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Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.

Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:

– ¿Vamos a dormir la siesta?

Me pregunté si yo soñaba -lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo- cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.

Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:

– Señor, lo que es mío, es suyo.

Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.

A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.

Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.

Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.

Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba -sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico- y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.

La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa -un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando-, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.

El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.

Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».

Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.

Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.

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