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Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.

Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.

– ¿Puedo hacer la pieza? -preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.

– Cómo no -contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.

En cuanto el viejo se alejó, articulé:

– Permiso ¿puedo pasar?

Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.

Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.

Al entregar la llave, pregunté:

– ¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía? Consultaron libros y respondieron:

– Merlín.

El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.

Un león en el bosque de Palermo

Hideous animal, get bence!

The Sphinx

Valga de prólogo el doctor Standle-Zanichelli. Todo empezó, pues, en el Club Atlético, el miércoles, al fin de la tarde, minutos antes de que huyera del Jardín Zoológico el león. El cuidador del vestuario, Daniel, estaba cansado: desde la mañana tuvo un día de trajín, con el club repleto. Protestaban los socios por el agua fría, bajaba a cargar la caldera, se fugaban sin pagar la toalla o berreaban porque no estaba arriba para distribuir a cada uno su oblea de jabón rojizo. Ya caía la noche. De puro nervioso, el pobre Daniel andaba soplándose las manos, y de ganas de chupar un mate, tragaba. ¿Por qué la Melania lo cebaría tibio? Faltaba poco para el mejor momento: el de cerrar el vestuario e irse a la pieza. Apenas quedaban el doctor Standle-Zanichelli (el rezagado de siempre) y un socio que esta tarde no encontró pretexto para rehuir el temido partidito del doctor. Éste, en paños menores, atento al espejo, donde dividía el pelo en mitades iguales y onduladas, peroraba ante un público de dos: el mentado consocio y Daniel. El primero asentía con tumbos de cabeza y movía los ojos, en vaivén de velocidad progresiva, entre el reloj de la pared del fondo y el horario de trenes de la pared inmediata. En cuanto a Daniel, sonreía con modestia, no entendía una palabra, sólo tenía fuerzas para esperar la partida de estos caballeros y echar llave, correr a la piecita, pedir a Melania, si no era demasiado tarde, que le cebara unos mates, tibios desde luego, con la yerba del desayuno, si quería, pero ¡tan deseados! Iría después, de una escapada, al Deportivo… El acartonado doctor Standle-Zanichelli argumentaba:

– Ustedes opinan que el medio natural del hombre es la civilización, pero yo pregunto: ¿no será el hombre una fiera inteligente que, predestinada al suicidio, inventó la civilización, camino tortuoso y largo por donde llegará al fin a devorarse a sí misma, como abyecta hiena despiadada? De miles de años a esta parte reprimimos nuestros instintos: la agresividad, la bestialidad, etcétera. Diríase, pues, que la civilización triunfó. No lo crean. Estallidos criminales por doquier, un niño delincuente por barba, psicoanalistas desatando en el prójimo un manojo de demonios, configuran otras tantas pruebas de que losinstintos recuperan terreno, de que la marea de la civilización por último baja.

– Si yo no bajo ahora -armándose de coraje confesó el Otro Socio- van cinco trenes que pierdo, mientras usted explica el peligro de reprimir los impulsos.

– Un momento -pidió con dignidad el doctor-. Lo acompaño por la escalera. No le ofrezco un lugar en mi cómodo automóvil, porque lo dejé en casa. Cumplo mi plan Vida Sana, pedaleo en bicicleta Peugeot, me conservo ágil. ¡Hay Standle-Zanichelli para rato!

El pobre Daniel cerró el vestuario. Se precipitaron estruendosamente los tres hombres por la escalera, que resonó como tambor. Lorenzo, el gallego del bar, habitualmente cortés y aún servil, asomando la pelambre profirió:

– No dejan oír la radio, bellacos. Chitón, ordeno.

– ¡El libro de quejas! -rugió Standle-Zanichelli.

– Usted no aburra con el libro de quejas -replicó el Otro Socio-. Al gallego lo desparramo de un moquete. Daniel preguntó:

– ¿Por qué no se matan de una vez?

La niñera de los Retner, una madre para Orlandito (niño modelo), mientras los verdaderos padres recorrían el Caribe en el crucero del Caronia, blandiendo una botella de Hierroquina informó:

– El león huyó del Zoológico.

Entraron todos en el bar -parecía un salón desprendido de algún diminuto castillo tudor- donde el aparato de radio explicaba:

– Un automovilista no identificado lo vio cruzar imprudentemente la avenida e internarse en el bosque. Pronostican portavoces de círculos policiales que en este momento el león se extendería hasta el cerco del Club Atlético.

– ¡Viva la patria! -murmuró Orlandito.

– Habría que cerrar el portón -apuntó el Otro Socio.

– El jefe de la policía montada promete una operación de limpieza -respondió Lorenzo. La niñera aseguró:

– El intendente en persona ruega a las parejas y a la población estable que mantenga la calma. El aparato de radio continuó:

– A las doce en punto de la noche concluirá la operación de limpieza y el peligro.

– Un león no altera mis planes -declaró Standle-Zanichelli-. ¡En bicicleta!

– De paso podría cerrar el portón -opinó el Otro Socio. Standle-Zanichelli respondió con una carcajada ambigua, agitó la mano, partió.

– Voy a cerrarlo -aulló Orlandito, pero sólo se encaramó en el mostrador y derribó el tarro del almidón Rémy.

– Si no me empachara de lechón en Calamocha, ahora mismo lo meto en el horno -aseguró Lorenzo.

Daniel se fue a su cuarto. Diariamente, hacia el crepúsculo, una idéntica situación se repetía. Ni bien él abría la puerta, Melania, atareada en la cocinita, rodeada de tres niños harapientos y con el menor al cuello, sin volverse anunciaba: «Ya va». Sentado en la cama camera, esperando anhelosamente el mate, Daniel miraba a su mujer -flaca, desgreñada, con la ropa mal recogida-, meditaba sobre el callado trabajo de la desidia, meneaba la cabeza, con ternura murmuraba: «Es buena persona». Luego llegaban los mates fríos. Luego Melania sonreía tristemente y preguntaba: «¿Por qué no te vas a jugar un ludo con el gallego? Si andas alrededor mientras cocino, me da en los nervios». Diciéndose que averiguaría si el gallego jugaba al ludo (si no jugaba, le enseñaría cuanto antes), cruzaba al Deportivo, el club de enfrente, se agazapaba, penetraba en el cantero de las hortensias como en un bosque secreto. Al rato -un rato largo, porque las mujeres son impuntuales, aun para el placer- oía un susurro, una agitación entre las hortensias y luego divisaba a Susana, «la señora del colega» del Club Deportivo, que venía a su encuentro. Muy pronto se decían «Adiós, mi amor» y cada uno, precavidamente, volvía a su casa.

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