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Eurídice

(abuela de Alejandro Magno, año 390 a. d. C.)

He tenido bastante suerte,
bien pensado.
Siendo mujer, nadie me impidió
obtener educación y riquezas
– ambas cosas son lo mismo, ya sabe»-
Yo, hija de Irras,
y madre de Filipo,
aprendí a leer y a escribir,
y conduje mi hogar
como un velero
que acecha suavemente a la mañana.
Madre y abuela de reyes,
mis mejores días fueron, sin embargo,
los de la infancia.
Aquellos que pasé
enterrando con honores
de héroe caído en el combate
a un gorrioncillo amigo
que anidó toda su vida
en un olivo frente a mi ventana.

Prostituta francesa

(siglo XIX)

Aquí me tienen, señorías,
con la piel devastada y los labios mordidos,
en el Hospital-Prisión de Saint-Lazare, y
en el París de la ignorancia,
ciudad negra del pecado de fornicación
que se paga
con muerte y enfermedad venérea.
Mi padrastro me violó
a los catorce años:
así me hice mujer
y prostituta registrada.
Nací en los barrios bajos,
y viajé de hombre en hombre
sin tiempo de soñar.
El espéculo vaginal, con hojas de vidrio,
del médico
– «el pene del gobierno», decíamos nosotras-
me contagió la sífilis.
Qué fácilmente se rompió entonces
la pasión de mis amantes callejeros.
Nada puede dañarme en mi locura
ni siquiera el amor que nunca conocí.
Soy carne en cautiverio,
aliento de ramera insepulta
que un varón no usaría de buen grado.
Boca y manos me abandonan,
también ellos, a la
vieja luz de este lecho de hospital.

Mujer en Limoges

(año del Señor 1370)

La guerra de los Cien Años
agotará a los mismos cielos.
Esta es una edad desahuciada,
de venganzas y saqueos.
Ayer, el Príncipe Negro de Inglaterra
capturó la ciudad.
Murieron tres mil,
degollados a manos de su tropa.
Yo llevaba a mis hijos
colgando de los hombros.
En mi pecho, el más pequeño
me arañaba el escote con dedos de pavesas.
Vi un caballo muerto en medio de la calle,
los perros y los cuervos mordían su esqueleto.
El hambre me arrojó a sus despojos
como otra ave carroñera.
– El hambre es el grillete
con que Dios y los amos
nos atan a la vida-.
No podría contar
todo lo que he visto, perdonadme.
Sólo deseo
que mi aflicción ponga su nudo corredizo
en los estragos de la guerra.
Que mis hijos crezcan
ajenos a la mazmorra de la historia,
que el pan y la luz los esperen, compasivos,
detrás de la puerta.

Beatriz de Ahumada

(madre de Santa Teresa de Ávila, primera mitad del siglo XVI)

Yo fui la segunda esposa
de mi marido, el mercader
Alonso de Cepeda, hombre de caridad.
Me casé a los catorce años.
Mi esposo era viudo
con tres hijos cuando plantó
en mí su semilla de hombre.
«Para siempre», decía, «para la eternidad…»
Entre un embarazo y otro,
estuve enferma sin cesar.
Di a luz nueve hijos sanos,
fui madre de una santa
que andaba loca
por los libros de caballerías,
jugando con su hermano Rodrigo
a descubrir el Santo Grial
en la cocina. Mi alfabeto
espiritual fue servir a mi esposo
poniendo mis entrañas
al servicio de su deseo.
A los treinta y tres años
me llegó la hora de ver
al Señor cara a cara, y
dejé a mis hijos
lo que mi corazón dio de sí
como herencia:
la resignación de mi carne viva,
el mapa de mi piel exhausta.

Madre locura

(Lyon, 1560)

Ningún hombre puede ser mejor conquistado

que dándole lo que le place.

El Ménagier de París

Ya sé que no soy mujer,
pedazo de idiota,
tampoco lo deseo.
Soy la Madre Locura:
un varón vestido con las faldas
de la abuela. Pero
más hombre que tú. Haré chanza
de ti, el comerciante de sedas
lastimero, pelele
de tu esposa,
gorrioncillo anidado
en su regazo de matrona.
Eres nuestra vergüenza.
Dejas que tu mujer te pegue,
esa arpía con pestañas de espinas
te sacude mientras lloriqueas tu dolor
igual que un crío resfriado.
¿Dónde están tus arrestos de hombre?
¿Por qué tiemblas delante de su ceño fruncido?
Su seno es el altar donde comulgan
tus temores de eunuco.
Su desprecio: la miga y la corteza
del pan miserable de tu costumbre.
Te condeno a pasear a lomos de este burro
por ser un tonto despreciable.
Si eres hombre, y dejas que tu esposa
gobierne tu casa,
saldrás a la calle a pastar, rey de la cencerrada,
pues los mansos como tú
jamás heredarán el cielo del hogar.
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