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En vez de contestar, Crántor replicó:

– Ya que te gustan tanto las preguntas socráticas, Espeusipo, te haré una. Si tuvieras que hablar del arte de la escultura, ¿tomarías como ejemplo una hermosísima figura de adolescente pintada en un ánfora o una horrible y deteriorada reproducción en barro de un mendigo moribundo?

– En tu dilema, Crántor -repuso Espeusipo sin molestarse en disimular el disgusto que le producía la pregunta-, no me dejas otra opción que elegir la figura de barro, ya que la otra no es escultura sino pintura.

– Hablemos, pues, de figuras de barro -sonrió Crántor-, y no de bellas pinturas.

El robusto filósofo parecía totalmente ajeno a la expectación que había causado, dedicado como estaba a ingerir largos tragos de vino. A los pies de su diván, Cerbero, el deforme perro blanco, daba cuenta, con incansables ruidos roedores, de los restos de la comida de su amo.

– No he entendido muy bien lo que has querido decir -dijo Espeusipo.

– No he querido decir nada.

Diágoras se mordió el labio para no intervenir: sabía que, si hablaba, la armonía del symposio se quebraría como un pastelillo de miel bajo el filo de los colmillos.

– Creo que Crántor quiere decir que los seres humanos somos únicamente figuras de barro… -intervino el mentor Harpócrates.

– ¿Crees eso de verdad? -preguntó Espeusipo.

Crántor hizo un gesto ambiguo.

– Es curioso -dijo Espeusipo-, tantos años viajando por lejanas tierras… y aún sigues encerrado en tu caverna. Porque supongo que conoces nuestro mito de la caverna, ¿no? El prisionero que ha vivido toda su vida en una cueva, contemplando sombras de objetos y seres reales, y, de repente, queda libre y sale a la luz del sol… advirtiendo que sólo había visto meras siluetas, y que la realidad es mucho más hermosa y compleja de lo que había imaginado… ¡Oh, Crántor, me apeno por ti, ya que aún sigues prisionero y no has vislumbrado el luminoso mundo de las Ideas! [57]

De improviso, Crántor se levantó con centelleante rapidez, como si se hubiera hartado de algo: de la postura, de los otros comensales o de la conversación. Su movimiento fue tan brusco que Hipsípilo, el mentor que, por sus redondas y grasientas formas, más se parecía a Heracles Póntor, despertó del espeso sueño contra el que había venido luchando desde el comienzo de las libaciones y casi derramó la copa de vino sobre el impoluto Espeusipo. «Y, a propósito», pensó Diágoras fugazmente, «¿dónde está Heracles Póntor?». Su diván se hallaba vacío, pero Diágoras no lo había visto levantarse.

– Sois muy buenos hablando -dijo Crántor, y tensó su erizada barba negra con una retorcida sonrisa.

Entonces empezó a moverse alrededor del círculo de comensales. De vez en cuando meneaba la cabeza y lanzaba una breve risita, como si encontrara toda aquella situación muy graciosa. Dijo:

– Vuestras palabras, a diferencia de la sabrosa carne que me habéis servido hoy, resultan inagotables… Yo he olvidado el arte de la oratoria, porque he vivido en lugares donde no hacía falta… He conocido a muchos filósofos a los que convencía más una emoción que un discurso… y otros que no podían ser convencidos, porque no opinaban nada que pudiera ser enunciado, comprendido, demostrado o refutado con palabras, y se limitaban a señalar con el dedo el cielo nocturno indicando que no habían enmudecido sino que dialogaban como lo hacen las estrellas sobre nuestras cabezas…

Continuó su lento paseo alrededor de la mesa, pero su tono de voz se hizo más sombrío.

– Palabras… Habláis… Hablo… Leemos… Desciframos el alfabeto… Y, al mismo tiempo, nuestra boca mastica… Tenemos hambre… ¿verdad? [58] Nuestro estómago recibe el alimento… Resoplamos y bufamos… Clavamos nuestros colmillos en los retorcidos pedazos de carne…

De repente se detuvo y dijo, poniendo mucho énfasis en sus palabras:

– ¡Fíjate que he dicho «colmillos» y «retorcidos»!… [59]

Nadie comprendió muy bien a cuál de los presentes se había dirigido Crántor con aquella frase. Tras una pausa, reanudó el paseo y el discurso:

– Clavamos, repito, nuestros colmillos en los retorcidos pedazos de carne; y nuestras manos se mueven para llevar la copa de vino a los labios; y nuestra piel se eriza cuando soplan ráfagas de viento; y nuestro miembro se yergue cuando olfatea la belleza; y nuestro intestino, en ocasiones, se muestra perezoso… lo cual es un problema, ¿eh?, reconócelo… [60]

– ¡A quién se lo vas a decir! -se sintió aludido Hipsípilo-. Yo no he defecado bien desde las últimas Tesmofo…

Otros mentores, indignados, lo mandaron callar. Crántor prosiguió:

– Tenemos sensaciones… Sensaciones, a veces, imposibles de definir… Pero ¡cuántas palabras por encima!… ¡Cómo las cambiamos por imágenes, ideas, emociones, hechos!… ¡Oh, y qué torrencial río de palabras es este mundo y de qué forma fluimos sobre ellas!… Vuestra caverna, vuestro precioso mito… Palabras, tan sólo… Voy a deciros algo, y lo diré con palabras, pero después volveré al silencio: ¡todo lo que hemos pensado, lo que pensaremos, lo que ya sabemos y lo que sabremos en el futuro, absolutamente todo, forma un bello libro que escribimos y leemos en común! Y mientras nos esforzamos en descifrar y redactar el texto de ese libro… nuestro cuerpo… ¿qué?… Nuestro cuerpo pide cosas… se fatiga… se seca… y termina desmenuzándose… -hizo una pausa. Su amplio rostro se distendió en una sonrisa de máscara aristofánica-. Pero… ¡oh, qué libro más interesante! ¡Qué distraído es, y cuántas palabras contiene! ¿Verdad?

Hubo un denso silencio cuando Crántor terminó de hablar. [61]

Cerbero, que había seguido a su amo, ladró furiosamente a sus pies erizando el tocón del rabo y mostrando los afilados colmillos, como preguntándole qué pensaba hacer a continuación. Crántor se inclinó como un padre cariñoso que, distraído por la conversación con otros adultos, no se enfada al ser importunado por su hijo pequeño, lo admitió entre sus enormes manos y lo llevó a modo de pequeña y blancuzca alforja, repleta por un extremo y casi vacía por el otro, hacia el diván. A partir de entonces pareció desinteresarse por todo lo que ocurría a su alrededor y se dedicó a jugar con el perro.

– Crántor usa las palabras para criticarlas -dijo Espeusipo-. Como veis, él mismo se desmiente mientras habla.

– A mí me ha hecho gracia lo del libro que reuniera todos nuestros pensamientos -comentó Filotexto desde las sombras-. ¿Podría crearse un libro semejante?

Platón lanzó una breve carcajada.

– ¡Bien se nota que eres escritor y no filósofo! Yo también escribí en otros tiempos… Por eso distingo claramente una cosa de otra.

– Quizás ambas sean lo mismo -replicó Filotexto-: Yo invento personajes y tú verdades. Pero no quiero desviarme del tema. Hablaba de un libro que reflejara nuestro modo de pensar… o nuestro conocimiento de las cosas y los seres. ¿Sería posible escribirlo?

Calicles, un joven geómetra cuyo único -pero notorio- defecto consistía en moverse desgarbadamente, como si sus extremidades estuvieran desarti- culadas, pidió excusas en ese momento, se levantó y desplazó el juego de huesos de su cuerpo hacia las sombras. Diágoras echó en falta a Antiso, que era el copero principal. ¿Dónde estaría? Heracles tampoco había regresado.

Tras una pausa, Platón objetó:

– Ese libro del que hablas, Filotexto, no puede ser escrito.

– ¿Por qué?

– Porque es imposible -repuso Platón tranquilamente.

– Explícate, por favor -pidió Filotexto.

Atusándose la grisácea barba con lentitud, Platón dijo:

– Desde hace bastante tiempo, los miembros de esta Academia sabemos que el conocimiento de cualquier objeto contiene cinco niveles o elementos: el nombre del objeto, la definición, la imagen, la discusión intelectual y el Objeto en sí, que es la verdadera meta del conocimiento. Pero la escritura llega tan sólo a los dos primeros: el nombre y la definición. La palabra escrita no es una imagen, y por ello es incapaz de alcanzar el tercer elemento. Y la palabra escrita no piensa, y tampoco puede acceder al elemento de la discusión intelectual. Mucho menos, desde luego, sería posible alcanzar con ella el último de todos, la Idea en sí. De este modo, un libro que describiera nuestro conocimiento de las cosas sería imposible de escribir.

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[57] Yo también percibo sombras en mi «celda-caverna»: las palabras helénicas me bailan en los ojos -¿cuánto tiempo hace que no veo la luz del sol, que es la del Bien, de la que todo procede? ¿Dos días? ¿Tres?-. Pero más allá de esta frenética danza de grafismos intuyo los «retorcidos colmillos» y el pelaje «erizado» y «áspero» de la Idea de Jabalí, relacionada con el tercer Trabajo de Hércules, la captura del Jabalí de Erimanto. Y si en ninguna parte se menciona la palabra «jabalí» pero aun así yo veo uno -incluso creo escucharlo: sus roncos bufidos, la polvareda de sus pataleos, el irritante arañazo de las ramas bajo sus pezuñas-, entonces es que la Idea de Jabalí existe, es tan real como yo. ¿Se hallaba Montalo interesado en esta obra porque consideraba que probaba definitivamente la teoría platónica de las Ideas? ¿Y Quiensea? ¿Por qué se ha dedicado primero a jugar conmigo, añadiendo texto falso al original, y después me ha secuestrado? Deseo gritar, pero creo que la Idea de Grito es la que más me desahogaría. (N. del T.)

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[58] Sí. Mucha, Crántor. Te estoy traduciendo mientras degusto las inmundicias que Quiensea ha tenido a bien dejarme hoy en la escudilla. ¿Te apetece probar un poco? (N. del T.)

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[59] Las palabras eidéticas del capítulo, sí, ya lo había advertido. Gracias de todas formas, Crántor. (N. del T.)

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[60] Sí, también. Lo adivinas todo, Crántor. Desde que estoy encerrado aquí, uno de los principales problemas que tengo es el estreñimiento. (N. del T.)

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[61] Debo haberme vuelto loco. ¡He estado dialogando con un personaje! De repente me pareció que se dirigía a mí, y le contesté con mis notas. Quizá todo sea achacable al tiempo que llevo encerrado en esta celda, sin hablar con nadie. Pero también es cierto que Crántor permanece siempre en la línea divisoria entre lo ficticio y lo real… Mejor dicho: en la línea divisoria entre lo literario y lo no literario. A Crántor no le preocupa ser creíble: se complace, incluso, en revelar el artificio verbal que lo rodea, como cuando hizo hincapié en las palabras eidéticas. (N. del T.)

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