine. Anita reía y pateaba, y Frufrú se tapaba los oídos, compungida.

En la noche del lunes salieron los tres a la playa. Aunque la luna no estaba en su plenitud aún, su claridad hacía relucir la arena. A Martín le entró un extraño miedo de aquella luna, pero rechazó la sensación y siguió a Carlos y Anita que corrían como locos por la orilla del agua y se perseguían. Terminaron los tres jadeantes tirados sobre la arena seca de las dunas. Anita, al tranquilizarse, se fue quedando pensativa.

– Quisiera que tuviésemos todos treinta años -dijo de pronto-. Quisiera que corriese el tiempo y que viviésemos de verdad.

– Estamos viviendo de verdad -dijo Carlos.

Martín empezó a notar la vida en todo su cuerpo. Palpó la musculatura de sus brazos magros. Bajo sus dedos notó en la cara la aspereza del vello de su barba.

– Tengo ganas de que seáis hombres vosotros y de ser yo una mujer de verdad.

– Para eso no hace falta tener treinta años.

– Oswaldo tiene treinta años y se nota mucho su experiencia. Yo le envidio. No es que me crea idiota, pero a su lado algunas veces me encuentro tonta… Quizá me case con Oswaldo. No lo sé. Él ha pedido su divorcio.

Carlos se sentó en la arena. Cogió a su hermana por los hombros, sacudiéndola.

– ¿Con un hombre como ése vas a casarte tú? ¿Tú?

– Oswaldo es muy rico y muy inteligente.

– ¿Piensas dejar a la familia porque ese gordo sea rico?

Martín escuchó las carcajadas de Anita y le pareció que en ellas sonaba una nota falsa.

– Oswaldo vendrá con nosotros, tonto mío. Ésa será la única diferencia. Martín también vendrá con nosotros, ¿verdad Martin? ¿Verdad que cuando se conoce a nuestra familia no se la deja nunca?

Martín sintió una extraña opresión al respirar. Necesitó de pronto ponerse en pie y dijo:

– Mi padre ha pedido traslado. Posiblemente no volveré a Beniteca el verano que viene.

Le costó mucho decirlo, pero los otros no le oyeron. Carlos y Anita peleaban ahora. Anita acabó jurando, entre risas, que no se casaría con nadie y le hizo jurar a Carlos que él tampoco se casaría.

– Yo creo que deberíamos bañarnos -dijo Anita al fin, abanicándose la cara.

– Sí -dijo Carlos-. Será un baño magnífico con esta luna.

Martín lanzó un gran grito, un grito de tarzán de los monos, y echó a correr detrás de Anita cuando -un rato más tarde- iban hacia el agua. No tenía ya miedo a la luna, no estaba turbado por ningún recuerdo ni por ningún presentimiento. Si Anita era capaz de recordar -pensaba en Oswaldo, al fin y al cabo-, él se sintió de pronto tan olvidadizo como un mono. Exactamente igual que lo que él creía que eran los Corsi. Un mono, un ser elemental, vivo en la noche, feliz y a un tiempo torpe e inocente. Corría detrás de Anita, y Carlos corría ahora detrás de él. No había complicaciones en el mundo. La tierra, ese planeta, giraba lentamente bañando de sol y de luna y de negrura, alternativamente, las distintas partes de su vientre. Desde los espacios nadie podría suponer la efervescencia de aquellos momentos, ni las muertes que estaban ocurriendo, ni las vidas que llegaban nuevas, ni las floraciones periódicas, ni las nieves y hielos. Ni las injusticias ni los odios, ni los simples amores de las criaturas humanas. Ni la sencilla felicidad de sentirse vivos que tenían aquellos tres muchachos. Nadie más que el ojo de Dios podría traspasar todo este vasto panorama aquella noche.

Martín y sus amigos fueron sólo unas risas, un chapoteo en el agua templada. Tres sensaciones de vida, con el círculo brillante del verano -brillante de día, brillante de noche- envolviéndoles.

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