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– Cuando te quiten la escayola, dice don Clemente que aún tendrás unos días en que el brazo te parecerá como muerto y tendrás que ejercitarlo mucho.

Martín oía estas cosas mientras iba siguiendo a los hermanos entre el pinar, que parecía incendiado en la luz de la tarde. Martín se fijaba en la actitud de Carlos, en su manera de andar, en sus hombros, en la forma de inclinar la cabeza y toda aquella actitud le parecía de repulsa hacia su hermana.

– ¿Es de eso de lo que hablas con don Clemente cuando le acompañas al portón todos los sábados?

– Si no me siguierais tú y Martín, acechándome siempre, os ahorraríais pensar mal de mí.

Frufrú salió de las sombras que se juntaban ya alrededor de la casa bajo el resplandor de la tarde.

– Nunca creí que vinierais discutiendo, niños, en un día tan triste como hoy… Anita, ayúdame a poner la mesita para obsequiar a don Clemente. Llegará muy pronto.

– No tienes que preparar mucho para don Clemente, Frufrú. Sólo una botella de cerveza, porque como viene andando dice que trae sed. Prepara merienda para nosotros, que tenemos hambre… ¿Sabes que tengo fresco, Frufrú? Viene un aire frío esta tarde, de repente. Voy a buscar mi chaqueta, parece que este verano no es como todos los veranos.

– Casi estamos en septiembre, niña.

«Casi estamos en septiembre.» «Casi en septiembre.» El pensamiento se le repetía a Martín con una angustia especial. Se acercó a Carlos, como si él también tuviera frío y sin saber qué hacer le tendió lo que llevaba en las manos.

– Aquí tienes el velo de luto que llevaba tu hermana. A las mujeres pronto se les pasa la pena, ¿eh?

Hubiera querido decir muchas cosas, ahora que Carlos y él estaban solos en la explanada, después de que las dos mujeres entraron en la casa. Pero Martín cuando quería decir muchas cosas casi no acertaba a decir ninguna.

Carlos se sentó en el balancín dándole impulso con sus largas piernas y comentó:

– Las penas no van a durar toda la vida.

Martín cogió uno de los hierros del balancín intentando pararlo y al hablar la voz le salió fuerte y estrangulada a la vez, con uno de aquellos gallos propios de su edad que él odiaba.

– Carlos, tú me ayudarás a encontrar a ese hombre que envenena a los perros, ¿verdad?

– Sí, te ayudaré.

Carlos detuvo el balancín y repitió muy serio con la frente ligeramente fruncida:

– Te ayudaré, Martín. Anita no lo cree, pero sospecho de ese tipo, de ese don Clemente. No sé si es porque deseo que sea él. Creo que le tengo odio como a su mujer y al tiparraco de su hijo Pepe. Cualquiera de ellos me encantaría como asesino. Pero, claro, ni doña María ni Pepe vienen a esta casa. Me iba a reír, Martín, si tu padre lleva un día a don Clemente encañonado con la pistola hasta el cuartel de la guardia civil.

Anita salió en aquel momento a la explanada con su chaqueta azul sobre el traje blanco. La seguía Frufrú con la bandeja de la merienda. La luz de la tarde tenía una belleza acaramelada. Era una luz tranquila, llena de verdes y de rosas claros con pequeñas nubes como islas incendiadas.

Anita gritó:

– Don Clemente sube por la avenida. Voy a encontrarlo.

XIV

Eugenio se sirvió el vaso de vino que tenía frente a su cubierto y lo tomó en dos tragos, mientras con su mano izquierda movía el cochecito de la niña, para que no se impacientase. En esta actitud vio Martín a su padre al entrar en el comedor lleno de luz a mediodía. Adela seguía a Martín con la fuente de la comida, que dejó en el centro de la mesa. Eugenio chasqueó los labios después de beber y miró a su hijo.

– Martín, tengo que hablarte.

– ¿A mí?

Martín, moreno de todo el verano sobre su moreno natural, con sombras oscuras en el bigote y las patillas, el cabello tieso creciendo sobre las orejas y la frente, flaco, con los hundidos ojos brillantes, parecía sobresaltado.

– Apártate, Martín. No puedo aguantar tu olor. Es que tengo ganas de vomitar ahora mismo… Allí, tu sitio está al otro extremo de la mesa… ¡Dios, qué mortificación estar preñada y tener que aguantar en casa al hijo de otra que le apesta a una!

– Coño, calla ya con los olores, Adela. Si éste no sólo está limpio, sino hasta desgastado con tanta agua de mar… Eh, chiquita. No llores tú, coño, que estás con papá, preciosa… Adela, esta niña necesita su biberón.

– Después le doy la papilla, Eugenio. Primero vamos a comer nosotros. Yo me muero de hambre con mi embarazo. Esta vez es varón, Eugenio… Qué desgracia no poder criar a la niña ahora, pero si es varón lo doy todo por bien empleado.

Adela sirvió los platos y Martín mientras tanto se tranquilizó. Le pareció que era completamente imposible el que su padre adivinase las muchas cosas que bullían en su imaginación, el entusiasmo y también la repugnancia secreta que le inspiraba el proyecto de aquella noche. Desde hacía tres días Martín no pensaba en otra cosa que en lo que aquella noche había que realizar.

Desde hacía tres días era como si el verano hubiese comenzado de nuevo. Hubo un momento en que el verano empezó a temblar como la llama de una vela que se apaga, pero resurgió con toda su fuerza en los tres últimos días. Todo coincidió en aquel resurgimiento: el sol cayendo de nuevo sobre el mar y los pedregales después de unos días nublados y lluviosos y aquella animación de Carlos y Anita al recibir a Martín cuando llegó a la playa. Aquel primer día de sol fue también el primero en que Carlos se bañó en el mar ya con su brazo limpio de escayola y sano, aunque un poco torpe aún de movimientos.

Anita desde aquel día fue otra vez la Anita del verano anterior. Y Martín tenía la sensación, a veces, de que el invierno que había separado los dos veranos no había existido nunca.

Así eran los Corsi. Nunca podía estar seguro de sus reacciones. Tampoco podía estar Martín seguro de sus propias reacciones frente a ellos. Cuando Anita le dijo aquella mañana en la playa que entre los dos -Martín y Anita- debían ayudar a Carlos a ejercitar su brazo, Martín, que tanto había deseado el alejamiento de la muchacha, se sintió ganado por ella. Y cuando Carlos le echó el brazo por el hombro un rato después y le dijo casi al oído que Anita era magnífica, mucho mejor de lo que ellos creían y que más tarde la misma Anita revelaría un gran secreto a Martín, Martín en vez de sentir envidia notó que un contento generoso le desbordaba el alma. Carlos y Anita estaban unidos de nuevo, pero no excluían a Martín de aquella unión.

Ahora vivía pendiente de aquel secreto de Anita. Ella, teatral y romántica siempre, le había hecho jurar no revelar jamás aquel secreto, ni antes de que se realizase el proyecto de venganza, ni después, ni siquiera en la hora de su muerte.

Martín se hubiese reído, pero se sentía demasiado alterado aquellos días para reírse. Y después de haber jurado aquel secreto tuvo miedo de que notase Frufrú en su cara que le sucedía algo extraño. Frufrú no notó nada. Aquellos días estaba muy contenta con la nueva amistad que notaba entre Carlos y Anita y no se fijaba en Martín. Tampoco Adela y Eugenio se habían molestado en mirar la cara del muchacho. Y aunque se hubieran fijado, ¿qué novedad podrían encontrar ellos en la expresión tensa y reconcentrada del muchacho?. Martín siempre estaba metido en sus pensamientos. A veces le parecía imposible haber sido tan niño alguna vez como para que Eugenio hubiera contado en su vida como la persona a quien quería admirar y que debía regir su destino. Eugenio no era ahora para él más que una especie de maniquí de hombre fuerte y sano dominado por su mujer -otro maniquí- a los que Martín veía como a través de una niebla. Y de pronto la niebla se disipó.

– Sí, chico, tengo que hablarte porque he recibido carta de doña María.

A Martín se le pusieron encendidas las orejas. Un moscardón que tropezaba contra los cristales de la ventana del comedor, le parecía al muchacho que tropezaba contra su propio cráneo.

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