Y empezó a hablar mientras se desplazaba de un lugar a otro del porche con lentos y torcidos pasos, dirigiéndose ora a las paredes, ora al reluciente huerto, como si estuviera ensayando un discurso destinado a la Asamblea. Sus obesas manos envolvían las palabras en morosos ademanes. [68]
Trámaco, Antiso y Eunío conocen a Menecmo. ¿Cuándo? ¿Dónde? No se sabe, pero tampoco importa. Lo cierto es que Menecmo les ofrece posar como modelos para sus esculturas e intervenir en sus obras de teatro. Pero, además, se enamora de ellos y los invita a participar en sus fiestas licenciosas con otros efebos. [69] Sin embargo, prodiga más atenciones a Antiso que a los otros dos. Estos empiezan a sentir celos, y Trámaco amenaza a Menecmo con contarlo todo si el escultor no reparte su cariño de forma más equitativa. [70] Menecmo se asusta, y arregla una cita con Trámaco en el bosque. Trámaco finge que se marcha a cazar, pero en realidad se dirige al lugar convenido y discute con el escultor. Este, bien premeditadamente, bien en un momento de ofuscación, le golpea hasta dejarlo muerto o inconsciente y abandona su cuerpo para que las alimañas lo devoren. Antiso y Eunío se atemorizan al saber la noticia, y, una noche, confrontan a Menecmo y le piden explicaciones. Menecmo confiesa el crimen con frialdad, quizá para amenazarles, y Antiso decide huir de Atenas so pretexto de su reclutamiento. Eunío, que no puede escapar del dominio de Menecmo, se asusta y quiere delatarle, pero el escultor también lo liquida. Antiso lo presencia todo. Menecmo, entonces, decide acuchillar salvajemente el cadáver de Eunío, y después lo rocía de vino y lo viste de muchacha, con el fin de hacer creer que se trata de un acto de locura del ebrio adolescente. [71]
Y eso es todo. [72]
– Todo esto que te he contado, buen Diágoras, fueron mis deducciones hasta el momento inmediatamente posterior a nuestra entrevista con Menecmo. Yo estaba casi convencido de su culpabilidad, pero ¿cómo asegurarme? Entonces pensé en Antiso: era el punto débil de aquella rama, proclive a quebrarse ante la más ligera presión… Elaboré un sencillo plan: durante la cena en la Academia, mientras todos perdíais el tiempo hablando de filosofía poética, yo espiaba a nuestro bello copero. Como sabes, los coperos sirven a cada invitado según un orden predeterminado. Cuando estuve seguro de que Antiso se acercaría a mi diván para servirme, saqué un pequeño trozo de papiro del manto y se lo entregué sin decirle nada, pero con un gesto más que significativo. Había escrito: «Lo sé todo sobre la muerte de Eunío. Si no te interesa que hable, no regreses para servirle al siguiente comensal: aguarda un instante en la cocina, a solas».
– ¿Cómo estabas tan seguro de que Antiso había presenciado la muerte de Eunío?
Heracles pareció muy complacido de repente, como si ésa fuera la pregunta que esperaba. Entrecerró los ojos al tiempo que sonreía y dijo:
– ¡No estaba seguro! Mi mensaje era un cebo, pero Antiso lo mordió. Cuando vi que se retrasaba en servirle al siguiente… a ese compañero tuyo que se mueve como si sus huesos fueran juncos en un río…
– Calicles -asintió Diágoras-. Sí: ahora recuerdo que se ausentó un momento…
– Así es. Acudió a la cocina, intrigado porque Antiso no le atendía. Estuvo a punto de sorprendernos, pero, afortunadamente, ya habíamos terminado de hablar. Pues bien, como te decía, cuando observé que Antiso no regresaba, me levanté y fui a la cocina…
Heracles se frotó las manos con lento placer. Enarcó una de sus grises cejas.
– ¡Ah, Diágoras! ¿Qué puedo contarte sobre esta astuta y bella criatura? ¡Te aseguro que tu discípulo podría darnos lecciones a ambos en más de un aspecto! Me aguardaba en un rincón, trémulo, los ojos brillantes y grandes. En su pecho temblaba la guirnalda de flores con los jadeos. Me indicó con gestos apresurados que lo siguiese, y me llevó a una pequeña despensa, donde pudimos hablar a solas. Lo primero que me dijo fue: «¡Yo no lo hice, os lo juro por los dioses sagrados del hogar! ¡Yo no maté a Eunío! ¡Fue él!». Logré que me contara lo que sabía haciéndole creer que yo lo sabía ya, y de hecho así era, pues sus respuestas confirmaron punto por punto mis teorías. Al terminar, me pidió, me rogó, con lágrimas en los ojos, que no revelase nada. No le importaba lo que le ocurriera a Menecmo, pero él no deseaba verse involucrado: había que pensar en su familia… en la Academia… En fin, sería terrible. Le dije que no sabía hasta qué punto podría obedecerle en eso. Entonces se acercó a mí con jadeante provocación, bajando los ojos. Me habló en susurros. Sus palabras, sus frases, se hicieron deliberadamente lentas. Me prometió muchos favores, pues (me dijo) él sabía ser amable con los hombres. Le sonreí con calma y le dije: «Antiso, no es preciso llegar a esto». Por toda respuesta, se arrancó con dos rápidos movimientos las fíbulas de su jitón y dejó caer la prenda hasta los tobillos… He dicho «rápidos», pero a mí me parecieron muy lentos… De repente comprendí cómo ese muchacho puede desatar pasiones y hacer perder el juicio a los más sensatos. Sentí su perfumado aliento en mi rostro y me aparté. Le dije: «Antiso, veo aquí dos problemas bien distintos: por una parte, tu increíble belleza; por otra, mi deber de hacer justicia. La razón nos dicta que admiremos la primera y cumplamos con el segundo, y no al revés. No mezcles, pues, tu admirable belleza con el cumplimiento de mi deber». Él no dijo ni hizo nada, sólo me miró. No sé cuánto tiempo estuvo mirándome así, de pie, vestido únicamente con la corona de hiedra y la guirnalda de flores que colgaba de sus hombros, inmóvil, en silencio. La luz de la despensa era muy tenue, pero pude advertir una expresión de burla en su precioso rostro. Creo que quería demostrarme hasta qué punto era consciente del poder que ejercía sobre mí, a pesar de mi rechazo… Este muchacho es un terrible tirano de los hombres, y lo sabe. Entonces ambos escuchamos que alguien lo llamaba: era tu compañero. Antiso se vistió sin apresurarse, como si se deleitara con la posibilidad de ser sorprendido de aquella guisa, y salió de la despensa. Yo regresé después.
Heracles bebió un sorbo de vino. Su rostro había enrojecido levemente. El de Diágoras, por el contrario, se hallaba pálido como un cuarzo. El Descifrador hizo un gesto ambiguo y dijo:
– No te culpes. Fue Menecmo, sin duda, quien los corrompió.
Diágoras replicó, en tono neutro:
– No me parece mal que Antiso se entregara a ti de este modo, ni siquiera a Menecmo, o a cualquier otro hombre. Al fin y al cabo, ¿hay algo más delicioso que el amor de un efebo? Lo terrible nunca es el amor, sino los motivos del amor. Amar por el simple hecho del placer físico es detestable; amar para comprar tu silencio, también.
Sus ojos se humedecieron. Su voz se hizo lánguida como un atardecer al añadir:
– El verdadero amante ni siquiera necesita tocar al amado: sólo con mirarlo le basta para sentirse feliz y alcanzar la sabiduría y la perfección de su alma. Compadezco a Antiso y a Menecmo, porque desconocen la incomparable belleza del verdadero amor -lanzó un suspiro y agregó-: Pero dejemos el tema. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Heracles, que había estado observando al filósofo con curiosidad, demoró en responder.
– Como dicen los jugadores de tabas: «A partir de ahora, las tiradas han de ser buenas». Ya tenemos a los culpables, Diágoras, pero sería un error apresurarnos, pues ¿cómo sabemos que Antiso nos ha contado toda la verdad? Te aseguro que este jovencito hechicero es tan astuto como el propio Menecmo, si no más. Por otra parte, seguimos necesitando una confesión pública o una prueba para acusar directamente a Menecmo, o a ambos. Pero hemos dado un paso importante: Antiso está muy asustado, y eso nos beneficia. ¿Qué hará? Sin duda, lo más lógico: alertar a su amigo para que huya. Si Menecmo abandona la Ciudad, de nada nos servirá acusar públicamente a Antiso.