Hoy tuve ganas de ir al cine pero por suerte se hizo tarde con las lecciones y no fui, de lo cual me alegro porque si no había mucha gente se sufre el frío sentada dos horas en la sala, y sentándose cerca de las estufas al salir a la calle hace mal al pecho.
No conocía a ninguno de los actores de la película, me había tentado el título, simplemente. Y aquí va el título: «Lujuria». Para mí es como si la película se hubiese llamado «Atlántida» o «El Dorado» es decir algo que significa una cosa prometedora pero totalmente desconocida. Pensándolo bien, la palabra «Lujuria» siempre me resultó algo dudosa, como si designara, exagerando, algo que existe pero en proporción mucho menor. ¿Qué es eso de Lujuria? Un momento de tontería de alguna sirvientita que se deja hacer el amor por el patrón.
Pero si recapacito veo que no puedo juzgar, no puedo hablar de algo que no conozco. Además si abro un poco los ojos a mi alrededor voy a ver que estoy diciéndole buenos días todas las mañanas a un tropel de lujuriosos. Empecemos por mis vecinos, y ya con ellos habrá bastante. Delia por ejemplo. Yo creo que el marido es el único en Vallejos que no sabe que Deiia se acuesta con medio pueblo. Y ahora con Héctor ¡ese muchacho enredarse con una mujer casada!
¿Pero qué estoy escribiendo hoy? Esto es pura chismografía. Basta, no tengo nada edificante que decir así que mejor será callarme. Y hago muy mal en abrir juicio, sí, hago muy mal, para poderlos juzgar tendría que ser como ellos, es decir que tendría que tener salud. Debe haber algo en la Lujuria que la hace irresistible a la gente de buena salud, yo ni sé el significado de la palabra Lujuria, debe ser algo que se siente cuando, la sangre es rica, cuando además de no tener asma se come bien, sobre todo mucha carne y frutas, que son los artículos más caros.
Literalmente imposible asomar la nariz afuera, el viento y la tierra que soplan no permitirían ni siquiera caminar las dos cuadras de distancia hasta el cine. Mi máxima favorita es «no hay mal que por bien no venga». De ese modo ahorro los veinte centavos de entrada. Dicha máxima es mi favorita porque la puedo aplicar siempre, según la necesidad del momento. Porque soy asmática nunca podría haberme embarcado en el «Titanic», pues en alta mar hay bruma y se me humedecen los bronquios. Los bronquios míos deben ser como de papel, si el papel se moja se deshace en jirones con sólo tocarlo.
Aunque no hubiera sido asmática dada mi falta de solvencia tampoco podría haber estado en el «Titanic». Por lo tanto soy una mujer doblemente afortunada. Siendo hoy el único día de la semana que no tengo alumnos a la tarde decidí pasar el tiempo dásasmándome leyendo el diccionario, en un primer momento pensé en empezar La montaña mágica que me prestó Toto, pero me agobia empezar una novela tan larga. Bastante paciencia le debo a mis alumnos, no la puedo derrochar en leer novelas.
Volviendo al diccionario, pese al exotismo de la letra «w», hubo un vocablo que empieza con esa letra al que siempre rechacé instintivamente. ¿Cómo es posible que se rechace una palabra sin saber su significado? Es algo que me ha ocurrido varias veces. Pese a que la palabra «wyllis» figuraba en el ballet «Giselle», tan famoso, siempre rehusé leer el argumento, algo me había puesto en guardia contra «Giselle», sabía sólo que Giselle era una wyllis.
Hoy no pude menos que enterarme. Las wyllis son simplemente las vírgenes que se suicidan y van después de muertas a habitar los bosques donde de noche bailan hasta el amanecer tomadas de la mano para no perderse, repitiendo los pasos de danza de la reina de las wyllis, quien para impedir que las desdichadas escapen con algún pastor extraviado en la floresta, inventa pasos más y más extenuantes, y obliga a todas las wyllis a danzar y danzar hasta agotar las fuerzas. Llegada la luz del día sus cuerpos se desvanecen, sólo la luz de la luna las podrá tornar corpóreas, nuevamente, al caer la noche.
Vaya destino, ¿pero cómo yo sin saber el significado rechacé la palabra? Una voz interior me avisaba que no me convenía enterarme del significado.
Pero «no hay mal que por bien no venga», esta noche cuando me ataque la agitación del pecho y me empiece a revolcar en la cama sin poderme dormir voy a pensar menos en que encima de la canilla del patio, debajo del espejo y sobre la repisa, detrás del jabón, está la hojita de afeitar, que pese a estar un poco desafilada de haberme afeitado las piernas ya varias veces con ella, como decía, pese a estar desafilada, bastaría para abrirme las venas y terminar con la agitación y el insomnio. Pero no me convendría. Por eso voy a pensar menos en la hojita de afeitar, mientras me acuerde de la wyllis, porque algo de cierto debe haber en esa leyenda. No quiero pasar a otra vida para seguir sufriendo.
Por asmática no sé si la reina de las wyllis me haría bailar, posiblemente tendría más indulgencia conmigo, además como soy tan linda, ella pensaría que ningún pastor se animaría a raptarme y me dejaría sentada en un rincón, sin hacer tanta pirueta. Ya sé lo que me haría hacer; me haría tocar el piano para que las otras bailen.
A la noche se paga por lo que se ha hecho en el día. Se me ocurre que esta noche voy a dormir mal. Todo por haber salido al aire libre esta mañana, con tanto viento y tierra, apenas para lavarme la cara en la canilla, y después un ratito a lavar los platos del mediodía. El viento y la tierra irritan las vías respiratorias y después hay que dar vueltas y vueltas en la cama, horas y horas antes de que se ablande el pecho. Pero me parece que lo peor, para una persona que sufra mi misma enfermedad, es después de dormir tres o cuatro horas, tal vez destapada, porque se le corrió la frazada sin darse cuenta, despertarse a la madrugada con el pecho tomado y que no se pueda dormir más. Era lo que me pasaba el invierno pasado. Tal vez será porque ahora al poner el brasero delante de la puerta el aire se calienta al entrar y el brasero no se apaga en toda la noche porque la ventolera que se cuela por las rendijas de la puerta mantiene las brasas prendidas. Mamá antes insistía en ponerme el brasero cerca de la cama, y se apagaba a las dos o tres de la madrugada. No sé por qué, pero prefiero decididamente tardar en dormirme -se me cierra el pecho y apenas pasa un hilo de aire, que silba- en lugar de dormir unas pocas horas ni bien me acuesto y después despertarme a la madrugada -porque a ese hilo de aire parece que yo tuviera que ayudarlo a llegar a los pulmones- y sin siquiera la esperanza de volver a dormirme.
Hacía tiempo que no tenía una discusión como la del otro día. Es propio de vanidosos enojarse por perder una discusión pero a veces no puedo evitarlo.
Toto empezó hablando del hombre bruto, que ni siquiera tiene noción del absurdo de la propia vida, pues come y duerme para poder llevar a cabo sus largas horas de trabajo, y trabaja para poder pagar lo que come y la casa donde duerme, cerrando así su círculo vicioso. Yo por primera vez me animé a decirle que con gusto me habría casado con alguien así, pues esa simpleza es la base de la felicidad, y nada mejor que vivir al lado de alguien feliz.
Como no se quería convencer le agregué que según mi modesta opinión la fortaleza consiste en vivir sin pensar. Me preguntó entonces por qué no empezaba yo misma por no pensar y le tuve que decir que era a pesar mío que pensaba, y que ser simple es una bendición del cielo que no todos tenemos.
Su argumento siguiente fue que ser simple no es ser fuerte. Dijo textualmente con todo desparpajo: «yo soy fuerte, más fuerte que un bruto, porque pienso» pues fuerte es quien piensa y se sabe defender.
Se lo rebatí diciéndole que el hombre cuanto más piensa más se debilita, pues sus interrogantes no encuentran respuesta, y finalmente se tiene que suicidar, como ha sido el caso de filósofos tales como Schopenhauer y otros.