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– ¿Testigos? -Heracles no parecía impresionado. Había encontrado algo (un pequeño objeto que el cadáver albergaba en la mano izquierda) y lo había guardado en su manto.

– Muy respetables. Uno de ellos, aquí presente…

Heracles alzó la vista.

El astínomo señalaba a Diágoras. [49]

Dieron el pésame a Trisipo, el padre de Eunío. La noticia había cundido con rapidez y había mucha gente cuando llegaron, en su mayoría familiares y amigos, pues Trisipo era muy respetado: como estratego, se le recordaba por sus hazañas en Sicilia, y, aún más importante, era de los pocos que habían regresado para contarlo. Y por si alguien lo dudaba, su historia estaba escrita en sucias cicatrices sobre el cementerio de su rostro, «que se ennegreció en el sitio de Siracusa», como solía decir: de una en especial se hallaba más orgulloso que de todos los honores recibidos en su vida, y era ésta una hendidura tajante, oblicua, que se dirigía desde la zona izquierda de su frente hasta la mejilla derecha, infectando en su descenso la húmeda pupila, producto de un golpe de espada siracusano; su aspecto, con aquella grieta blanca sobre la piel tostada y el globo ocular tan semejante a la clara de los huevos, no resultaba muy agradable de contemplar, pero era honroso. Muchos jóvenes guapos le tenían envidia.

En casa de Trisipo había un gran revuelo. Daba, empero, la sensación de que siempre lo había, no importaba que el día fuera excepcional: cuando Diágoras y el astínomo llegaron (el Descifrador venía detrás, pues, por algún motivo, no había querido unirse a ellos), un par de esclavos intentaban salir cargando con abultadas cestas de desperdicios, resultado quizá de algún cuantioso banquete de los muchos que ofrecía el militar a los prohombres de la Ciudad. La puerta se hallaba casi impracticable debido a los numerosos montoncitos de gente depositados frente a ella: preguntaban; no entendían; opinaban sin saber; observaban; se lamentaban cuando los gritos rituales de las mujeres detenían sus conversaciones. Había algo más que la muerte en el tema de aquella animada reunión: estaba también, y sobre todo, el hedor. La muerte de Eunío hedía. ¿Vestido de cortesana? Pero… ¿Borracho?… ¿Loco?… ¿El hijo mayor de Trisipo?… ¿Eunío, el hijo del estratego?… ¿El efebo de la Academia?… ¿Un cuchillo?… Pero… Aún era demasiado pronto para proponer teorías, explicaciones, enigmas: el interés general, por ahora, se concentraba en los hechos. Los hechos eran algo así como basura bajo la cama: nadie sabía exactamente cuáles habían sido, pero todos podían percibir su mal olor.

Trisipo, sentado como un patriarca en una silla del cenáculo y rodeado de familiares y amigos, recibía las muestras de condolencia sin preocuparse por quién se las daba: extendía una mano o las dos, erguía la cabeza, agradecía, se mostraba confuso, ni triste ni irritado sino confuso (eso era lo que le hacía digno de compasión), como si la presencia de tanta gente hubiera acabado por desconcertarlo, y se preparaba para alzar la voz e improvisar un discurso fúnebre. La emoción había oscurecido aún más la broncínea piel de su rostro, del que pendía una barba gris y deshecha, acentuando la sucia blancura de su cicatriz y otorgándole una extraña apariencia de hombre mal construido, elaborado a trozos. Por fin pareció hallar las palabras adecuadas y, tras imponer débilmente el silencio, dijo:

– Gracias a todos. Si poseyera tantos brazos como Briareo, me gustaría usarlos, oídme bien, para estrecharos fuertemente contra mí. Ahora compruebo con gozo que mi hijo era amado… Permitidme que os honre con unas breves palabras de alabanza… [50]

– Yo creía conocer a mi hijo -dijo Trisipo cuando hubo terminado su discurso-: Era respetuoso con los Sagrados Misterios, pese a que era el único devoto de nuestra familia; y se le consideraba un buen alumno en la escuela de Platón… Su mentor, aquí presente, puede atestiguarlo…

Todos los rostros se volvieron hacia Diágoras, que enrojeció.

– Así era -dijo.

Trisipo hizo una pausa para sorber por la nariz y preparar un poco más de sucia saliva: cada vez que hablaba acostumbraba a expulsarla con calculada precisión a través de una de las comisuras, la que parecía más débil de las dos, aunque no podía saberse con certeza si cambiaba de comisura tras las pausas de sus prolongados discursos. Como hablaba siempre como un militar, nunca esperaba que nadie le replicase; por ello, se extendía indebidamente cuando el tema se hallaba más que agotado. En aquel momento, sin embargo, ni el más grande partidario de la concisión hubiera considerado agotado el tema. Por el contrario, todos escuchaban sus palabras con un interés casi enfermizo:

– Me dicen que se emborrachó… que se vistió de mujer y se cortó en pedazos con una daga… -escupió minúsculas gotas de saliva al proseguir-: ¿Mi hijo? ¿Mi Eunío?… No, él nunca haría algo tan… hediondo. ¡Habláis de otro, no de mi Eunío!… ¡Que enloqueció, dicen! Que se volvió loco en una sola noche y ofendió de esa forma el sagrado templo de su cuerpo virtuoso… ¡Por Zeus y Atenea Portaégida, es falso, o deberé creer entonces que mi hijo era un desconocido para su propio padre! ¡Más aún: que todos sois para mí tan enigmáticos como el designio de los dioses! ¡Si esa basura fuera cierta, creeré a partir de ahora que vuestras caras, vuestras muestras de dolor y vuestras miradas comprensivas son tan sucias como una carroña insepulta!…

Hubo murmullos. A juzgar por las expresiones de indiferencia, hubiérase dicho que casi todo el mundo estaba de acuerdo en ser considerado «carroña insepulta», pero que nadie se hallaba dispuesto a modificar un ápice su opinión sobre lo ocurrido. Existían testigos de toda confianza, como Diágoras, que afirmaban -aunque con reticencia- haber visto a Eunío borracho y enloquecido, vestido con peplo y manto de lino, infligiéndose heridas más o menos serias por todo el cuerpo. Diágoras, en concreto, precisó que su encuentro había sido casual: «Regresaba a mi casa por la noche cuando lo vi. Al principio pensé que era una hetaira; entonces me saludó, y pude reconocerlo. Pero advertí que estaba borracho, o loco. Se provocaba arañazos con la daga y al mismo tiempo se reía, así que al pronto no fui consciente de la gravedad de la situación. Cuando quise detenerle, ya había huido. Se dirigía al Cerámico Interior. Me apresuré a buscar ayuda: encontré a Ipsilo, Deolpos y Argelao, que son algunos de mis antiguos discípulos, y… ellos también habían visto a Eunío… Avisamos, por fin, a los soldados… pero demasiado tarde…».

Cuando Diágoras dejó de ser el centro de la atención, buscó con la vista al Descifrador. Lo halló a punto de escabullirse por la puerta, esquivando a la gente. Corrió tras él y logró alcanzarlo en la calle, pero Heracles hizo caso omiso a sus palabras. Por fin, Diágoras tiró de su manto.

– ¡Aguarda!… ¿Adónde vas?

La mirada de Heracles lo hizo retroceder.

– Contrata a otro Descifrador que sepa escuchar mentiras mejor que yo, Diágoras de Medonte -dijo, con gélida furia-. Consideraré que la mitad del dinero que me has pagado hasta ahora son mis honorarios: mi esclava te entregará el resto cuando quieras. Buen día…

– ¡Por favor! -suplicó Diágoras-. ¡Espera!… Yo…

Aquellos ojos fríos e inclementes volvieron a acobardarle. Diágoras jamás había visto al Descifrador tan enojado.

– No me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme… ¡Esto último, Diágoras, lo considero imperdonable!

– ¡No he querido engañarte!

– Entonces, mi enhorabuena al maestro Platón, pues te ha enseñado el difícil arte de mentir sin querer.

– ¡Aún trabajas para mí! -se irritó Diágoras.

– ¿Vuelves a olvidar que se trata de mi trabajo?

– Heracles… -Diágoras optó por bajar la voz, ya que advertía la presencia de demasiados curiosos aglomerados como desperdicios alrededor de la discusión-. Heracles, no me abandones ahora… ¡Después de lo ocurrido ya no puedo confiar en nadie salvo en ti!…

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[49] «Las frases parecen perseguir adrede la vulgaridad. La prosa ha perdido el lirismo de los capítulos previos: ha aparecido la sátira, la vacua burla de la comedia, la mordacidad, la repugnancia. El estilo es como un residuo del original, un desperdicio arrojado a este capítulo», afirma Móntalo, y participo por completo de su opinión. Añadiría que las imágenes de «suciedad» y «escombros» parecen presagiar que el Trabajo oculto es el de los Establos de Augías, donde el héroe debe limpiar de excrementos las cuadras del rey de la Elide. Es, más o menos, lo que ha tenido que hacer Móntalo: «He limpiado el texto de frases corruptas y pulido algunas expresiones; el resultado no resplandece, pero, al menos, resulta más higiénico». (N. del T.)

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[50] Laguna textual a partir de aquí. Según Móntalo: «Se han borrado treinta líneas completas debido a una enorme mancha color marrón oscuro, elíptica, inesperada. ¡Qué lástima! ¡El discurso de Trisipo perdido para la posteridad!…».

Vuelvo a mi escritorio después de un incidente curioso: estaba redactando esta nota cuando percibí un extraño movimiento en el jardín de mi casa. Hace buen tiempo, y había dejado la ventana abierta: me agrada, aunque sea de noche, distinguir la hilera de manzanos pequeños que constituye el límite de mi modesta propiedad. Como quiera que el vecino más próximo se halla a un tiro de piedra a partir de esos árboles, no estoy acostumbrado a que la gente me moleste, y menos a altas horas de la madrugada. Pues bien: me hallaba enfrascado en las palabras de Montalo cuando advertí una sombra de reojo, una confusa figura desplazándose entre los manzanos, como si buscara el mejor ángulo para espiarme. Ni que decir tiene que me levanté y fui hacia la ventana; en aquel momento observé que alguien echaba a correr desde los árboles de la derecha; le grité en vano que se detuviera; no sé quién era, apenas vi una silueta. Regresé al trabajo con cierta aprensión, ya que, como vivo solo, constituyo un buen bocado para el apetito de los ladrones. Ahora la ventana está cerrada. En fin, probablemente no tiene importancia. Continúo la traducción a partir de la siguiente línea legible: «Yo creía conocer a mi hijo»… (N. del T.)

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