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II

¿Se extingue el horizonte,
sus gotas de sal cubiertas de invierno?
¿Qué vendrá tras la lluvia?,
¿días enteros que jamás
recuerden sus mañanas?
Deja ya de ordenarle a la rosa
que se recline frente al hacha.
Observa los bordados
que la noche ha tejido en mi lecho.
Miro a lo lejos y mis ojos
son el redil oscuro
que un confín acoge esperando
verlos hundirse para siempre en la tierra.
Mis ojos desnudos
que el viento se llevaba
allende el amanecer con su canción
más delicada, al relente del cielo.
Silenciosa aliada de la Luna,
confieso que aguardo tu regreso
como un niño que espera
a sus recuerdos para
encerrarlos en un barril de oro,
y jugar con ellos al morir.
Yo también fui un guerrero.
Con mi locura y mi sonrisa
partí por la mitad
esta vida desdichada.
¿Qué dios vendió mis manos
a una tumba vacía en la batalla?
¿Qué honor de dios agreste
proclamó impunemente
que el mundo es mi final,
mi pequeña sentencia?

III

No, no sabría dónde herirte.
Me debato entre sueños
y cavo mi camino
a impulsos
que engendra en mis manes
el sucio mediodía.
Dos veces me abrasé
en un lugar donde la luz
posó sus dedos,
igual que un viejo que se viste
con instantes de vida, con cuidado.
Y vislumbré la bóveda celeste,
sus fauces en agraz
sobre estas soledades
que tú llamas «el resto de los días».
No, no sabría dónde herirte,
¿acaso soy la vida?

IV

Azul fue mi país,
y se adentró en la noche,
soñando, ebrio de vino,
con madrugadas de esplendor
que se perdieron por tu boca.
En la arena de la vida
te encontré girando como un astro que
al espacio se entrega
porque piensa que todo es alegría.
– Y los aires temblaban
bajo el gozo del cielo y
te amé demorándome en
cada humilde caricia-.
Fui en busca de las altas
montañas que expían sus verdores
colina abajo,
mientras los ríos las circundan.
Habrá un tiempo después para nosotros,
cuando vuelvan las aves migradoras
y ensombrezcan los ángeles
la noble resistencia
de los arcos de piedra por las plazas.
Vendrá un tiempo,
en mitad del atardecer,
en que no me equivoque,
como gema que confía
en sus cuestiones personales,
que regala su hermosura
y le avisa a la noche que se haga
antes de que ella estalle
con gusto en su destino.
¿Dónde, dónde nos detendremos
el uno frente al otro,
como una realidad entre
dos distancias iguales?
Tal que en la oscuridad
el mar bogara hacia la tierra
envenenado por la luz desdeñosa
que la mañana enciende y
luego apaga sin piedad.
Azul fue mi país,
y se adentró en la noche.

V

He nacido para las cosas invisibles.
No me conocen las mañanas de estío.
He nacido carne
que se alivia en tinieblas y palabras,
que existe en el regazo de los siglos
porque la orla la muerte.
No temo a la desgracia,
a la existencia,
a mis sueños tan solos.
El tiempo viajará
como una tórtola distraída
que vuela en cada hueco
de este instante,
y yo te iré perdiendo suavemente,
igual que el Sol
le dicta sus colores a la aurora.

VI

Fui tan pequeña que solía
mi corazón subir hasta tus labios.
De mí, venía la noche y
yo ponía los cielos con mis manos
– su crimen, su prodigio,
su frío, su belleza-
para tus pies desnudos
que la tierra no mira.
En vano mis riquezas,
mis miserias en vano.
Loca de soledad la luz del día.
Y, entonces, en tu cuerpo,
en tu cuerpo, sin tregua, sin cuidado.
Tengo las pruebas:
vivir no es asunto de dioses.

Esbozo de un árbol de estrellas

– Señor, yo existo -le dijo un hombre al universo.

– Sin embargo -replicó éste-,

tal hecho no me crea ninguna obligación.

Stephen Crane

Amé la juventud del mundo,
el color de los días de tormenta,
su fuego aniquilado
y sus amaneceres sucesivos,
los movimientos de los astros,
los collados que tiemblan de fertilidad,
las cumbres de los montes,
el resplandor y la inocencia.
¿Podré llevar conmigo
– no quiero otro equipaje-
la carne palpitante de mi cuerpo
donde el mundo existió
y en el que nada quede un día?,
¿las aves que incansables huyen
por el cielo, la lluvia,
la luz azul de la mañana?
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