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Era el instante en que se abría la puerta principal, frente a la explanada y el balancín de Frufrú. Carlos y Anita se detuvieron al salir, pegados al muro de la casa, sugestionados los dos por la claridad y el ardor de aquella noche extraordinaria.

– Dan ganas de correr a la playa y de bañarse con la luna.

Esto fue un susurro de Carlos al oído de Anita, que asintió con la cabeza. Después los dos hermanos se metieron por el pinar cogidos de la mano como dos niños, casi como dos enamorados entre aquellos charcos de sombra y luz, entre el aliento cálido de la tierra y los rumores nocturnos. Al llegar a la zona iluminada y abierta junto al muro de casa de Martín, Carlos se metió los dedos en la boca para silbar, pero Anita le detuvo. La figura de Martín en su azotea, haciéndoles señas, se veía con tanta claridad como en pleno día. Quizá más claramente aún que en pleno día.

Esta escena tenía otro espectador. Un hombre estaba encaramado en la rama de un pino, camuflado entre el ramaje, con la cara comida por las manchas blancas y negras de las sombras. Este hombre estuvo viendo a Martín en su azotea y vio las señas que hizo a los chicos de abajo. El pino a que estaba subido el hombre era uno de los mayores y más cercanos al pequeño claro sin arbolado que separaba el bosque del muro. El hombre, al primer ruido inesperado, había trepado como un felino a las gruesas ramas de arriba llevando entre los dientes la navaja cabritera abierta en un primer movimiento de defensa. Vio cómo Martín se deslizaba por el poste de la luz y lo vio aparecer momentos más tarde en lo alto del muro y caer en la zona blanca de luna donde le esperaban sus amigos. La mano pálida del observador, una mano de uñas rotas y negras, clavó la navaja entonces en la rama del árbol, a su alcance.

Las tres figuras de los chicos se acercaron metiéndose en las sombras del pinar. Se detuvieron debajo mismo del observatorio de aquel hombre, y la mano de éste se acercó otra vez al mango de la navaja. La voz de la muchacha en un susurro muy claro en aquel silencio le llegó al hombre a los oídos.

– Vosotros podéis esconderos aquí mismo. Muy quietos, que no se os oiga. Yo me fijaré en este pino grande. Traerle hacia este muro a la luz de la luna, es cosa mía. Cuidado con olvidar lo que os he dicho. No os precipitéis, no lo estropeéis todo. La contraseña será cuando yo grite: «¡no!»

Anita a los ojos sugestionados de Martín y de Carlos tenía el gesto de una heroína de película. Estaba representando un papel, pero con tal altura, que se tenía la seguridad de que lo llevaría hasta el final aunque este final fuese una muerte verdadera.

Al hombre oculto en el ramaje del pino le llegó el cuchicheo de los dos chicos, que hablaban a la vez. Los nervios de aquel hombre estaban a punto de saltar. Una larga costumbre de silencio le hacía retener las blasfemias que le acudían a la boca. Casi no respiraba tendido sobre la gruesa rama con los ojos fijos en aquellas tres figuras juveniles, los oídos tensos a sus cuchicheos, la mano rozando a veces la navaja clavada en la corteza del árbol, rozándola con un temblor de aquellos anchos y pálidos dedos, de aquella palma a un tiempo callosa -con callos formados durante toda una vida- y débil, sudaba y como perdida ya para el trabajo, para los gestos pesados y firmes.

Anita se marchó pinar abajo. Se perdió su figura y se perdió el rumor de sus leves pasos. El hombre que acechaba y temblaba sobre la rama, vio cómo los dos jóvenes permanecían en una guardia exasperante bajo aquel maldito árbol que había elegido como refugio. No se atrevía a respirar ni a aclarar su garganta atormentada por un picor intenso. Al final terminó por mirar alucinado hacia la hoja de la navaja clavada allí, tan cerca de sus ojos. Toda la noche estaba quieta alrededor y aquellos chicos de abajo casi no se movían.

– Escucha, escucha… -dijo Martín.

– No oigo nada.

– Están hablando entre los pinos. Vienen hacia aquí. ¿No oyes cómo corre Anita y se ríe?

– No oigo nada.

El hombre que acechaba desde arriba sí que oía. Oía un rumor de palabras y casi llegó a ver unos cuerpos avanzando entre el pinar. Le llegó claramente el jadeo apagado de un hombre.

– Vamos, Anita, no te escapes… Vamos, ¿dónde estás?

Desde arriba vio repentinamente a Anita que salía corriendo hacia el espacio junto al muro, no en el lugar convenido con los chicos, sino mucho más lejos. Cuando vio la figura de don Clemente el médico alcanzándola -el hombre que acechaba reconoció perfectamente a don Clemente a la luz de la luna- comprendió el juego de la chica. Ella dejó que el médico cogiera sus manos un momento y luego se desprendió como una bailarina, casi ingrávida y al mismo tiempo afectada en sus movimientos y corrió a lo largo del muro, deteniéndose de cuando en cuando para ser alcanzada por don Clemente y de nuevo volver a huir hacia el lugar de su cita con los muchachos.

Carlos y Martín, escondidos los dos entre las sombras, quietos los dos, vieron aquella vieja pantomima representada por las figuras de don Clemente y Anita recortándose contra la blanca pared como en un ballet. Casi creaba un baile Anita ayudada por su sombra que agrandaba su silueta en el muro. Y don Clemente le seguía el juego y a veces le hablaba y lanzaba risitas. Al fin, cuando el hombre casi la tuvo en sus brazos mientras ella le rechazaba, Martín dio un paso hacia Carlos. Le alcanzó y le puso la mano en el brazo. El brazo de Carlos estaba temblando. El cuerpo de Carlos se iba hacia adelante, dispuesto a salir antes de tiempo y estropearlo todo. Martín le retuvo.

Don Clemente estaba besando ahora las manos de Anita y luego los brazos de Anita. Un momento después don Clemente intentó arrastrar a su pareja hacia las sombras del pinar hablando con excitación. Martín sujetó a Carlos con más fuerza.

El hombre que observaba desde el pino se movió en su rama olvidando el instinto de conservación por otro instinto casi olvidado que le llenaba los ojos de viejas llamaradas y la boca de saliva. Oía lo que don Clemente estaba diciendo y su cara descubierta por la luna era una cara brutal y primitiva.

– Ven, ven, no seas tontuela… No te me escapes, no te voy a comer. Ven… ¿Por qué no quieres venir hacia los pinos?

Y luego:

– ¿Tienes miedo? En la sombra se está mejor. Ven, chatita, ¿no tienes confianza en mí?

Y después Anita le dijo algo en voz muy baja, ininteligible, mientras el hombre intentaba apretarse con ella. Don Clemente, al no poder arrastrarla hacia los pinos, terminó empujándola contra el muro y su sombra se fundió con la sombra de la muchacha. Anita gritó.

No era el grito que habían convenido. Pero gritó y los dos muchachos saltaron a la luz y empezaron a descargar golpes sobre don Clemente, un don Clemente aturdido, estupefacto, que apenas pudo defenderse. Un don Clemente que no hacía más que farfullar disculpas y explicaciones cuando Martín y Carlos le hicieron arrodillarse delante de Anita empujándole con todas sus fuerzas.

– ¡Chicos, estáis locos! Anita, diles tú… Pero, ¿qué hacéis? No pasa nada, hombres, no pasa nada.

Casi no tuvo tiempo de decirlo porque Anita le empezó a dar patadas al mismo tiempo que descargaba nerviosos puñetazos en su cabeza y Carlos le golpeó también mientras Martín le sujetaba con una dolorosa llave.

– ¡Coño! ¿Pero qué es esto? ¡Canallas! Os denuncio La guardia civil… ¡Os denuncio!

– ¡Denuncie usted, viejo verde! -dijo Carlos, jadeante-. Denuncie usted.

– ¡Haré que os echen por indeseables!

Carlos se reía desagradablemente y Anita se tiró a la cara de don Clemente y le arañó.

– Mala pécora…, una mala pécora…

Don Clemente hizo un esfuerzo por desprenderse de las manos de los chicos, pero Anita le dio un golpe bajo que le hizo encogerse, gimiendo, y Martín le soltó.

Martín sudaba. Murmuró: «Basta, basta. Somos tres contra uno».

– Ahora no es tan valiente el tío este como cuando me juntó los huesos sin anestesia.

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