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Carmen Laforet

La Insolación

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DE PRONTO, BAJO EL PIE, CRUJE UN DESIERTO

CON UNA FLOR DE PÉTALOS PUNZANTES.

ARIDEZ, LEJANÍA, VIL VACÍO.

Jorge Guillen, Mundo continuo.

I

Era como viajar hacia el centro mismo del sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.

A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego, la carretera.

Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.

Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.

Junto a Martín y separada de él por dos bolsas de lona, iba Adela, la mujer del padre. Los ojos le relucían como espantados sobre el pañuelo que tapaba su cara al estilo de las moras, para defenderla del calor y del polvo. En el suelo estaba la maleta de Martín, preparada apresuradamente por la abuela María.

Todo había sucedido muy de prisa, sin tiempo de pensarlo siquiera. La mañana anterior, Martín era un chico aburrido del mundo. Casi un niño con sus pantalones cortos; casi un hombre con sus largas piernas renegridas, iba metido en sus pensamientos por las calles. Se había escapado con la esperanza de encontrar a algún compañero del curso anterior y marcharse con él a una playa. Y sobre todo se había escapado para huir del paseo cotidiano con el abuelo. No encontró a ningún conocido y estuvo vagando al azar, demasiado tímido para presentarse en la casa de un amigo. A él no solían venir a buscarle nunca. Y estaba ofendido. Se ofendía silenciosamente y con facilidad aquella temporada. Había echado una ojeada aprensiva al café donde el abuelo solía sentarse antes de la hora de comer. El abuelo no estaba. Al llegar a su casa el tendero de la esquina le llamó para darle la noticia:

– Martín, corre. Ha llegado tu padre.

Le dio un vuelco el corazón. Así había sucedido. Desde el final de la guerra -y ya había pasado más de un año-, el padre de Martín había anunciado su llegada en dos o tres cartas. Pero hacía meses que el padre no escribía.

En la puerta de la casa, la criada de don Narciso el médico -el vecino del piso de abajo-, volvió a darle la noticia. Martín subió las escaleras de dos en dos, encontró entornada la puerta del piso y en seguida oyó voces en el despacho del abuelo.

No vio a nadie más hasta que su padre abrió los brazos y él se encontró sacudido por aquella fuerza, metido en aquel olor viril. Luego le miró la cara ansiosamente y vio que Eugenio sonreía. Tenía los dientes blancos, fuertes y la misma sonrisa que Martín. En eso se parecían. El chico lo sabía desde siempre, aunque no se lo había dicho nadie.

La abuela María estaba en un rincón. El abuelo, con sus ojos hundidos llenos de picardía, con el guardapolvo de color crudo que se ponía en casa colgando a sus costados y con sus «¡ejem, ejem!» y «Jozú, Jozú», intentaba liar un cigarrillo con sus hermosas y largas manos de viejo. Y además, estaba Adela, la desconocida con quien el padre se había casado al terminar la guerra. Adela estaba sentada en el sillón del abuelo, tan familiar en cambio el sillón, con su tapicería descolorida. Nunca le pareció tan viejo el sillón del abuelo a Martín, como en aquel momento.

Adela era joven, blanda y blanca, con los ojos verdes y el pelo negro, con una boca húmeda y cierta expresión de estupidez. Martín fue hacia ella decidido a admirarla y Adela le sonrió en seguida aunque los ojos seguían como parados.

– ¿Este es el nene?…

Hablaba muy despacio, como con un mayido.

– A ver, Martín.

El padre lo apartó para mirarle. La criada -vieja también como todo en casa de los abuelos- apareció en la puerta haciendo señas expresivas y la abuela la siguió al pasillo después de mirar a Martín. Como si ella y Martín tuviesen algún secreto. No lo tenían. El chico se volvió de espaldas dispuesto a atender al padre. Sólo al padre.

Durante la comida -una pobre comida por más señas, indigna de los huéspedes-, Martín dijo claramente que quería vivir con su padre. Lo dijo delante del abuelo, delante de la abuela, sin temor alguno.

– Jozú, Jozú… La ingratitud es una cosa muy fea…

– Don Martín, no se ponga así. El chaval es mi hijo al fin y al cabo. Tenía ganas de verme, coño. ¿Cuánto hace?… Cinco años casi. Martín no levantaba un palmo del suelo.

– Yo creía que el nene era ya un hombrecito…

– Martín va a cumplir quince años en octubre.

– No lo parece, parece un nene más pequeño.

Martín sintió vergüenza de su flacura, de su pecho hundido, de su cara afilada con la piel lisa de niño.

– Bueno, venimos a llevarte con nosotros, Martín.

– ¡Ejem, ejem!… Ya era hora de que te acordases, hombre. Ya era hora de que te acordases de tu hijo. Jozú, hasta las gatas se acuerdan de sus crías.

La abuela estaba pálida, con la cara fina sobre su eterno traje negro, el cabello abundante, rizoso, todo gris, recogido en un rodete en la nuca. Y tan marchita junto a Adela, que daba pena mirarla. Tenía los ojos como muertos en aquel momento.

– ¿Qué piensas hacer con el chico, Eugenio? Aquí está estudiando el bachillerato. Es buen estudiante.

Era el sistema de la abuela. Nunca atacaba, nunca suplicaba. Hablaba siempre con aquella voz suave. En su mano bailaban dos anillos de boda. El suyo y el de la hija muerta.

La cara de Eugenio Soto parecía muy roja sobre la camisa. Dos manchas de sudor alrededor de sus sobacos y gotitas de sudor en la frente. Era un hombre sano, de aspecto agradable, un poco basto quizá, muy curtido. Tenía unas fuertes manos cuadradas de dedos cortos.

«No sabes lo que te odian. Tú no sabes lo que han tratado de hacer en esta casa para que yo no te quiera.»

– A mí no me interesa estudiar -declaró Martín-. Yo, si España entra en guerra me presento como voluntario.

Parecía que otro Martín oculto hasta entonces, hablaba por su boca protegido por el padre. La criada miraba desde un rincón con expresión de pasmo.

Eugenio movió la cabeza de un lado a otro sonriendo.

– ¿Qué te parece, Adela, este jabato?

– No sé… Me parece muy nene aún… Claro, si los abuelos no le quieren…

– Jozú, qué necedad. ¡Jozú, Jozú! Cuánta charla. Jozú. No te disgustes, María; éste, con la paga de teniente, no le da estudios al niño.

– No he dejado de mandarle dinero cuando pude, don Martín.

– Jozú, Jozú, ¡qué menos!

– Nosotros no podemos darle estudios. Pero si él no quiere estudiar…

– Calle, criatura, calle. Deje que hablemos los hombres. Ejem, ejem. Eugenio, ¿qué piensas hacer con mi nieto, animal? ¿Piensas que sea militar de cuchara como tú?

– Eso depende de usted, don Martín. Yo no digo nada. He venido con mi buena intención. Pero si ustedes lo toman a ofensa no se hable más. Ustedes tienen la manía de que yo maté a su hija. Pues no se hable más, coño. Yo pensaba llevármelo conmigo este verano, pero…

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