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Por efecto de la copiosa comida y del cansancio, dormí más de la cuenta. No bien desperté corrí a la ventana. Con aflicción noté que por la chimenea de la casa de Guibert no salía humo. Esto, agregado a la falta de luces de la noche anterior, me alarmó. «Qué desastre», me dije, «si he vuelto acá, para descubrir que Flora y su tío se fueron a Buenos Aires. Y si me voy a Buenos Aires ¿cómo los encuentro?».

Después de un frugal desayuno me encaminé a casa de Guibert, manteniéndome, desde luego, lejos de la orilla. Cuántos maravillosos recuerdos evocaba el trayecto. Qué cercanos y ¡ay! qué lejanos. Llegué por fin y llamé a la puerta. Nadie respondió. Traté de abrir. No pude. Probé una ventana tras otra y cuando ya desesperaba, una cedió a la presión de mi mano.

Sobre el escritorio encontré una carta. Decía:

«Querido Aldo: Me operó mi tío. Desgraciadamente no podrás operarte, porque Willie, cuando yo estaba en cama, reponiéndome de la operación, pensó que él me había mandado a Buenos Aires con vos y, en un momento en que mi tío estaba en los escalones del embarcadero, como una tromba salió del agua y tuvieron una discusión agitada. Mi pobre tío perdió el equilibrio y se ahogó en el lago. Por mí no te preocupes. Te aseguro que a pesar de mi dolor, por él y por vos, me alegro de que me haya operado antes de ahogarse. Ahora tengo que entrar al lago porque ya empiezo a sentir la asfixia. Perdóname de no esperarte. Siempre te quiere tu Flora».

Desolado comprendí que mi conducta fue absurda; ¡perder a Flora por la escritura de una clienta! Yo merecía el peor castigo, aunque, a decir verdad, no creo que nadie acepte de buenas a primeras un plan tan extraño como el que Flora me propuso. Desde luego, si en lugar de cumplir, como autómata, mis obligaciones de escribano, me hubiera quedado con la única persona que me importaba, habría impedido que la operaran o, en último caso, le hubiera pedido a Guibert que me operara a mí también y ahora estaría con ella, en el lago, en el mar, en el fin del mundo. «¿Por qué me quedé tantos días en Buenos Aires?» me dije con desconsuelo. «Si hubiera vuelto en la fecha prometida habría impedido esta locura, este verdadero suicidio.» Como sonámbulo salí del cuarto, llegué al borde de los escalones del embarcadero. Tardé un momento en reparar en Flora y Randazzo que, muy juntos, bajo el agua, me sonreían y agitaban manos en un reiterado saludo, aparentemente alegre.

Tres fantasías menores

MARGARITA o EL PODER DE LA FARMACOPEA

Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros.

(Mano a mano, tango)

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

– A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

– No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

– El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

– Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

– No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo xix, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

– Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

A PROPÓSITO DE UN OLOR

En la noche del jueves el profesor Roberto Ravenna suspiró varias veces, pero a la una de la madrugada lanzó un quejido. Después de leer el último trabajo había encontrado, en la maraña de su mesa, una pila con otros diez.

Hombre de humor excitable, necesitaba, para reponer el desgaste cotidiano, largas noches de sueño; todas las de aquella semana, por diversos motivos, fueron demasiado cortas. Estaba cansadísimo. La lectura de las monografías reavivó, como siempre, su rencor por los estudiantes. «No es para menos» decía. «Están los que no saben nada y está el que sabe algo pero redacta de un modo que da ganas de corregirlo a patadas.»

A las tres y media había concluido. Tambaleando llegó al borde de la cama, donde se desplomó, sin quitarse la ropa.

Destemplados golpes en la puerta lo despertaron. Tras un momento de perplejidad, comprendió que para acallarlos no le quedaba otro remedio que levantarse e ir hasta la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Abra.

– ¿Quién es?

– Abra, abra. Soy Venancio. Venancio, el payaso.

«El 6.º B» recapacitó Ravenna. En la casa, todo el mundo se conocía por el número del piso y la letra del departamento. Doña Clotilde, la portera, así los llamaba y ellos, bajo su ascendencia, adoptaron la modalidad. Sin abrir preguntó:

– ¿Qué le sucede?

– Pero ¿cómo «Qué me sucede», doctor Ravenna? Lo mismo que a usted y al resto del edificio. ¿No siente el olor?

«Con tal que no haya un incendio», pensó Ravenna, que vivía en el 7.° A, el único departamento del último piso y ya se imaginaba corriendo escaleras abajo, sofocado por el humo. Resignadamente entreabrió y en el acto debió apelar a toda su fuerza para rechazar los embates del 6.º B que, empleando el hombro como palanca, intentaba abrirse paso. A tiempo manoteó el picaporte, con la otra mano se afirmó en el marco de la puerta y pudo recuperar, a golpes de pecho, los centímetros de su departamento que el payaso había invadido. Jadeante, pero con la satisfacción de la victoria, exclamó:

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