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– Anita, estás asustando a martín pescador.

– Huy, qué bien, me gusta asustar a los tontos.

– Puede que no sea yo tan tonto como te crees.

– Si no fueras tonto no estarías asustado… ¿Tú dices que quieres ser un gran artista? Tú nunca serás nada, martín pescador. Tienes demasiado miedo para eso. Te lo aseguro. Todos los grandes hombres tienen personalidad. Y tú no tienes.

Martín tragó saliva. La escena que le rodeaba le pareció de pronto muy fantástica. Anita con su velo sobre la cabeza y sobre los hombros, Carlos con el brazo en cabestrillo y el cabello inflamado por el sol, las piedras, los cardos, el aire caliginoso, los golpes de azadón que daba Cirilo tan cerca de ellos. Era una escena que no se sentía capaz de dibujar. Que nunca dibujaría ni pintaría. Una escena destinada a perderse para siempre.

– ¿Por qué no voy a ser un gran artista yo? ¿Tú qué sabes? No entiendes una palabra de pintura.

Estaban mirándose como dos enemigos.

– Ten cuidado, Martín, Anita te arañará. Anita está agresiva esta tarde.

Anita al oír a Carlos cambió el gesto y se echó a reír inesperadamente.

– Los tontos más grandes que conozco sois vosotros dos… pero os quiero mucho. Sobre todo quiero a Carlos porque tiene sentido del humor. Martín tiene muy poquito sentido del humor.

– Me parece que la que no tiene sentido de nada eres tú. Me gustaría saber lo que piensa Cirilo de ti esta tarde.

– Ah, Carlos, este martín pescador es muy fatigoso. Siempre se preocupa por lo que piensan los demás. No tiene vida propia.

Martín se encogió de hombros y se volvió hacia el asistente. Notó que el sol se estaba enrojeciendo sobre la figura achaparrada de Cirilo, que en aquel momento sacaba su pañuelo del bolsillo y se limpiaba la frente, después de haber clavado la azada sobre el montón de tierra y pedruscos que acababa de amontonar junto al hoyo recién cavado.

Anita y Carlos se acercaron a su vez y vieron cómo Cirilo sacaba el cuerpo rígido de Lobo del saco que lo envolvía y cómo lo tiró al fondo de aquella pequeña zanja.

– ¿Por qué no le deja usted el saco?.

– Mire, señorita, el saco sirve para otras cosas. No lo vamos a desperdiciar enterrándolo.

– Es terrible esa miseria.

Cirilo se reía socarronamente. Anita detuvo su mano cuando iba a empuñar la azada otra vez.

– Espere.

Anita esparció aquel puñado de flores pequeñas, amarillas y de olor amargo, sobre el perro muerto. La palma de las manos se le había quedado manchada de verde de tanto apretar los tallos de aquellas flores y las limpió descuidadamente en su traje.

– ¡Tiene hormigas en los ojos!

Lo dijo tan espantada que Cirilo se echó a reír francamente. En seguida empezó a amontonar la tierra sobre el despojo de Lobo.

– Usted sería capaz de rezar una oración por el perro, ¿eh, señorita? Caramba, muchos cristianos no tienen una muerte tan sentida. Usted no ha visto lo que son muertes, señorita. Usted no ha pasado la guerra aquí. Un perro no nos impresiona, señorita, a los de esta tierra. Y no es que a mí los animales no me gusten, pero esto que ustedes hacen parece como una burla. Cuando tanta gente se muere de hambre parece un chungueo sentir a un perro… Si usted hubiera visto a mi hermanillo al que las ratas se le comieron las orejas, no sé qué hubiera hecho… A mi, la verdad, la muerte de este animal no me impresiona. Y hasta la muerte de un niño me impresiona poco, «angelitos al cielo», como dicen. Y la muerte de un viejo… Mire, señorita, la muerte de un viejo es un alivio. Después que uno ha visto morir hombres jóvenes a montones, eso no impresiona nada. Usted tiene muy blando el corazón.

– Cállese.

Carlos fue quien mandó callar al asistente. El hombre al oír aquella orden se detuvo en su tarea, dejó la azada y sacó su chisquero con la larga mecha amarilla, lo hizo funcionar y prendió la colilla que colgaba de su labio. Anita estaba seria; con los ojos fijos en aquella tierra removida. Respiró hondamente y dijo a los chicos:

– Vamonos.

Echó a correr y el aire de su carrera le levantaba el velo negro a las espaldas, Martín y Carlos la siguieron.

Al llegar a la carretera Anita aminoró la marcha. Era la hora en que los artilleros llenaban la carretera en su rato de paseo y casi todos conocían a Anita. Algunos se acercaron haciendo comentarios sobre aquel velo que llevaba. Carlos alcanzó a su hermana, jadeante, y se puso a su lado. Y al otro lado, Martín. Así cruzaron la carretera hasta el portón de la finca. Al ver a los chicos los soldados no hicieron otra cosa que saludar a Anita en voz muy alta, sin recibir respuesta alguna.

Al cerrar Martín el portón de la finca detrás de ellos, Anita se quitó el velo negro y lo dobló cuidadosamente prendiéndolo con los alfileres que lo habían sujetado a su pelo. Después, conservando en los ojos la mirada pensativa que le había quedado desde el discurso del asistente, se metió entre los pinos y se sentó en tierra junto a un tronco.

– Bueno, Anita, despierta…

Anita dejó su abstracción para mirar a Carlos con las cejas fruncidas.

– Hoy me alegro de una cosa. Me alegro de que te hayas olvidado de don Clemente. Es sábado, por si no te has dado cuenta. A lo mejor viene ahora mismo ese viejo o a lo mejor ya se ha marchado… Ahora dime, Ana, en serio, qué capricho te ha dado con ese hombre. Siempre estás hablando de venganzas y de matar a todo el mundo y a ese médico, que es un bruto indecente, le haces arrumacos como si fuera la persona más simpática del mundo.

Anita sonrió con su peor sonrisa.

– Puede ser que don Clemente haya matado al perro, Ana. No te rías… Alguien ha matado al perro y no veo que pueda ser otra persona que ese tipo. Si ese hombre viene a la finca por las noches a encontrarse contigo puedes estar segura que es él quien ha envenenado al perro.

Anita miró a Carlos con verdadero interés. Luego se fijó en que Martín asentía con la cabeza a las palabras de Carlos.

– ¿De qué estáis hablando? ¿Sospecháis que alguien se mete en la finca por las noches?

– Carlos tiene esa sospecha.

– Alguien sube al cuarto de la torre por las noches, Ana. Quiero saber si eres tú. También me ha parecido sentir pasos por la finca cerca de mi ventana.

Anita sonreía y movía la cabeza.

– Mi pobre Carlitos… Tú tienes pesadillas. Todo viene de tu brazo. Ahora ya no te duele, ¿no es verdad? Pero te pica y te molesta. Me ha dicho don Clemente que dentro de una semana te quitará la escayola, entonces dormirás bien y no oirás ruidos raros. Se ha pasado todo este verano sin darnos cuenta preocupados con ese brazo tuyo y sin divertirnos de verdad. Pero -sonrió misteriosamente ahora- yo me divierto de todas maneras.

– Lo creo. Tú metes a don Clemente en casa y luego lloras porque matan al perro.

Anita se puso en pie y Martín recogió el velo doblado que había caído al suelo.

– Eres muy estúpido, Carlos. ¿De veras crees que alguien anda en el cuarto de la torre? Son las ratas, chico. Yo también oí ruido una tarde y me lo dijo Carmen. Me ha dicho que han pedido permiso a Mr. Pyne para hacer otra llave de arriba ya que se perdió la que había. Pero míster Pyne no ha contestado aún. Cuando Carmen y su padre reciban la carta limpiarán el cuarto de arriba.

Iban andando Anita y Carlos entre los pinos, hacia la casa. Martín los seguía llevando en la mano el velo de luto de la guardesa y de cuando en cuando miraba aquel velo como asombrado.

Anita, según le parecía a Martín, había perdido toda su tristeza y hablaba animadamente con su hermano, embromándole con aquello de los ruidos del cuarto de la torre. Después de tanto aparato y de tanto llanto, Lobo había quedado olvidado definitivamente. Los pensamientos de Martín eran muy distintos de los que había tenido un rato antes cuando se reprochaba a sí mismo el ser duro de corazón. Ahora pensaba que Carlos y el habían reaccionado mucho mejor que Anita. En verdad sus sentimientos de hombres eran menos espectaculares pero seguramente más profundos. Tanto él como Carlos, aunque no habían llorado, seguían sintiendo una profunda rabia hacia el desconocido asesino del perro. Carlos y él estaban unidos en aquella idea de buscar al tipo miserable que se dedicaba a matar animales indefensos. Mientras tanto Anita charlaba volublemente sobre aquel médico que era el primer sospechoso para ellos.

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