Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Doña María? -preguntó débilmente.

– Coño, sí, doña María, tu abuela, que pareces atontado.

Adela intervino. Tenía en su regazo a la niña y la pequeña con los grandes ojos verdes fijos en la comida de su madre, consolaba su hambre y sus ganas de llorar con el chupete.

– Tú tienes la culpa, Eugenio, ¡a ver! Le llamas doña María a esa finolis de tu primera suegra… ¿Por qué no le llamas abuela como le llamas a mi madre? ¿O es que es menos señora mi madre? Si le hubieras llamado abuela a esa doña María, hasta el alelado de tu hijo hubiera entendido.

Los duros latidos del corazón de Martín fueron cediendo poco a poco.

– ¿Qué quiere la abuela? Todavía falta mucho para empezar el curso.

– ¡Caramba, que falta mucho, dice!… Dos meses te has tirado aquí de vacaciones comiendo a todo comer y apestándome las sábanas de tu cama.

– Coño, Adela, que te calles, déjame hablar con mi hijo… No se trata de eso, hombre, tu abuela está contenta de que sigas aquí hasta finales de septiembre. Es que me pide consejo porque se le ha presentado un comprador para el solar que tiene en Alicante. Y como tú eres el que va a heredar los cuatro cuartos de tus abuelos, pues la mujer quiere que yo le diga si me parece bien que se remedie con esta venta o si me parece que ese solar puede valer más el día de mañana y sería mejor no venderlo y reservarlo para ti.

– Que lo vendan y se dejen de tanta pamplina. Que den de comer al nieto y no me lo manden muerto de hambre los veranos. Y tú, tanto si venden como si no venden, diles que no les mandas una perra más, Eugenio. Menudo gasto tenemos con éste en las vacaciones, nos ha fastidiado… Calla, calla tú, bonita. Ahora comerás tú, cielo, ahora te da mamá unas patatas aplastaditas y un biberón.

– Bueno, Martín, di lo que te parezca. Yo no sé qué decirle a doña María. A lo mejor ese terreno tiene una mina dentro y aunque ahora parece que no vale nada sería una pena haberlo vendido.

– La abuela dijo siempre que si encontraba comprador para el solar lo vendería. Yo no tengo nada que decir, papá.

De pronto le llegó a Martin la imagen de su abuela tan vivida, tan cercana, que se estremeció. Nunca recordaba a su abuela los veranos. Durante los veranos no recordaba a nadie: pero la abuela existía. Se llamaba doña María como la mujer de don Clemente y como la mujer de don Clemente vestía de negro, pero eran muy distintas. Ahora le parecía asombroso a Martín haber preferido este Eugenio colorado, grueso -este año estaba grueso lo mismo que Adela estaba gruesa- y tosco, a doña María y al abuelo Martín. En aquel momento se dio cuenta que la abuela, tan lejana y tan olvidada, estaba más cerca de él que su padre.

– Coño, no te quedes con esa cara de pasmarote pensando si quieres o no quieres que tu abuela venda el solar.

Martin se encogió de hombros.

– Eugenio, escríbele que venda, caray. Que le den de comer a éste y que te quiten la carga a ti. ¿No le quieren tanto los abuelos? ¡Ojalá se lo lleven de veraneo a San Sebastián el año que viene!

– Coño, Adela, ¿qué te estorba a ti el muchacho? Este verano a ver cómo hubiéramos ido al cine si él no llega a estar aquí.

– Eso es culpa del gurrumino del capitán. ¿Quién le mete a prohibir que duerman los asistentes en casas de sus oficiales?

– Ya sabes por qué duermen este año los asistentes en el cuartel, coño. Y ya sabes que no quiero hablar delante de nadie de este asunto.

La niña comenzó a llorar. Adela la dejó en brazos de Eugenio y fue a la cocina a prepararle su papilla. Desde la cocina siguió discutiendo con su marido.

Martín, callado, comió su ración de patatas y huevos duros.

Otra vez con sus pensamientos lejos de aquel comedor, lejos de los lloros de la niña y de las voces de sus padres, lejos del hule manchado de comida, de su vaso de vino y de las moscas.

Cada vez que se hablaba de aquella orden del capitán de la Batería, que tanto había perjudicado a Martín impidiéndole acompañar a sus amigos los domingos por la noche al cine de Beniteca, pues tenía que quedarse en casa para cuidar de la niña, cada vez que se hablaba de eso, Martín se sentía desasosegado.

Martín por lo general no atendía a las conversaciones de su padre con Adela, pero cuando se trató a principios de verano del asunto aquel de los domingos por la noche y de que él tenía que quedarse en casa; cuando preguntó a su padre si no era posible que algún domingo al menos se quedase Cirilo y recibió la áspera respuesta de la orden del capitán; y cuando a la segunda pregunta suya del porqué de aquella orden recibió la contestación de que por nada que a Martín le importase, desde entonces, cada vez que oía rozar aquel asunto en las conversaciones de sus padres, se interesaba.

Era como una especie de rompecabezas que nunca terminaba de formar. Frases recogidas desde el jardín a través de la ventana abierta; una conversación de Adela con la lavandera mientras él desayunaba; quizá el rompecabezas no podía interesarle tanto como la inquietud de Carlos por los ruidos nocturnos, ni como el misterio de Anita revelado tan recientemente, aquel misterio terrible de venganza calculada por ella en secreto.

Pero era un misterio de todas maneras aquella orden del capitán. «¡Coño! -había dicho un día Eugenio a Adela-. Si se supiera de cierto se formaría un tribunal de honor para expulsar a ese individuo del ejército. El capitán no quiere ni habladurías, por eso ha dado la orden general para todos los asistentes.» Y Adela había dicho a la mujer que iba a lavar: «Mi marido dice que si él creyera lo del mariquita le daría una pistola para que se suicidase». Estas frases le parecía a Martín algunas veces que encajaban unas con otras. Otras veces le parecía que no tenían nada que ver. Porque al oír la palabra «mariquita» Martín pensaba inmediatamente en el desgraciado «Malvaloca», aquel joven estrambótico que se asomaba a la ventana cerca de casa de sus abuelos, metido en un quimono parecido al de Adela y con los ojos pintados. Cuando «Malvaloca» salía a la calle los chiquillos le tiraban piedras y le llamaban mariquita. Ningún soldado tenía el más mínimo parecido con «Malvaloca», así que en realidad era imposible juntar la frase de Adela con la de Eugenio, aunque al principio hubiera intentado hacerlo.

No era un misterio tan interesante como para comentárselo a Carlos, por ejemplo. Carlos, tan obsesionado con los ruidos nocturnos, hasta se habría reído de Martín por escuchar estupideces en las que intervenía una mujer tan vulgar como Adela. Pero el caso era que si se olvidaba de ello fuera de casa, allí, cuando se hablaba del asistente y de la prohibición del capitán, se sentía desasosegado.

– Bueno, Martín. Entonces yo le digo a doña María que haga lo que sea más conveniente para ella y para don Martín y que no se preocupe por lo que pueda pasar o no pasar más adelante. ¿De acuerdo?

Martín despertó de su abstracción y vio que un puñado de moscas se posaban en las rebañaduras de miel de su plato de postre. La pequeña Adelita, después de haber tomado su papilla, chupaba ahora golosamente un biberón, recostada en el regazo de Adela. La comida había terminado.

– Me parece bien, papá. A mí me da igual… ¿Puedo levantarme de la mesa?

– Hala, vete por ahí, coño. No duermes la siesta nunca, ¿verdad, chaval?

Cuando salió al calor de fuera, cuando le dio en los ojos el hervor del mar y el brillo de las dunas, aquella conversación con su padre se le olvidó por completo. Su larga sombra corría doblada en el suelo y en la tapia de la finca del inglés cada vez más aprisa, cada vez más libre, como el mismo Martín, que al llegar al portillo de la finca era un ser sin recuerdos de abuelas ni de abuelos, de hermanas pequeñas lloronas e incomprensibles, ni de oscuros misterios rumiados tantas veces durante los horribles domingos del verano.

Aquel día era un martes y según Anita aquella noche la luna estaría en su plenitud. Por este detalle Anita había escogido este martes para que fuese distinto de todos los días del verano.

36
{"b":"100340","o":1}