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Sonriendo, hizo un gesto para tranquilizar a Cerbero, que se agitaba furibundo entre sus brazos. Después añadió, sin dejar de sonreír, como si se dispusiera a dar una buena noticia:

– Ha sucedido algo horrible.

Imponente, digna, la figura de Praxínoe parecía reflejar la luz que entraba en densas oleadas por las ventanas sin postigos del taller. Apartó con un suave gesto a uno de los hombres que lo acompañaban, y, al mismo tiempo, solicitó ayuda a otro con un nuevo movimiento. Se arrodilló. Permaneció así toda la eternidad de la expectación. Los curiosos imaginaban expresiones para su rostro: congoja, dolor, venganza, furia. Praxínoe los defraudó a todos manteniendo las facciones quietas. El suyo era un semblante provisto de recuerdos, casi todos agradables; las simétricas cejas negras contrastaban con la nívea barba. Nada parecía indicar que en aquel momento contemplaba el cuerpo mutilado de su hijo. Hubo un detalle: parpadeó, pero con increíble lentitud; mantuvo la mirada fija en un punto entre los dos cadáveres, y sus ojos comenzaron a hundirse a la inversa, en un lentísimo atardecer bajo las pestañas, hasta que sus órbitas se convirtieron en dos lunas menguantes. Después, los párpados volvieron a abrirse. Eso fue todo. Se incorporó, ayudado por los que lo rodeaban, y dijo:

– Los dioses te han llamado antes que a mí, hijo mío. Codiciosos de tu belleza, han querido retenerte, haciéndote inmortal.

Un murmullo de admiración celebró sus nobles y virtuosas palabras. Llegaron otros hombres: varios soldados, y alguien que parecía ser médico. Praxínoe levantó la vista, y el Tiempo, que se hallaba respetuosamente detenido, volvió a transcurrir.

– ¿Quién ha hecho esto? -dijo. Su voz ya no era tan firme. Pronto, cuando nadie lo mirara, lloraría, quizá. La emoción se demoraba en acudir a su rostro.

Hubo una pausa, pero fue esa clase de momento en que las miradas se consultan para decidir quién intervendrá primero. Uno de los hombres que lo acompañaban dijo:

– Los vecinos escucharon gritos en el taller esta madrugada, pero pensaron que se trataba de otra de las fiestas de ese tal Menecmo…

– ¡Vimos a Menecmo salir corriendo de aquí! -intervino alguien. Su voz y su aspecto descuidado contrastaban con la respetable dignidad de los hombres de Praxínoe.

– ¿Tú lo viste? -preguntó Praxínoe.

– ¡Sí! ¡Y también otros! ¡Entonces llamamos a los servidores de los astínomos!

El hombre parecía esperar alguna clase de recompensa por sus declaraciones. Praxínoe, sin embargo, lo ignoró. Alzó la voz una vez más para preguntar:

– ¿Alguien puede decirme quién ha hecho esto?

Y pronunció «esto» como si se tratase de una acción impía, digna del acoso de las Furias, sacrílega, inconcebible. Todos los presentes bajaron los ojos. En el taller no se escuchaba ni el sonido de una mosca, a pesar de que había dos o tres trazando lentos círculos cerca del resplandor de las ventanas abiertas. Las estatuas, casi todas inacabadas, parecían contemplar a Praxínoe con rígida compasión.

El médico -una figura flaca y desgarbada, mucho más pálida que los propios cadáveres-, arrodillado, giraba la cabeza observando alternativamente los dos cuerpos; tocaba al viejo, e inmediatamente después al joven, como si quisiera compararlos entre sí, y murmuraba sus hallazgos con la perseverante lentitud de un niño que recitara las letras del alfabeto antes del examen. Un astínomo inclinado a su vera escuchaba y asentía con respetuosa aquiescencia.

Los cadáveres se hallaban frente a frente, tendidos de perfil en el suelo del taller sobre un majestuoso lago de sangre. Parecían figuras de bailarines pintadas en una vasija: el viejo, vestido con un astroso manto gris, flexionaba el brazo derecho y extendía el izquierdo por encima de la cabeza. El joven era una réplica simétrica de la posición del viejo, pero se hallaba completamente desnudo. Por lo demás, viejo y joven, esclavo y hombre libre, se igualaban en el horror social de las heridas: carecían de ojos, tenían el rostro desfigurado y cortes profundos les franjeaban la piel; por entre las piernas les asomaba una ecuánime amputación. Había otra diferencia: el viejo sostenía, en su crispada mano derecha, dos globos oculares.

– Son de color azul -declaró el médico como si hiciera un inventario.

Y, tras decir esto, absurdamente, estornudó. Después dijo:

– Pertenecen al joven.

– ¡El servidor de los Once! -anunció alguien tronchado el horroroso silencio.

Pero, aunque todas las miradas rastrearon entre el grupo de curiosos que se agolpaba a la entrada del zaguán, nadie pudo advertir quién era el recién llegado. Entonces, una voz repentina, con la sinceridad a flor de palabra, acaparó de inmediato la atención.

– ¡Oh Praxínoe, noble entre los nobles!

Era Diágoras de Medonte. Él y un hombre gordo de baja estatura habían llegado al taller un poco antes que Praxínoe, acompañados de otro hombre enorme y de raro aspecto que llevaba un pequeño perro en los brazos. El hombre gordo parecía haberse esfumado, pero Diágoras se había hecho notar durante bastante tiempo, pues todos lo habían visto llorar amargamente, postrado junto a los cadáveres. Ahora, sin embargo, se mostraba enérgico y decidido. Sus fuerzas parecían concentrarse en el punto fijo de la garganta, con el propósito, sin duda, de dotar a sus frases de la coraza necesaria. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante mortalmente pálido. Dijo:

– Soy Diágoras de Medonte, mentor de Antiso en…

– Sé quién eres -lo interrumpió Praxínoe sin suavidad-. Habla.

Diágoras se pasó la lengua por los resecos labios y tomó aire.

– Quiero hacer de sicofante y acusar públicamente al escultor Menecmo por estos crímenes.

Se escucharon indolentes murmullos. La emoción, tras lenta batalla, había vencido en el rostro de Praxínoe: sonrojado, alzaba una de sus negras cejas, tirando con lentitud de los hilos del ojo y de los párpados; su respiración era audible. Dijo:

– Pareces estar seguro de lo que afirmas, Diágoras.

– Lo estoy, noble Praxínoe.

Otra voz clamó, con acento extranjero:

– ¿Qué ha pasado aquí?

Era, por fin (no podía ser otro), el servidor de los Once, el auxiliar de los once jueces que constituían la autoridad suprema en materia de crímenes: un hombretón vestido a la manera bárbara con pieles de animales. Un látigo de cuero de buey se enroscaba en su cinto. Su aspecto era amenazador, pero tenía cara de necio. Jadeaba con fuerza, como si hubiera venido corriendo, y, a juzgar por la expresión de su rostro, parecía sentirse defraudado de comprobar que lo más interesante había ocurrido durante su ausencia. Algunos hombres (que siempre los hay en tales ocasiones) se acercaron para explicarle lo que sabían, o lo que creían saber. La mayoría, sin embargo, permanecía pendiente de las palabras de Praxínoe:

– ¿Y por qué crees tú, Diágoras, que Menecmo les ha hecho esto… a mi hijo y a su viejo pedagogo Eumarco?

Diágoras volvió a pasarse la lengua por los labios.

– El mismo nos lo dirá, noble Praxínoe, si es preciso bajo tortura. Pero no dudes de su culpabilidad: sería como dudar de la luz del sol.

El nombre de Menecmo apareció en todas las bocas: diferentes formas de pronunciarlo, distintos tonos de voz. Su semblante, su aspecto, fue convocado por los pensamientos. Alguien gritó algo, pero se le ordenó callar de inmediato. Finalmente, Praxínoe soltó las riendas del silencio respetuoso y dijo:

– Buscad a Menecmo.

Como si ésta hubiera sido la contraseña esperada, la Ira levantó cabezas y brazos. Unos exigían venganza; otros juraron por los dioses. Hubo quienes, sin conocer a Menecmo siquiera de vista, ya pretendían que padeciera atroces torturas; aquellos que lo conocían meneaban la cabeza y se atusaban la barba pensando, quizá: «¡Quién lo hubiera dicho!». El servidor de los Once parecía ser el único que no acababa de comprender bien lo que estaba ocurriendo, y preguntaba a unos y a otros de qué hablaban y quién era el viejo mutilado que yacía junto al joven Antiso, y quién había acusado al escultor Menecmo, y qué gritaban todos, y quién, y qué.

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